Hirokazu Kore-eda sigue explorando las posiblidades del nuevo concepto de familia en la bellísima, delicada e imprescindible «Nuestra Hermana Pequeña».
En «Nuestra Hermana Pequeña» laten sutil pero poderosamente dos de los rasgos nipones que más nos fascinan en Occidente. Uno de esos rasgos late en la piel superficial, el otro muy por debajo de la epidermis. Y ambos están interrelacionados a la vez que están envueltos por un tercer elemento que, externamente, los atenaza, los espolea y amplifica más todavía sus propias cualidades. En la superficie del último film de Hirokazu Kore-eda está la belleza, bajo la epidermis está la tristeza y, envolviendo a ambos, está la muerte.
Habrá, sin embargo, quien sólo se quede en la superficie. Y tampoco sería un pecado demasiado a tener en cuenta, ya que, como ocurría en los anteriores trabajos del director, la superficie de «Nuestra Hermana Pequeña» es una verdadera gozada. El film arranca como un verdadero cuento de Hayao Miyazaki en el que tres hermanas jóvenes pero ya en edad adulta acogen en su casa a una hermanastra adolescente con la que nunca habían tenido contacto. Hija del mismo padre pero también de la mujer que rompió el matrimonio del que nacieron las tres hermanas, las cuatro chicas parecen vivir en un marca surgido de «El Viaje de Chihiro«, «Mi Vecino Totoro» o de «El Viento Se Levanta«: un mundo repleto de trenes que atraviesan la naturaleza y epitomizado en una casa gigantesca invadida por el mundo verde que la rodea.
Pronto, sin embargo, ese mundo de Miyazaki le da la mano al imaginario de Yasuhiro Ozu y sus planos semi-fijos en los que lo que actúa es la sugerente magia del montaje interno: las protagonistas se mueven dentro del marco impuesto dócilmente por Kore-eda para fabular un retrato familiar tan cerca tan lejos de «Cuentos de Tokio» y periferias. Tan cerca por la mencionada familia, tan lejos porque esta no es una familia tradicional como las de Ozu, en las que diferentes generaciones de una misma estirpe coincidían feliz o infelizmente bajo un mismo techo. Es algo nuevo. Casi desconocido.
Y así, a medias entre Miyazaki y Ozu, el director vuelve a configurar un fascinante paisaje externo e interno ante el que es inevitable que el espectador medio sienta una atracción y empatía emocional inmediata: contra la sociedad española con más sombras que luces, es imposible no sentirse seducido por esta visión de la superficie de la sociedad japonesa, toda risas y momentos cómplices compartidos en la cotidianidad de las cuatro hermanas. Todo cerezos en flor y comidas apetitosas. Todo licor de ciruelas y fuegos artificiales reflejados en el mar vistos desde barquichuelas. Al fin y al cabo, «Nuestra Hermana Pequeña» está basada en el josei manga «Umimachi Diary» de Akimi Yoshida, y allá la historia ya se articulaba en base a una estructura especular formada por escenas mínimas de cotidianidad feliz. Un diario de chica adolescente.
Pero ahí también es donde Kore-eda consigue introducir magistralmente una capa subterránea por debajo de esta epidermis. Siguiendo los preceptos del cine del «tranche de vie«, la cotidianidad seleccionada es un retrato realista por debajo del que subyace una sombra de la que nunca se habla. Si «Nuestra Hermana Pequeña» fuera una película yanki, la vida de las cuatro hermanas sería una esquizofrenia absoluta que iría continuamente del jolgorio desaforado al drama absoluto: está claro que tanto las tres hermanas originales como la nueva tienen cada una sus propios trauma (la madre que las abandonó en el caso de las primeras, la enfermedad del padre y quedar a merced de una madrastra déspota en cuanto a la segunda), pero muy a la forma japonesa, la procesión es algo que no sólo va por dentro, sino que hay que enterrar bajo la superficie descrita en los párrafos anteriores.
Las cuatro hermanas viven mesmerizantes postales de vida cotidiana en una ciudad costera japonesa, pero Kore-eda es lo suficientemente inteligente como para poblar su existencia de destellos fugaces en los que verle las orejas al lobo: una borrachera mal llevada, una conversación con un amigo ajeno a la familia, una catarsis gritando a la ciudad desde la montaña… Las cuatro hermanas se fuerzan a vivir en armonía, pero en vez de obligarse a un proceso de alegría forzada y de tristeza compartida, van dejando que esa armonía crezca entre ellas con sosiego, sin forzar ni el drama ni la comedia.
Juntas son capaces de luchar precisamente contra lo que las une y les da la fuerza, que es la muerte (esa presencia que el director ya abordó de forma implacableblemente metafórica en «After Life«). El principio de la película está punteado por el funeral del padre, que es la acción que pone a andar la nueva relación entre las hermanas recién descubiertas; mientras que el final, con otro funeral igual de importante, sella el pacto de la nueva familia. Entre medias, la muerte siempre orbita alrededor de las protagonistas, más como lazo que une que como presencia inquietante: una fuerza (Tanathos) que acentúa la belleza de la superficie (Eros) y alimenta el fondo de tristeza sobre el que las hermanas flotan intentando construir su nueva unidad familiar.
Y aquí es donde Kore-eda riza y el rizo y tiende más lazos todavía con el resto de su filmografía. Los hermanos huérfanos que no comunican al mundo la muerte de sus padres en «Nadie Sabe«, los hermanos que intentan evitar el divorcio de sus padres en «Kiseki (Milagro)«, las dos parejas que descubren que sus hijos fueron intercambiados al nacer y que se cuestionan en qué consiste realmente la paternidad en «De Tal Padre, Tal Hijo«… Kore-eda se ha especializado en películas que dinamitan directamente aquella unidad familiar que protagonizaba los films de Ozu para demostrar que, por mucho que hayamos vivido varias generaciones destinadas a romper la familia para favorecer el ego y la individualidad, la esperanza sigue (sobre)viviendo en las generaciones que vienen detrás. Puede que la familia ya no responda a las mismas fórmulas de hace un siglo, pero la unión de personas que se aman sigue siendo la base de toda sociedad deseable.
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