«Definitely Maybe» de Oasis cumple 20 años… Y lo celebramos dedicándole esta carta de amor (nada desesperada). La segunda entrega de nuestra sección Polvo de Vinilo.
[dropcap]U[/dropcap]na de cinta original de 1973 con los grandes éxitos de The Beatles fase 1967-1970 y otra grabada que contenía sus temas representativos de la época anterior reproducidas en bucle más un pequeño radiocassette de plástico azul diseñado para captar sólo frecuencias moduladas encendido el mayor tiempo posible terminadas las clases. Así transcurrían muchos días del primer trimestre de 1994, distracción suficiente (y muy didáctica) para un adolescente sin más ambición que la de empezar a vislumbrar su lugar en el mundo. Ni más ni menos. Una tarea tan clara en la teoría como titánica en la práctica ambientada con sonidos que la iban encauzando hacia una meta lejana en un proceso aparentemente sencillo: el cerebro absorbía canciones y el corazón bombeaba las sensaciones creadas al resto del organismo.
Pero faltaba el resorte musical que hiciera que todo el sistema palpitara a mil pulsaciones por minuto. Asimilado y filtrado en toda su dimensión el tesoro de los Fab Four de Liverpool, las opciones de hallar esa pieza clave -a ser posible, coetánea, sin necesidad de escarbar en el pasado- del engranaje emocional se encontraban en diferentes puntos de las ondas hertzianas, durante una etapa en la que lo analógico aún se imponía y el futuro ultradigital representaba una quimera para el ser humano corriente. Personalmente, el discurso del grunge no calaba, el rock (tanto nacional como foráneo) de esquemas tradicionales no convencía y la electrónica (de baile o no) se dejaba aparcada para ser disfrutada adecuadamente pocos años después. Así que el pop que se movía al margen de la radiofórmula convencional se erigía en la única respuesta. Con el indie español gateando en las catacumbas del underground, Gran Bretaña seguía siendo la tierra prometida de la cual llegaban, por un lado, ecos pasados que repetían el nombre de unos Stone Roses por explorar o de unos Smiths que se entenderían plenamente en el tránsito hacia la madurez y, por otro, noticias frescas sobre la nueva ola de la nueva ola germinada en las islas: el posteriormente denominado brit-pop.
En aquellos tiempos, ante las dificultades de acceder a la prensa musical especializada, quedaba, como siempre, la posibilidad de sintonizar la emisora idónea y escuchar el programa apropiado. Si se prestaba la suficiente atención y dedicación, no resultaba difícil estar al tanto de lo que se cocía en la escena alternativa de más allá del Canal de la Mancha para confeccionar, con pericia y paciencia, un recopilatorio en cassette de uso privado con los temas más calientes del momento interrumpidos por voces de locutores imposibles de eliminar. Suede, Blur, The Charlatans o incluso Ride… En sus manos se depositaba las incipientes esperanzas musicales de un humilde púber noventero. Hasta que, una buena noche, en la primavera del 94, se hizo la luz en forma de canción: “Supersonic”, arrolladora y explosiva en su contenido desarrollo, con un riff de guitarra centelleante, unos ripios líricos (“I’m feeling supersonic, give me gin and tonic” / “You make me laugh, give me your autograph”) sencillos y memorables y una interpretación vocal nada exuberante aunque retadora. Un conjunto de elementos imbatible que iluminaba cada letra del nombre de Oasis. ¿De dónde había salido aquel grupo? ¿Quiénes lo componían?
Sin el torrente informativo actual a golpe de click, los datos caían con cuentagotas: la banda procedía de Manchester, estaba liderada por dos hermanos e incluían en su breve bagaje el mentado single “Supersonic”, sus pertinentes caras B y un puñado de demos. No hacía falta saber más; lo importante era su música, aunque sólo se dispusiese del tema que los dio a conocer registrado directamente de la radio en una cinta que se escuchaba y rebobinaba infinitas veces. Gracias a algún comentario esporádico y alguna línea escrita cazada al vuelo, se iba conociendo poco a poco el creciente impacto de Oasis en su país. Así que cada novedad relacionada con el grupo descubierta se recibía cual maná caído del cielo que obligaba a cumplir un único objetivo: hacerse con su maxi-single de debut en asequible formato CD, aunque costase hallarlo como una aguja en un pajar y ni siquiera se dispusiese del correspondiente lector para reproducirlo. La fiebre (o, si lo prefieren, la obsesión) mancuniana había comenzado.
Era aquella una pasión vivida al principio en la estricta intimidad dado el entorno musical ‘hostil’ y la incomprensión circundante, rigores de pertenecer a una pequeña villa marinera con sus minúsculas tribus urbanas desordenadamente ordenadas: unas lloraban la trágica muerte de Kurt Cobain o se decantaban por seguir los pasos de U2, REM o Pearl Jam; otras permanecían ancladas en décadas pasadas y géneros caducados; y las de en medio pasaban absolutamente de los asuntos musicales. En ese ambiente resultaba extraño lucir -con tímido orgullo- un embrionario peinado mitad britpopero mitad beatleliano y un par de fotografías de la nueva banda favorita que adornaban la carpeta con la que presumir en el instituto antes de que, meses después, llegase la hora de vestir camisas abrochadas hasta el cuello, parkas y sudaderas de adidas (si la economía familiar lo permitía), atarse el jersey a la cintura y ataviarse con variopintas gafas de sol. El verano de 1994 sería ese momento… Y el 30 de agosto la fecha clave.