Puede que vaya al infierno de los periodistas por abrir una reseña de esta forma, pero el párrafo final de «Mi Hermana y Yo» (publicado en nuestro país por Sexto Piso) es, simple y llanamente, una barbaridad: «Los simbiontes son criaturas (¿de distintos tipos?) que viven unidas por mutuo beneficio. Los comensales son criaturas que viven juntas sin perjudicarse y que pueden salir beneficiadas (o no) de su asociación. (Mensa = Mesa). Los inquilinos son criaturas que viven en el terreno de otro y no son parásitos. Los parásitos son criaturas que viven a expensas de su huésped y lo dañan«. Este tomo es una selección de los escritos personales que J.R. Ackerlay dejó a su albacea Francis King, quien afirmaba que el libro final vendría a ser un tercio de los diarios que le legó su amigo: una recopilación de entradas que, puestas una contra la otra, dieran sentido a la intensa pero extraña relación que siempre había unido a Ackerlay con su hermana Nancy. Sólo hace falta releer la cita del principio de este párrafo para comprender que los lazons entre los dos hermanos fueron del todo menos simples: lejos de aseverar que Nancy fuera un parásito, Ackerley conserva hasta el final su capacidad para mostrarse ambiguo y abierto con una persona a la que odió y amó a partes iguales.
Este libro viene a arrojar luz sobre un area de particular interés en una persona tan compleja como J.R. Ackerley: no sólo fue autor de una obra literaria a tener en cuenta (con libros destacados como «Mi Perra Tulip«, «Mi Padre y Yo» o «Vacación Hindú«), sino que también fue editor literario de The Listener (revista literaria semana de la BBC) y su relación con lumbreras de su época como Siegfried Sassoon o E.M. Foster (al que siempre consideró su mejor amigo) le valieron un lugar prominente en la cultura británica del siglo XX. El diario arranca en 1948, cuando Ackerlay está viviendo en su casa junto a su tía Bunny (hermana de su madre), una viejecita adorable en la que se puede oler el aroma de esplendores pasados que ella se niega a abandonar o a olvidar. El hecho de que el autor esté viviendo con la hermana de su madre es desde el principio causa de dolor en Nancy, quien reclama continuamente la atención de su hermano de formas desproporcionadas e incluso antinaturales. Según unas palabras que su hermano plasma en este diario, Nancy llega a afirmar en cierto momento: «No tengo a nadie a quien querer ni nadie que me quiera a mi. No tengo ni un marido, ni un hijo, ni siquiera un perro«. El chantaje emocional es la herramienta básica de Nancy, una mujer que sí que estuvo casada y que tuvo un hijo, pero que fue incapaz de mantener cohesionada a su familia porque (si nos fiamos de Ackerlay) la única persona que le interesaba era ella misma, de tal forma que se acaba viendo completamente sola saltando de una casa de huéspedes a otra en las periferias de Londres.
No se puede negar: la propia historia de Nancy es de esas que provoca lástima irremediablemente. De hecho, «Mi Hermana y Yo» se estructura en dos partes perfectamente diferenciadas que se pliegan sobre un centro que, a modo de corazón, explica la historia de la hermana de Ackerlay: después de unos dramáticos acontecimientos que van prefigurándose de forma ominosa en la primera parte, el autor hace un alto al camino en su diario y dedica un número exorbitado de páginas a aclarar la historia de su hermana. Un punto y seguido antes de seguir hacia el final una vez ya sabemos cuáles son las reglas del juego entre ambas personas (o personajes). De hecho, si la primera parte es un preludio en el que oscilar entre la perplejidad y la incredulidad ante la insalubridad de la relación entre los dos hermanos y el intermezzo de «Mi Hermana y Yo» está dedicado por completo a Nancy, es en la parte final donde vemos más a Ackerlay y cómo le afecta la conducta de su hermana en su día a día (ya que, tres los mencionados dramáticos e innombrables sucesos, J.R. al final accede a las presión de su hermana para vivir juntos).
Es en el tramo de cierre donde Ackerlay, que anteriormente se había mostrado como un homosexual de clase media-alta pero con ínfulas de nobleza en declive, alguien que ostenta una clara superioridad moral por mucho que se sienta conscientemente atraído hacia el poderío sexual de la clase baja, desvela las costuras algo hipócritas de su postura: durante su visita a Siegfried Sassoon, noble de casta en consonancia con su gruesa cuenta bancaria y que vive apartado de la humanidad, se revela como alguien eternamente preocupado por la economía, algo que llegará a extremos insólitos cuando prefiera comprar alcohol y beberlo en casa que hacerlo en un pub porque, básicamente, es más barato. Cuando la imagen que Ackerlay proyecta de sí mismo empieza a resquebrajarse es precisamente cuando un diario que ya de por sí era vibrante pasa a ser totalmente sublime… Y, por si fuera poco, Francis King pone la guinda a la tarta bordando un epílogo en el que lo que habíamos intuido, el doble rasero moral e incluso emocional del escritor, se confirma y se amplía cuando el albacea afirma que Nancy era una mujer agradable a quien J.R. hizo un flaco favor al amplificar sus defectos de forma (presuntamente) desproporcionada.
Ante cualquier tipo de diario, siempre ha de existir el recelo de que el autor haya preferido mostrar una cara amable de sí mismo, una visión sesgada de sus vivencias y un retablo unívocamente subjetivo a la hora de ponderar al resto de personas que le rodean. «Mi Hermana y Yo«, sin emabrgo, precisamente es magistral por ser todo lo anteriormente dicho… pero por darnos también las suficientes pistas para leerlo con recelo. Al fin y al cabo, la relación de Ackerlay con su hermana Nancy apasiona por todo lo que nos explica. Pero, sobre todo, embarga por todo lo que insinua y nunca llega a decir del todo. Arrebata porque aborda lo vivido con tanta apertura como la de ese último párrafo amargo y venenoso.