¿Creías que los retratos de identidad homosexual estaban completamente agotados? Pues eso es porque no has visto todavía la maravillosa «Moonlight».
No hay nada más peligroso que la autocomplacencia. A muchos niveles, el mero hecho de sentir que lo estás haciendo bien, que ya está, que ya te puedes echar a dormir, acaba siendo una especie de virus capaz de pudrir incluso con los logros más grandes. Pongamos como ejemplo la causa LGBTI: su acción fue determinante para moldear las últimas décadas del siglo XX, pero muchos (puede que incluso yo el primero) fueron los que cuestionaron su papel llegados al siglo 21. Al fin y al cabo, parecía que la comunidad LGBTI seguía haciendo hincapié sobre ciertos asuntos que parecían más que superados… Hasta que llegó la revolución de la identidad de género, claro.
Pero eso es un tema que merece un artículo por sí solo. Lo que vengo a señalar aquí y ahora es que, curiosamente, el adormecimiento de la urgencia de la causa LGBTI corrió por un camino paralelo a la profusión de ficciones homosexuales autocomplacientes e indolentes. Es una mera cuestión de estadística: si, de repente, hay muchas más ficciones homosexuales, evidentemente también habrán muchas más ficciones homosexuales de calidad cuestionable y dudosa. Al fin y al cabo, como ha ocurrido con la cultura en general desde mitad del siglo XX, parece que todo está dicho y que solo hay espacio para el regocijo de la repetición inane o de la celebración puramente estética.
O a lo mejor soy yo. A lo mejor, después de varias décadas consumiendo ficciones homosexuales, hacía tiempo que tenía la insidiosa sensación no solo de que ya nada me sorprendía, sino sobre todo que ya nada conseguía traspasar mi piel y alcanzarme dentro, en el corazón, el alma, lo que sea. Eso, claro, hasta que me planté delante de una pantalla y dejé que «Moonlight» de Barry Jenkins se filtrara por cada poro de mi piel e iniciara un camino hacia algún lugar en mi interior al que todavía está por llegar, que todavía está por iluminar. Ese lugar personal e íntimo que no tiene cabida en una reseña cinematográfica. Así que vamos a otras cosas.
Lo más curioso es, sin embargo, que lo impactante de «Moonlight» no es el relato homosexual per sé, sino más bien todo el discurso en torno a la identidad sobre el que se erige. O puede que, al fin y al cabo, lo impactante sea aquí ese brío que sacude al relato homosexual mil veces trillado una vez este se trenza con el discurso en torno a la identidad. Tanto monta, monta tanto, pero lo que está claro es que, por mucho que cualquiera pueda pensar que la exploración del concepto de identidad debería ir ligado a cualquier ficción homosexual, resulta que no: las ficciones homosexuales suelen explorar la identidad homosexual en concreto y en exclusiva, pero no la identidad en general. Y recordemos que, si algo nos ha dejado claro cualquier rastro de cultura con el «post» delante de su nombre, es que la identidad en general es más que probablemente el gran tema del cambio de siglo.
«Moonlight» al completo pivota sobre un eje central en forma de escena: en ella, Juan (Mahershala Ali) explica a Little (Alex R. Hibbert) que, cuando era un niño, una viejecita le dijo que, bajo la luz de la luna, no era un niño negro, sino lila. Little, en una encrucijada personal en la que no sabe si es negro o lila o azul o de cualquier otro color, pregunta si eso es lo que fue a partir de entonces esperando que el hechizo de una vieja sea suficiente para aclararle a uno su propia identidad, pero Juan le ofrece en bandeja una lección vital que, sin embargo, el niño no acabará de comprender hasta su edad adulta: no decidió ser negro o lila por lo que le dijera nadie, sino que simplemente optó por escuchar su interior y ser sincero consigo mismo, ser simple y llanamente él mismo.
«Moonlight» se divide, a su vez, en tres capítulos, cada uno titulado con uno de los tres nombres que recibe el protagonista. Cuando es pequeño, es Little porque así le llaman todos los compañeros de su escuela, empeñados en marginarle y en señalar una diferencia que ni él mismo comprende todavía. En la adolescencia, pasa a ser Chiron (Ashton Sanders) porque así es como le llama su madre yonki, con la que tiene una enfermiza relación de necesidad masoca que le cierra más todavía de cara al mundo exterior. De adulto, ambos quedan enterrados debajo del peso aplastante de Black (Trevante Rhodes), que es un personaje de supervivencia nacido a partir de lo que el joven Little / Chiron vio en los ojos de Kevin (Jaden Piner / Jharrel Jerome / André Holland), el único niño que nunca quiso ver ni a Little ni a Chiron, el único chico que le deseó y se acercó a él para demostrarle que podía ser mucho más de lo que el resto del mundo le dijera.
Black es, por lo tanto, una proyección de ese deseo: un Dios absoluto de cuerpo perfecto y actitud desafiante. Jenkins, sin embargo, riza el rizo en las escenas finales en las que Black se reencuentra con Kevin y, de repente, este le espeta que Black es una ficción, una creación absurda que nada tiene que ver con el verdadero Chiron. Un monstruo estereotipado creado para que Kevin le desee sin tener en cuenta qué lo que desea realmente Kevin es lo que vio en el interior de Little / Chiron. Si «Moonlight» durara media hora más, probablemente asistiríamos a la aparición de un nuevo personaje que, por fin, encarnaría la verdad que late debajo de Little / Chiron / Black, esa verdad que no ha podido existir todavía porque nadie le ha ofrecido el espacio para que lo haga.
Repito: no estamos hablando de identidad homosexual. De hecho, tampoco estamos hablando de identidad racial (al fin y al cabo, el protagonista en cada una de sus tres fases responde también a un estereotipo de color). Estamos hablando de identidad en general, de lo imprescindible que es un espacio propio e íntimo para que podamos encontrarnos con nuestra identidad, abrazarla, alimentarla, dejarla crecer lejos de las fronteras impuestas por los ojos (y las acciones castradoras) de todos aquellos que, guiados por los estereotipos (el niño flaco afectado, por ejemplo) piensan que saben quiénes somos… cuando a lo mejor no saben una mierda.
Este discurso sobre la identidad, como afirmaba más arriba, es la estructura básica sobre la que se construye una ficción homosexual que, como tal, atesora un buen puñado de escenas destinadas a pasar a la historia: el poético momento en el que Juan enseña a nadar a Little, el encuentro entre Chiron y Black en la playa (con ese delicadísimo plano de una mano pasando por la arena para borrar los rastros del «delito»)… Y, por encima de todo, el conjunto de escenas finales: desde el momento en el que Black cruza la puerta de la cafetería en la que trabaja Kevin, todas y cada una de las secuencias, todos y cada uno de los diálogos, todas y cada una de las miradas, todos y cada uno de los gestos de un complejo lenguaje corporal, todo, absolutamente todo juega en la liga de lo memorable.
Y, así, trenzando el relato homosexual con el discurso sobre identidad, «Moonlight» consigue convertirse en el eco de lo que está ocurriendo con la propia comunidad LGBTI: si esta comunidad ha vuelto a la lucha relevante gracias a su implicación en las cuestiones de identidad de género, ¿pasa el futuro de las ficciones homosexuales por un aperturismo que no se quede en el típico mirarse el obligo, sino que explore más allá? Va a ser que sí. [Más información en el Facebook de «Moonlight»]