Si estás leyendo esto, seguramente sepas que Mew es un grupo único que suena como pocos hoy en día. Si, por el contrario, llegas aquí desde la ignorancia y, quién sabe, con curiosidad, ahí va una poco ortodoxa lista para describir tan poco ortodoxo sonido: Los polvos pica-pica que estallan cuando muerdes un caramelo. El abrazo de un tierno Pokemon de ojos vidriosos, justo antes de convertirse en monstruo sanguinario. Una tormenta de neón. El momento en que el gusano recuerda, con pesar, cuando era mariposa. Un piano de cola quemándose en la nieve. El penúltimo jadeo de un unicornio moribundo. Los focos de un estadio gigante encendiéndose en la madrugada. En el escenario de ese estadio aparecería una banda, a punto de tocar para una cheerleader que llora sola en la grada. Esa banda sería Mew.
Y ahora vayamos con el disco que nos ocupa, «+-« (Play It Again Sam, 2015). Hacía cinco años que el cuarteto danés no mostraba nuevo material. Y doce desde que lanzaran «Frengers» (Sony Music, 2003), su obra maestra. Por eso ha sido fácil olvidar lo que supone escuchar a Mew por primera vez. Lo más normal es que al principio reine el desconcierto: momentos que no desentonarían en un recopilatorio de pajas mentales de Katy Perry abruptamente desembocan en destellos de prog-rock. La infantiloide voz de Jonas Bjerre aletea sobre potentes riffs metaleros que de inmediato mutan en océanos de algodón dulce, presididos por un piano que gime de dolor. ¿Cuántos tienen la valentía de, con un rifle tan corto, querer apuntar tan alto? Ahí está la épica sintética de M83, y las horteradas de Twin Shadow. Pero Mew no tienen ambición comercial. Ellos sólo proyectan sueños en cinemascope.
Siempre me han parecido un grupo extraño, incongruente; y por ello, fascinante. Un grupo que pudo ser Coldplay, y prefirió ser King Crimson (con litros de purpurina por encima). Si alguien merece el adjetivo de “pop progresivo”, esos son ellos. Para el no iniciado, algunos pasajes parecerán un desenfreno de armonías aleatorias donde, a cada paso, parece que el siguiente acorde va a ser determinado por la bola que un señor ciego saca de un bombo de lotería. Nuevos arpegios se cuelan como intrusos en una casa abarrotada de gente. Disonancias aparecen cuando ahí se esperaba una consonancia, y viceversa. Y todo esto, sin dejar de parecer un grupo de pop. Siempre me ha llamado la atención la cantidad de jovencitas adolescentes en sus conciertos, como si de una boyband al uso se tratara. Pero esto no es juego de niños, más bien el juego de un lobo con piel de cordero.
Como siempre, un disco de Mew merece ser escuchado de principio a fin, y no más de una, dos o tres veces. Más de cuatro. Y quizá a la quinta o sexta escucha, o a la séptima, depende del oyente, se hará la luz. Y llegará el inevitable momento Mew: ese glorioso momento en que todo encaja, el corazón aplaude y el cerebro sonríe con satisfacción diciendo para sí: “lo pillé”.