[Estela Cebrián] Como todo el mundo sabrá ya, Kanye West ha sido padre esta semana por partida doble: durante el fin de semana nacía Kaidence Donda, la hija que ha tenido en común con Kim Kardashian, y hace tres días se ponía a la venta «Yeezus«, el sexto disco de su carrera. Esta feliz (¿o no?) sucesión de acontecimientos no parece una mera coincidencia, porque conocer el plan personal del rapero parece indispensable para entender la esquizofrenia musical que padece su último trabajo. Si «My Beautiful Dark Twisted Fantasy» suponía la cuadratura del círculo «kanyewestiano» (en él conseguía la conjunción perfecta entre la esencia del hip hop y la melodía pop perfecta), «Yeezus» es un manotazo nervioso para tirar la baraja al suelo: Yé destroza los preceptos que él mismo impuso. Hace dos años hizo un disco brillante y perfecto, y ahora presenta una diserción musical de gestación atropellada y nacimiento prematuro.
Lo primero que uno piensa cuando escucha los disparos sonoros de «On Sight» es que estamos ante un disco esquizoide, y todos los cortes vienen a confirmarlo: su pátina DIY, su trasfondo industrial, su producción sucia y la rabia que transmite parece escupida por una persona en un estado mental bastante precario. «Yeezus» es un disco loquísimo y sin márgenes con el que Kanye parece querer reafirmarse a toda costa: reafirmarse como rapero duro, reafirmarse como productor atrevido, reafirmarse como lengua afilada y reafirmarse como la estrella que nunca ha querido dejar de ser. Desde las proclamas egocéntricas de «I Am A God» (ole tu) hasta el discurso intimista rapeado con lengua de sapo de «Blood on the Leaves» (con un sampleo del «Strange Fruit» de Nina Simone que parece el Yang de la «New Day» que hizo con Jay-Z en «Watch the Throne» -Roc-A-Fella, 2011-), en «Yeezus» habitan todos los temores y preocupaciones de West: la riqueza, la banalidad, los negratas, los raperos, las marcas, la vida fácil, el racismo, la religión… Pero esta vez utiliza un tono más agresivo y rancio de lo habitual y dinamita cualquier atisbo de comercialidad.
Lo que transmite este disco es que Kanye tiene miedo y lo quiere maquillar con una rudeza sónica descomunal: miedo a dejar de ser superventas, miedo a dejar de ser una piedra angular de la música contemporánea, miedo a perder su identidad en el torbellino mediático en que se ha convertido su vida (especialmente en los últimos meses) y, sobre todo, se huele el miedo a ser padre y a ser fagocitado por los Kardashians (ese monstruo de mil cabezas) para acabar tirado en la cuneta bajo los flashes de los paparazzis mientras recupera la compostura y la dignidad. Es su disco más brutal hasta la fecha y, posiblemente, el más definitivo… Aunque a mi es de largo el que menos me gusta. Si yo fuera Kim Kardashian y mi chorbo hiciera un disco así, lo primero que haría sería preocuparme. Y lo segundo, preguntarle «Cari, ¿estás bien?«. [NOTA: 70%]