Para bien o para mal (y esta ambigüedad es inevitablemente la que ha de bañar toda reseña sobre este autor en general y sobre esta película en particular), Wes Anderson ostenta una poderosísima impronta de la casa que marca como intransferible todo celuloide que toca pero que, a la vez, también comporta serias limitaciones en los parajes argumentales y emocionales que puede permitirse abordar. Más allá de su particularísima imaginaría estética, todo film de Anderson se ve indefectiblemente abocado a una construcción de personajes unidimensional en la que los caracteres se ensamblan nunca en profundidad, sino siempre en base a una primera capa de pintura que, por la vía de dos o tres rasgos frikis (o nerdies o weirdos o quirkies… según el nivel de modernidad que ustedes prefieran a la hora de abordar estos menesteres), epata con un espectador que, fan del director, ya entra en la sala dispuesto a doblegarse ante sus adorables criaturas. Vamos: un tuneo en toda regla que, dicho pronto y mal, viene a ser la venganza del freak que, ya crecidito y talludito, reivindica la diferencia y la extravagancia como herramienta de unicidad e independencia en un entorno social tendente a la homogeneidad y globalización. La jugada sería maestra si no fuera porque, repetimos, basa su efectividad en la superficie, en el epitelio, nunca en lo que hay debajo e incluso mucho más allá de «debajo».
La jugada le funcionó a Wes en «The Royal Tenenbaums» por el efecto sorpresa, pero en «Life Aquatic with Steve Zissou» ya demostró que aquella novedad sólo iba a ser efectiva en el caso de que el director se esforzara por enmarcarla en un paraje de fábula irreal alejada de las pretensiones de retrato generacional que muchos habían querido ver en su anterior film. De hecho, allá volvió a funcionar (en una metáfora hipnótica de la búsqueda final de la belleza que el mismo director parece perseguir con su filmografía), pero «The Darjeeling Limited» se desveló como un cul-de-sac: un callejón sin salida en la que el simplismo de los personajes se revelaba como bochornoso al ponerse contra las luces (nunca las sombras) de una Índia de postal. Y es que el concepto «de postal» es bastante diferente al «de fábula»… Por eso parecía que lo más indicado para Anderson era realizar alguna escabechina en el cine de animación: allá, la unidimensionalidad de sus personajes, a priori, debía funcionar con mayor soltura. Y, sin embargo, «Fantastic Mr. Fox«, pese a resultar irremediablemente simpática, reducía más todavía las líneas de acción del director hasta llegar a un paroxismo impropio incluso del cine infantil (más todavía si tenemos en cuenta el nivel de pliegues con el que abordan el medio los magos de Pixar).
Así las cosas, era inevitable acercarse a «Moonrise Kingdom» con pies de plomo: si Wes Anderson había sido capaz de tirar abajo (a medias) la montaña de naipes de su aproximación al cine de animación, ¿debíamos esperar lo mismo de su abordaje del cine infantil de aventuras y romance? Fuera miedos. Lo cierto es que este film triunfa donde «Life Aquatic» boqueaba como pez fuera del agua: «Moonrise Kingdom» no muestra en ningún momento pretensión alguna de ser nada más ni nada menos que una entretenidísima epopeya pre-adolescente dividida en dos partes pluscuamperfectas (la primera dedidaca al romance, la segunda totalmente entregada a la aventura) y pensada para el uso y disfrute de los que han superado la treintena. Y es que si había quien empezaba a cansarse de la apología weird del director y sus personajes adultos empeñados en actuar como críos, en esta ocasión resulta mucho más verosímil y coherente un film en el que la principal peculiaridad de los niños es que actúan bajo unos códigos recalcitrantemente adultos… Como todos los niños, al fin y al cabo. Sólo que llevado un poco más al límite. De hecho, todavía hay más: si había quien empezaba a cansarse de sus tramas ramplonas demasiado tendentes al fuego de artificio estético y al retruécano argumental, en este caso hay que reconocer que la transparencia de esqueleto narrativo queda justificada por su vocación de cuento, mientras que los fuegos de artificio se engarzan de forma más natural en un realismo mágico siempre menos bochornoso cuando se sitúa en el mundo infantil.
Que tampoco se lleve nadie a engaño: por mucho que se pueda hablar de transparencia en el argumento y de simpleza expositiva, eso no quiere decir que el autor se contente con ofrecer un producto con un único nivel de lectura. Su recurrencia a las variaciones musicales como leit motiv resulta arrebatadora desde esa primera escena tan Wes Anderson (con los travellings laterales exponiendo el interior del hogar de los protagonistas como una casa de muñecas fantástica y evocadoramente mágica) en la que los niños ponen en el reproductor de vinilos el «The Young Person’s Guide to the Orchestra» de Benjamin Britten conducido por Leonard Bernstein, donde una voz de cuentacuentos explica qué son las variaciones musicales y procede a exponer varios ejemplos ilustrados melódicamente por la orquesta. A partir de aquí, Anderson despliega su hipnótica versión cinematográfica de las mencionadas variaciones musicales, en este caso en una doble dirección: las variaciones externas (un dulce terreno de juego en el que el realizador canibaliza los lugares comunes de otros géneros -la huida de enamorados incomprendidos, el cine negro siempre presente entre las constantes de Wes, los films de pandillas juveniles- y los incorpora al mundo en miniatura de sus personajes pre-adolescentes, produciendo un inevitable desajuste que supura ternura) y las variaciones internas (la repetición de planos casi exactos en la primera y en la segunda parte del film, epitomizado en ese travelling lateral con el que el jefe de los khaki scouts realiza todas las tareas matutinas antes del desayuno primero en compañía de sus pupilos y luego completamente solo). Desde el «Saraband» de Bergman no se veía una utilización tan estimulante del paralelismo entre figura musical y figura cinematográfica.
No es el único acierto de «Moonrise Kingdom«: sería absurdo hacerse el ciego ante el desbordante mundo visual propuesto por Wes Anderson. Desde la utilización por doquier de los ocres y sepia (en este caso no sólo evocados por el espectro del cine setentero y las fotografías que han envejecido en un desván, sino también por la naturaleza de tonos amarronados de la isla en la que transcurre la historia) hasta un vestuario ideado para la fascinación nostálgica (los vestidos de Kara Hayward apuntan hacia las mod girls de alta sociedad setenteras, con todo el glamour de iconos del tamaño de Edie Sedgwick o la Monica Vitti más pop; los diferentes tuneos del uniforme de khaki scout capturan el aroma preeminentemente kitsch de films clasicorros de scouting como «Follow Me Boys» o «Scout to the Rescue«; el narrador encarnado por Bob Balaban remite doblemente hacia los documentales marinos de Custeau y compañía y, claro, también hacia «Life Aquatic«…), todo pasando por una realización que huye de los manierismos post-modernos (y post-Fincher, quien abrió la vereda del «la cámara puede meterse en cualquier sitio») y que, como es habitual en el realizador, opta por una puesta en escena falsamente vintage (por mucho que la lateralidad de sus travellings parece arcaica, es tan precisa que uno no puede evitar pensar que algo así sería imposible hace cuatro décadas) que acaba eclosionando en el trepidante tramo final, cuando incluso se recurre a explosiones de bajísimo presupuesto y planos en dos dimensiones donde sólo se juega con sombras y cielo (¿alguien pensó en Wes Anderson cuando se plantearon hacer la peli de «Scooby Doo«?)
Pese a todo lo dicho, «Moonrise Kingdom» sigue adoleciendo de los peores tics de su director: los personajes adultos quedan desdibujados (e incluso rozando el bochorno ridículo e injustificado, como esa afición de Frances McDormand a hablar por un megáfono o la ramplonería facilona del hecho de que el personaje de Tilda Swinton se llame, directamente, Servicios Sociales) y, al final, la necesidad patológica de apabuyar de Wes acaba sumiendo la segunda parte del film en una concatenación de hechos (vocacionalmente) inverosímiles y atropellados que, más que conseguir la trepidancia, separan al espectador de una trama que había conseguido adherirlos mediante la belleza infinita del primer tramo de huida de los enamorados. De hecho, sopesando el film con una difícil frialdad cuando tienes el corazón tan encendido, es inevitable pensar que, al fin y al cabo, incluso la temática primigenia de «Moonrsie Kingdom» es un poco errática: el amor fou entre dos niños que reivindican su diferencia y quieren vivir aventuras futuras resulta inane si concluímos que, a su alrededor, TODOS los personajes son diferentes y frikis y viven aventuras… y, pese a ello, no pueden evitar la tristeza. ¿Qué es lo que han de reivindicar los niños entonces?
Al final, además, queda suspendida la pregunta inevitable: ¿podrá «Moonrise Kingdom» marcar a fuego a una generación de niños -la de ahora- como en su día marcaron a otra generación -la de los 80- cintas como «Cuenta Conmigo«? Parece improbable. Las referencias que manejaba aquella película ochentera eran abordables incluso para los que por aquel entonces teníamos menos de diez años: el bubblegum pop de los 60, el rollo rockabilly… En el caso de «Moonrise Kingdom«, sin embargo, a Anderson se la va la mano con los atributos adultos de los niños, excesivamente esnobs, de tal forma que esos atributos y las referencias culturales sólo son disfrutables y entendibles para las generaciones más adultas, saboteando así sus posiblidades de convertirse en un film icónico para las nuevas generaciones y quedándose en lo que siempre ha hecho mejor Wes: onanismo puro y duro para la generación de la melancolía. Para bien y para mal.