Reyes Calvillo pone a juicio su vida partiendo de la lista de «Requisitos Para Ser Una Persona Normal» de la película de Leticia Dolera.
De pequeña soñaba con llevar los vestidos de «Sailor Moon» y aprender Kendo. Afortunadamente, mis padres nunca consideraron que el manejo de las luchas clásicas fuese lo mío y, gracias a Dios o a Mazinger Z, no me dejaron empuñar nunca una espada. Cabe la posibilidad de pensar que, de haber sido así, mi identificación con María de las Montañas sería todavía mayor.
Como muchos de vosotros, queridísimos lectores, yo tampoco tengo trabajo. (Bueno, a ver: en realidad, sigo estudiando y gano u̶n̶a̶ ̶m̶i̶s̶e̶r̶i̶a̶ algo de dinero mediante trabajos temporales, o haciendo fotos de bautizos-comuniones-cumpleaños infantiles-sesiones a quinceañerasconpretensionesbloggers y demás eventos bien remunerados y de calidad… Nótese la ironía.)
Lo cierto es que dudo mucho que en mi profesión vaya a encontrar un curro de esos donde cobras un sueldo al mes y puedes planificar los gastos semanales con dos meses de anticipo. Como deduciréis, tampoco tengo una casa. Hay dos variables que afectan a esto: la primera es que, cuando estoy en mi ciudad, vivo (aún) con mis padres; y la segunda es que un piso habitado por mí generaría nuevas teorías sobre el principio de la entropía y, claro, no hay dinero para tanta investigación nacional.
Últimamente, me he aficionado a hacer punto y leer autobiografías, adoro cocinar magdalenas y, en un futuro no muy lejano, quiero adoptar dos gatos. (Creo que el tema de la pareja queda claro aquí.) Vida social sí, mucha. Demasiada. Tanto, que la mitad de las mañanas de fin de semana soy incapaz de recordar en qué momento me hice la foto-Facebook en la que me acaban de etiquetar (y cómo llegaron las orejas luminosas de Mickey a mi cabeza). Supongo que este no es tipo de vida social que una persona (socialmente aceptada) tiene.
En cuanto a mi vida familiar, bueno, no tengo hermanos. Mis padres viven en la otra punta del país y mis primos tienen doce y nueve años. Creo que con ellos me entiendo bastante bien y, en cierto modo, prefiero su compañía a la de gente de mi edad.
Tras analizar la película de Leticia Dolera me doy cuenta de una cosa: no cumplo ni uno de los requisitos que la protagonista dibuja en su lista al inicio de «Requisitos Para Ser Una Persona Normal«. Ninguno, excepto el último.
¿Soy feliz?
Sin duda, al plantearme la pregunta he respondido con un SÍ rotundo. Me encantaría saber que voy a tener un trabajo fijo y voy a poder vivir sola, pero a cambio de eso he estudiado algo que me apasiona y con lo que sueño desde pequeña. Sé que el día de mañana, aunque tarde mucho en llegar, voy a ser la persona más feliz en mi trabajo aunque esté despierta de siete a doce y me toque currar los fines de semana. Mientras, seguiré haciendo fotos a niñas con vestidos de Zara cuyo precio equivale a un mes de hipoteca.
Mi familia vive lejos, pero siempre que los necesito se las apañan para estar ahí. Además, tengo fe y esperanza en los valores que he conseguido transmitir a mis primos, que a su joven edad prefieren ver las películas de George Lucas antes que el Canal Disney. (La Fuerza es fuerte en mi familia, como para no estar contenta con eso.) Mis aficiones son difíciles de compartir, lo sé. Quizás sería más fácil que me gustasen los bailes de salón o los cursos de cata de Gin Tonic, pero yo soy de cerveza y ganchillo. A mí el aliño me lo dejas para la ensalada, que con la ginebra sola ya me apaño. Me apaño yo y se apañan mis amigos, que aún estamos en edad de poder permitirnos la “ultimishima rondaah y pa casha” de chupitos a 0,50 céntimos, porque no nos da la cartera para más. (Ni el hígado tampoco.)
Pero lo que realmente me hace cumplir el último requisito es precisamente haber descubierto que no necesito una pareja para hacer todo esto. Me he pasado mucho tiempo buscando con quién compartir mis experiencias, con quién alquilar una casa o con quién ir al cine. Alguien que me aguante en los días malos, cuando quiera ver una maratón de «ESDLA«, que acepte a mis gatos, que comprenda mis resacas, acepte mi trabajo y adore mis magdalenas (incluso cuando me paso con la vainilla).
Pero acabo de tachar la pareja de la lista porque, ahora mismo, la única persona que va a aguantarme con mis defectos y virtudes para hacerme sonreír soy yo.
Acepto renunciar a todos esos requisitos para ser normal. Porque yo no quiero ser normal, yo quiero ser feliz.
Para eso, me basta y me sobra con una pantalla, noventa minutos y una buena historia que me haga darme cuenta de lo afortunada que soy.