«Las Leyes de la Belleza» es un pequeño libro que incluye tres textos de Oscar Wilde sobre belleza y moda… Y que contiene reflexiones que siguen siendo actuales y necesarias.
Tal y como recuerda Carlos Primo en el prólogo de este pequeño tomo titulado «Las Leyes de la Belleza«, una de las primeras declaraciones que alimentaría el fuego del mito de Oscar Wilde fue la siguiente: «Cada día me resulta más y más difícil estar a la altura de mi porcelana china«. En estas escasas palabras queda sintetizada la visión del autor al respecto de la belleza, la estética y la moda, tres preocupaciones que transportó no solo a su obra escrita, sino que supo convertir en un arte en su propio vida. Que es como hay que vivir el arte. Y la vida.
Al fin y al cabo, la figura de Wilde no solo ha sido recurrentemente utilizada para hablar de la estética de la segunda mitad del siglo XIX, sino que sus palabras han sido, son y serán constantemente citadas para elevar artículos, discursos y declaraciones de todo tipo. Es por eso mismo por lo que resulta tan pertinente que la editorial Carpe Noctem haya publicado «Las Leyes de la Belleza«, un tomo de pequeñas dimensiones (no llega a las 80 páginas) que, además del mencionado prólogo de Carlos Primo, incluye dos conferencias y un artículo redactados por Oscar Wilde entre 1883 y 1885.
Aquellos fueron los años en los que el escritor regresaba a Gran Bretaña tras una gira por Estados Unidos en la que ofreció todo un conjunto de conferencias en torno a la temática de la estética. No es de extrañar, entonces, que uno de los textos precisamente verse sobre las «Impresiones de América» por parte del mismo Wilde, con una capacidad sublime para capturar un rasgo yanki que ha acabado por convertirse en el pan nuestro de cada día: «Todo el mundo parece tener prisa por coger un tren. Este es un estado de ánimo que no es favorable a la poesía o el romance. Si Romeo y Julieta estuvieran en un constante estado de ansiedad por los trenes, o si sus mentes hubieran estado agitadas por el tema de los billetes de vuelta, Shakespeare no podría habernos dado esas encantadoras escenas del balcón tan llenas de poesía y patetismo«. ¿Te suena de algo?
La chicha de «Las Leyes de la Belleza«, sin embargo, está más bien en los otros dos textos aquí incluidos: «Conferencia a unos estudiantes de arte«, alrededor del propio concepto de belleza dentro del arte; y «La filosofía del vestido«, centrado directamente en el mundo de la moda. Porque, mientras que las apreciaciones de «Impresiones de América» se sienten más ancladas a la concreción del momento pasado, las reflexiones que Oscar Wilde pone sobre la mesa en las otras dos conferencias resuenan hasta el presente en dos vibraciones diferentes.
Por un lado está la sensación de que la visión de Wilde sigue siendo pertinente y perdurable. Que no ha envejecido para nada y que, de hecho, todavía sigue siendo aplicable a muchos de los preceptos de belleza, estética y moda que siguen envarados en discusiones que no parecen superarse nunca. Porque, al fin y al cabo, el escritor siempre habla desde una relatividad consensuada y absoluta: «Ningún objeto es tan feo que, bajo ciertas condiciones de luz y sombra, o de proximidad a otras cosas, no resulte bello. Ningún objeto es tan bello que, bajo ciertas condiciones, no resulte feo. Creo que al menos una vez cada veinticuatro horas lo bello resulta feo y lo feo resulta hermoso«.
También habla desde la sinceridad de aquel que sabe que definir la belleza es imposible: «Los que trabajamos en el arte no podemos aceptar ninguna teoría sobre la belleza en lugar de la belleza misma, y, lejos de querer aislarla en una fórmula que apele al intelecto, buscamos, por el contrario, materializarla en una forma que alegre el alma a través de los sentidos. Queremos crearla, no definirla«. De esa sinceridad nace una visión de la belleza como absoluto totalmente atemporal: «Todo arte se basa en un principio y las meras consideraciones temporales no son en absoluto principios; y que aquellos que les aconsejen hacer un arte representativo del siglo XIX les están aconsejando que produzcan un arte que sus hijos, cuando los tengan, considerarán anticuado«.
Y también de esa visión suya capaz de dejar caer la máscara de la ironía siempre que es necesario nacen declaraciones tan pertinentes como esta: «Los modistas franceses consideran que las mujeres han sido creadas por la Providencia especialmente para ellos, con el fin de exhibir sus elaboradas y costosas mercancías. Yo sostengo que el vestido está hecho para servir a la humanidad. Ellos piensan que la belleza es cuestión de adornos y volantes. A mí los adornos no me importan lo más mínimo y no sé que son los volantes, pero me interesa mucho la maravilla y la gracia de la Forma humana, y sostengo que el primer canon del arte es que la Belleza es siempre orgánica, y procede del interior, y no del exterior, que la Belleza procede de la perfección de su propio ser y no de ninguna belleza añadida. Y que, en consecuencia, la belleza de un vestido depende total y absolutamente de la hermosura que protege y de la libertad y el movimiento que no obstaculiza«.
Pero hay otra vibración en la que resuena «Las Leyes de la Belleza«, y es en la vibración de algo que, por muy citable que suene, también suena un poco desfasado. Todos hemos escuchado alguna vez declaraciones tan magistrales como esta: «Una moda no es más que una forma de fealdad tan absolutamente insoportable que debemos modificarla cada seis meses«. Afirmación que se ve ampliada en otros momentos de las conferencias de Wilde: «Lo bello parece siempre nuevo y siempre delicioso, y nunca puede pasar de moda, igual que nunca pasa de moda una flor. La moda, sin embargo, es ajena a la singularidad de sus adoradores, no le importa si son altos o bajos, rubios o morenos, generosos o delgados, y les pide que se vistan todos exactamente de la misma manera, mientras maquina una nueva maldad«.
Y todo ello, por muy elocuente que suene, también resulta cuestionable desde un aquí y un ahora en el que hace tiempo que diferenciamos la moda («fashion«) como arte imperecedero y la tendencia («trend«) como locura transitoria que puede o no calar en la historia, pero que es más bien un divertimento transitiorio. Igual de cuestionable suena el mítico «La popularidad es la corona de laurel que el mundo pone al mal arte. Todo lo que es popular está mal», aquí y ahora, después de varias décadas en las que muchas son las firmas que han conseguido poner en relieve la profundidad de un arte, el popular, injustamente vilipendiado históricamente.
Pero ahí está lo interesante de leer a día de hoy «Las Leyes de la Belleza«: en que abre un espacio para el diálogo precisamente porque, allá donde ha quedado desfasado, sigue apuntando hacia temas que siguen siendo debatidos. Pero, por encima de todo, sigue siendo una gozada leer la prosa infecciosa de Oscar Wilde, su entramado de reflexiones que supuran elocuencia y espíritu desafiante. Y, si ninguno de todos estos motivos te parece suficiente para leer este tomito, hazlo aunque sea para apuntarte un buen puñado de citas que podrás usar en el futuro para deslumbrar a tus interlocutores futuros. Vale la pena. [Más información en la web de la editorial Carpe Noctem]