«El Motel del Voyeur» es uno de los libros más polémicos de la temporada… Pero ¿lo es porque retrata a un voyeur extremo o porque nos retrata a nosotros?
La polémica persigue a «El Motel del Voyeur» desde que Gay Talase hiciera pública la temática de su último libro. Y no es para menos… En esta ocasión, el escritor utiliza sus técnicas de periodismo literario para poner al descubierto las prácticas voyeurísticas de Gerald Foos a lo largo de varias décadas a finales del siglo pasado. Lo particular es que Foos no es uno de esos voyeurs que espían con binoculares desde la atalaya urbana de su ventana oscura, ni mucho menos. Este hombre construyó una fortaleza voyeur a su gusto y medida: un motel, el Manor House, en el que podía espiar a sus huéspedes a través de rejillas de ventilación que le permitían observar sin ser observado.
La polémica viene propulsada por el hecho de que lo expuesto en «El Motel del Voyeur» no solo es reprobable a un nivel puramente moral, sino que incluso debería ser penado de forma directamente legal. No solo eso: Foos llegó a ser (presunto) testigo de un asesinato que no reportó de ninguna forma por miedo a que se descubriera la infraestructura que había montado para satisfacer sus bajas pasiones, lo que embarulla más todavía la compleja madeja legal del asunto… E incluso salpica al mismo Talase, quien habría incurrido en un delito de complicidad al mantener silencio durante todos estos años pese a tener la información en su poder.
Pero seamos sinceros con nosotros mismos: más allá del posible barullo legal, «El Motel del Voyeur» ha levantado la polémica que ha levantado simple y llanamente porque, tal y como afirma reiteradamente Foos en las notas recogidas durante años que Talase reproduce de forma parcial (es de suponer que las notas íntegras son poderosamente aburridas), todos somos voyeurs. Todos tenemos esa semillita dentro. Y, por lo tanto, nos encontramos ante un espejo más que ante un libro.
Sea como sea, hay que quitarse el sombrero de nuevo ante las refinadas artes de un Gay Talase que, pese a lo fangoso del asunto, consigue salir totalmente limpio e inmaculado de esta refriega. Su punto de vista siempre es distante y quirúrgico, ascético y minimalista, pulcro y casi esterilizado. Queda claro que tiene una opinión al respecto: ambos han mantenido una relación epistolar desde los años 80 en la que Foos le ha ido enviando un material muy inflamable a rebosar de notas y reflexiones. Es inevitable, entonces, que a Talase a veces se le escape el juicio de valor: «Foos existía de manera clandestina, y lo consiguió durante muchos años, un éxito que él considera digno de mención; y al mismo tiempo había creado un laboratorio único para el estudio del comportamiento humano secreto, por lo cual creía que se le debía atribuir algún mérito. Tal como él lo veía, no era un simple mirón morboso, sino más bien un investigador pionero cuyos esfuerzos podían equipararse a los de los renombrados sexólogos del Instituto Kinsey o del Instituto Masters & Johnson. Gran parte de la investigación y los datos de esos institutos se obtuvieron mientras se observaba a participantes voluntarios, mientras que los sujetos de Foos jamás supieron que estaban siendo observados, por lo que consideraba sus descubrimientos más representativos de un realismo inconsciente y sin adulterar«.
En otras ocasiones, se le intuye un poso de pena puramente empática hacia la ardua labor del voyeur: «Un voyeur está motivado por la expectativa; en silencio invierte infinitas horas con la esperanza de ver lo que espera ver. Y sin embargo, por cada episodio erótico que presencia, también tiene acceso a multitud de momentos mundanos y a veces de lo más aburridos que representan la rutina diaria humana de lo vulgar: gente defecando, haciendo zapping, roncando, afeitándose delante del espejo y haciendo otras cosas demasiado tediosos y reales para los reality shows de la actualidad. Nadie cobra menos por hora que un voyeur«.
Pese a todo, la situación de ambos a lo largo de las décadas vive un verdadero enroque: el voyeur no quiere que se publique su nombre porque podría acarrearle problemas legales, mientras que la condición sine qua non del escritor para publicar el material es básicamente hacerlo con pelos y señales, pero también con nombres propios. Esta es una de las reglas básicas de la literatura de Talase, y en este caso se mantiene inquebrantable hasta que Foos, en su vejez, con Manor House ya lejos de su poder e incluso demolido, da luz verde al uso de su nombre y su apellido… Aquí está, sin embargo, uno de los grandes problemas aunque también uno de los pasajes más fascinantes de «El Motel del Voyeur«.
Se le han criticado a Talase varios puntos de su nuevo libro, desde lo innecesario de su existencia (¿por qué publicarlo aquí y ahora cuando ya no aporta nada más que el morbo de su temática?) hasta su falta de intención a la hora de profundizar en el retrato mental de Gerald Foos. Al final de todo, cuando el voyeur da su brazo a torcer y permite la publicación del libro, Talase se sienta con él para realizar una pequeña entrevista que cualquier lector con dos dedos de frente hubiera deseado que se extendiera de forma mucho más profunda. Quedan muchas incógnitas por resolver, entre ellas la fiabilidad y verosimilitud de lo explicado por el voyeur y cuál es su intención real.
El retrato de Foos le resultará excesivamente esquemático a algunos. Pero debería tenerse en cuenta aquí que, al llegar a la recta final del libro y jugar al contraste entre Gerald y el Voyeur (el mismo Foos escribe sus notas en un continuo desdoblamiento de personalidad, como si el propietario del hotel y el voyeur fueran dos personas diferentes), Talase se aventura una reflexión realmente elocuente a partir de ciertas declaraciones de su retratado: «Gerald vuelve a su coche, y en el camino de vuelta a casa piensa en todos los cambios que él y el Voyeur han vivido desde que abrió el motel Manor House, hace más de treinta años. Ahora las vidas privadas de los personajes públicos se exponen casi a diario en los medios de comunicación, e incluso el director de la CIA, el general David Patraeus, es incapaz de mantener su vida sexual secreta fuera de los titulares. Los medios de comunicación son los mirones de la actualidad, y el mayor mirón de todos es el gobierno de los Estados Unidos, que controla nuestras vidas cotidianas a través del uso de cámaras de seguridad, internet, nuestras tarjetas de crédito, nuestras cuentas bancarias, nuestros teléfonos móviles, nuestros iPhones, la información del GPS, nuestros billetes de avión, las escuchas telefónicas y todo lo demás«.
¿Podría haber forzado Talase la digresión hacia la disolución del espacio privado y el sinsentido del término «voyeur» en esta era en la que el control sobre la población va parejo al exhibicionismo de la intimidad a través de los medios de comunicación y las redes sociales? Sí, claro que podría haberlo hecho. Pero no confundamos lo que nosotros queremos como lectores aficionados al amarillismo con el verdadero oficio del autor: Talase se dedica a dejar al descubierto en una herida… pero nunca se permite la licencia de meter el dedo en ella y escarbar para que salga la pus, para que corra la sangre. Al que le corresponde la actitud carroñera es, sin lugar a dudas, al lector. Que sea él quien opte por un papel activo en «El Motel del Voyeur» e introduzca el dedo en la herida (si es valiente). [Más información en la web de Alfaguara]