¿Cómo puede ser que en los relatos de «Natica Jackson» de John O’Hara habiten mujeres empoderadas… cuando el empoderamiento no existía todavía en los 60?
El año pasado, la editorial CONTRA publicó «La Chica de California» a modo de reivindicación absoluta de un nombre prácticamente desconocido en nuestro país: John O’Hara. Una reivindicación que resulta totalmente pertinente si consideramos que este autor suele mentarse en compañía de otros imprescindibles como Salinger, Carver, Capote, Updike… Y una reivindicación que se hizo en los mejores términos: con un tomo que recopilaba diferentes relatos cortos, puesto que este fue precisamente el formato predilecto de O’Hara y aquel por el que brilló con mayor intensidad.
A tenor de aquel libro, yo mismo afirmé lo siguiente en mi pertinente reseña: «Las historias de “La Chica de California” calan muy hondo gracias a sus retratos de Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX todos ellos impregnados de alcohol, egos hollywoodienses, tensiones eternas entre lo rural y lo urbano, almas en pena arrasadas por la vida “moderna”»… Ahora, una vez leído «Natica Jackson«, que vendría a ser el segundo tomo de una más que probable Biblioteca John O’Hara por parte de CONTRA, me sorprende el hecho de que, pese a que aquel libro aludiera a lo femenino desde el título, todo lo dicho en este extracto de mi reseña suena poderosamente masculino.
También es cierto que los relatos cortos de «La Chica de California» ostentaban un espíritu más masculino: las mujeres aparecían retratadas, e incluso lo hacían en términos poderosos, nunca apocados, pero lo que acababa primando era precisamente el punto de vista masculino, que no dejaba de ser el del mismo autor… Lo más sublime de «Natica Jackson«, por el contrario, es observar cómo O’Hara es capaz de subirse al péndulo de los géneros y, de repente, sin abandonar la mirada masculina, ofrecer algunos de los retratos femeninos más impactantes que se pueden leer a día de hoy.
Hay que tener en cuenta que este tomo incluye dos relatos para nada cortos (ambos rondan las 100 páginas): «Natica Jackson«, publicado originalmente en el año 1966, y «A noventa minutos de aquí«, editado en 1963. El primero de los relatos aborda la historia de la misma Natica Jackson, una estrella incipiente de Hollywood que, justo cuando su carrera está empezando a despegar, decide tomar una decisión que sea genuinamente suya: contra su carrera totalmente dirigida por un agente y por los despachos de las majors, Jackson decide enamorarse de quien menos le conviene… aunque eso le conduzca a un final trágico que todos, incluida ella, intuye desde un buen principio.
«A noventa minutos de aquí«, por su parte, propone una estructura más compleja en la que el relato parece doblarse por la mitad sobre la bisagra de un mismo personaje: el hilo que une las diferentes piezas del relato es Harvey Hunt, un periodista de provincias que, tras una redada en un espectáculo erótico, decide «salvar» a una joven prostituta que le arrastra hasta Filadelfia, gran ciudad en la que le pierde la pista y en la que conoce a otra periodista que trabaja en su mismo periódico y con la que inicia cierto amorío extraviado.
Las constantes vitales de la literatura de John O’Hara vuelven a desplegarse aquí de forma realmente magnánima: el brío de la pluma del autor no tiene parangón a la hora de formalizar un ritmo prodigiosamente fluido en el que no hay espacio para las piedras en el camino, solo para los riachuelos que corren de forma natural, orgánica y casi risueña. Los dos relatos de «Natica Jackson«, además, vuelven a practicar la depuración absoluta por un lado (no sobra ni una palabra ni una escena, y muy probablemente sea a través de este ejercicio de síntesis como O’Hara consigue el ritmo impecable de su escritura) y los diálogos portentosos por el otro.
Si la literatura naturalista se basaba en las descripciones exhaustivas como herramienta para capturar la realidad de un momento concreto, O’Hara consigue exactamente lo mismo a través de sus diálogos. En «A noventa minutos de aquí«, por ejemplo, radiografía de forma más que sublime el oficio de periodista sin miedo alguno a dejar al descubierto las sombras dentro de los pliegues de la profesión: «Cuando mi padre se aburría de alguien, jamás se le notaba. Decía: «Nunca sabes cuándo puede serte útil uno de estos pelmazos»«, por ejemplo. Algo que sabemos todos los periodistas. Y, a la vez, algo que mejor no decimos en voz alta.
Pero, como afirmaba más arriba, la valía fundamente de este toma está en los retratos de mujer, y esto es algo que queda patente en unos diálogos afiladísimos capaces de encapsular verdades colosales en frases lapidarias que resumen el oficio de cada una de las protagonistas. «-Yo no siquiera estaba segura de lo que quería hasta que recibí la oferta de Hollywood. Y en ese momento lo vi muy claro. / -¿Y qué es? / -Conseguir que todas las grandes estrellas me conozcan -dijo Natica-. No conocer yo a las estrellas. Sino que las grandes estrellas me conozcan a mi«, afirma la actriz protagonista del primer relato, revelándose a sí misma como habitante de un espectro lejano al del habitual relato de starlette usada y tirada por el sistema Hollywoodiense. Aquí la que usa y tira es la misma Natica, que siempre tiene muy claro que su carrera transita precisamente por el camino que ella quiere que transite, por mucho que ese sea el camino que marcan otros.
«-Eres buena -dijo Harvey Hunt-. Eres tan buena como cualquier hombre. / -Soy mejor que la mayoría«, comenta la periodista compañera del protagonista de «A noventa minutos de aquí«, un personaje impactante por lo que tiene de mujer empoderada si miedo a marcar su territorio tanto en lo laboral como en lo profesional… De nuevo, además, un retrato muy lejano al habitual de señoritas delicadas que, de repente, caen en un campo laboral de hombres que, milagrosamente, de repente reconocen su valía.
Es a través de estos dos personajes, junto al de la prostituta que hace arrancar el relato de «A noventa minutos de aquí» (de nuevo, una prostituta empoderada que hace lo que le da la gana y que está en las antípodas de la joven desvalida que acaba prostituyéndose por necesidad), los que convierten a los dos relatos de «Natica Jackson» en literatura magnánima y memorable. En literatura profética por lo que tiene esto de evocar mujeres empoderadas en una década, la de los 60, en la que la palabra «empoderamiento» todavía ni había sido inventada. ¿Se necesitan más excusas todavía para canonizar a John O’Hara en nuestro panteón personal de los narradores yankis más magistrales? [Más información en la web de Contra]