“Yo soy cazador. No moriré cazado” es una máxima que encierra muchas más lecturas de las que intuyen los paletos rurales que la utilizan simple y llanamente como mantra de masculinidad revenida. O puede que, inquietantemente, este aforismo más bien se ramifique en diversos corolarios ignorados por los que las pronuncian. Porque está claro que es una frase que afirma al macho en su faceta más depredadora, pero también es cierto que el binomio cazador / cazado implica una concepción del entorno social como lecho inseguro en el que la violencia se plantea como el único medio de preservar la supervivencia del más fuerte, del más embrutecido… De hecho, en este concepto de comunidad también resuena un sistema de castas primitivo y agresivo en el que no es posible el entendimiento entre ambas partes: sólo la aniquilación de unos en manos de los otros. Sólo la existencia de depredadores y víctimas. Sólo la humanidad destinada a la auto-aniquilación… Una máxima, al fin y al cabo, que haría que Hobbes se planteara abrazarla hasta el final de sus días y llevársela a su tumba para estar calentito por toda la eternidad.
Es, además, la frase que da sentido al último álbum de Alfred (alias de Lionel Papagelli), una especie de reverso oscuro de su anterior (y genial) “Por Qué He Matado a Pierre” que realizara hace unos años al alimón con Olivier Ka. Allá, el autor planteaba la posibilidad de redención como colofón a una historia en la que, de adulto, un hombre recupera la memoria perdida de un abuso infantil. En «No Moriré Cazado» (publicado en nuestro país por Astiberri), sin embargo, no hay espacio para la redención… Podría pensarse que la intención de Alfred es buscar el alma sensible que trunque una máxima tan parecida a la que reza que «el hombre es un lobo para el hombre» por la vía de la bondad. Por el contrario, la trama de este álbum es un desasosegante callejón sin salida en el que el desenlace violento es la única posibilidad. Desde la primera página, el autor no se reserva ningún misterio a la hora de plantear el escenario de una boda sembrado de cadáveres; y, además, una voz en off que se identifica como el asesino: un chico que, tras la matanza, ha intentado quitarse la vida saltando por la ventana (¿existe mayor metáfora de la búsqueda de la libertad más allá de un marco preestablecido?) sin demasiado éxito. El resto del tomo retrata un mundo rural viciado e insano, de una misoginia consensuada, de un embrutecimiento recalcitrante y de una emocionalidad nula… Un caldo de cultivo en el que, por puro magnetismo, los débiles se agrupan como diferentes polos de un mismo imán. Alfred se destapa como un maestro a la hora de definir psicologías con un sorprendente minimalismo de trazo y, además, se preocupa de subrayar los por qués de la agresividad que impregna las relaciones interpersonales en un pueblo pequeño.
Aunque más que con un fluorescente, el punto de vista gélidamente distante (tanto psicológica como gráficamente hablando) del autor opta por un lápiz de carboncillo pálido que, a veces, más que un subrayado parece una guía dispersa y difusa… No diremos aquí que el motivo de un subrallado débil se debe a que no hay motivos que justifiquen la violencia: claro que hay por qués para la violencia. Un mirada, una palabra, un gesto, una chanza bastan para apretar un gatillo. Pero, al fin y al cabo, estos motivos para la agresión como punto y final de las disputas humanas se reduce a la misma máxima que, cuando aplicaban los gallos del lugar, nunca pensaron que podría volverse en su contra: «Yo soy cazador. No moriré cazado». ¿Y qué pasa cuando un «cazado» decide que no quiere seguir siéndolo y que lo único que le basta es una escopeta y un puñado de balas para hacer que la balanza caiga de su lado? Lo que pasa es que, entonces, después de la violencia, la única salida es una venta abierta hacia el vacío. Sea lo que sea ese vacío.
[Raül De Tena]