Islandia ya no es un país idílico, enigmático, imperturbable… En los últimos años, se convirtió en fuente de malas noticias, tanto para sus propios habitantes (su diminuto paraíso fiscal se colapsó a consecuencia del golpe más duro de la crisis económica mundial) como para los que viven lejos de sus recortados límites (¿recuerdan lo que ocurrió hace unos meses con la ceniza caprichosa que escupía un volcán de nombre casi élfico?). No, las cosas no andan demasiado bien por allá. Aunque tal situación no impide que la legendaria isla siga siendo cuna de extraños seres que construyen su propio cuento de hadas dentro del universo musical contemporáneo. Esa es una buena forma de esquivar las desgracias de la realidad más cruel que nos rodea: Björk, Jónsi (en solitario o con Sigur Rós) o múm lo hicieron antes a su manera, destilando en su discografía la particular combinación de sus personalidades con el magnetismo y los claroscuros de su tierra de origen. Pero la princesa rubia Ólöf Arnalds no sigue tanto la senda de esas referencias, a pesar de que se relacione con ellas desde hace tiempo, como si la denominada endogamia islandesa provocase inevitablemente esa conexión. Ella acude a su propia experiencia vital para hablar de lo humano y lo divino, e intenta aplicar a su folk intimista el mayor brillo posible para que las sombras no se apoderen de él. Ni siquiera abandonó esa idea tras sufrir un percance tan trágico como la muerte de su padre: “Við Og Við” (One Little Indian, 2007), su disco de estreno (una joya acústica escondida entre el fuego y el hielo islandés), se convirtió en un homenaje a su progenitor y a la vez en una perfecta terapia para superar su ausencia, de ahí que las lágrimas que deberían haberse deslizado a través de ese primer conjunto de composiciones se transformasen en cantos optimistas con vistas al pasado y, sobre todo, al futuro.
De eso se trata, del futuro. Porque los designios del destino y de la vida llevaron a la Arnalds a enfocar su segundo álbum, “Innundir Skinni” (One Little Indian / Houston Party, 2010), desde una perspectiva totalmente opuesta a la anterior: esta vez le tocaba celebrar el nacimiento de su primer hijo. Esa buena nueva impregna todas y cada una de las notas de este LP, menos tímido, más rico instrumentalmente, más dinámico y, lógicamente, más feliz que su antecesor. Su singular voz también adquiere tonos más vivos, que se añaden a sus registros cálidos y reconfortantes (sobre todo, claro, cuando le canta a su hijo, algo que se advierte a pesar de la barrera idiomática que supone escucharla en su lengua nativa, a excepción de algún pasaje en inglés). Ese salto cualitativo permitió que la de Reykjavík saliese poco a poco de su cascarón y su apellido se hiciese familiar para medio mundo (el occidental), lo que dio pie a las consabidas comparaciones, desde Kate Bush (vaya meada fuera de tiesto perpetrada por la revista Mojo) hasta Joanna Newsom (sin sus ínfulas de trovadora medieval). Pero hay que remarcar otra vez que a Arnalds no le va caminar detrás de otras cual perrito faldero. En ese sentido, “Innundir Skinni” no es un contenedor de arrebatos desmedidos de pasión amorosa ni de viajes temporales encima de un arpa: hay que interpretarlo como un espejo en el que una mujer se ve como creadora de vida y de esperanza y sobre el que refleja sus ansias de perpetuar ese sentimiento hasta el final de sus días, contando con la amargura de que siempre habrá cosas que tendrá que dejar atrás…
Los coros y las voces infantiles que acompañan su apertura, “Vinur Minn”, bastan para describir esa sensación de gratitud con la naturaleza que recorre todo su cuerpo bajo la piel (traducción del título del LP), al mismo tiempo que contrastan con la desnudez y la atmósfera de penumbra que caracterizaba “Við Og Við”. La austeridad en la producción persiste, pero aquí se pretende conseguir que los mínimos elementos utilizados irradien candidez (en “Innudir Skinni” es muy fácil imaginar a Arnalds con el retoño en su regazo cantándole al oído) y satisfacción (“Svif Birki” introduce unas suaves cuerdas y un piano en segundo plano que secundan el crescendo de la voz principal y los coros). Ese mismo efecto se logra incluso con los temas cuyas historias no se basan en la maternidad, sino en otras cuestiones trascendentales como la amistad (“Vinkonur”, una especie de epístola dirigida a cuatro antiguas amigas envuelta en un manto oriental fino y delicado; y “Crazy Car”, balada coescrita con Ragnar Kjartansson que versa sobre un amigo en común deseoso de hacer las Américas) y la admiración por alguien: aquí surge la gran duda, puesto que la ingenua “Jonathan” podría ir dedicada directamente a su vástago o, rizando el rizo, a uno de sus ídolos, Jonathan Richman (se admiten propuestas de teorías). Justo después caen la pieza más amarga y melancólica del repertorio (“Madrid”, que vuelve a recordar a aquella chica apesadumbrada por el fallecimiento de su padre, pero esta vez relatando una ruptura sentimental) y la más dramática (“Surrender”), en la que interviene la omnipresente Björk, a la sazón madrina artística de la Arnalds.
Con todo, la sensibilidad del broche final, “Allt I Guddi”, recupera el espíritu primigenio de esta pequeña gran obra: actuar como un tributo a su recién nacido y al hecho mismo de su gestación. Es lo que se desprende de la forma (eufórica y orgullosa) en que Ólöf Arnalds despliega en esa canción sus cuerdas vocales, sin recurrir a palabra alguna, dando a entender que no se necesita más artificio que la propia sinceridad para transmitir esa alegría contagiosa. Al fin y al cabo, la sencillez de escenas como ver gatear a un bebé, escuchar sus incomprensibles gemidos o ser testigo de su placentero sueño es lo que propicia que todo ser humano (de buen corazón) se olvide durante unos minutos de las penurias propias y ajenas… A pesar de que a su alrededor, ya sea en Islandia o en el rincón más recóndito de sus antípodas, parezca que todo vaya a hundirse en cuestión de segundos.