La película «Metrópolis» fue resultado de la alianza del matrimonio entre Fritz Lang y Thea von Harbou, responsables de la dirección y el guión respectivamente. Poca discusión existe sobre la importancia de este filme y su posterior influencia: «Metrópolis» se considera uno de los máximos exponentes del expresionismo alemán en las artes cinematográficas. En ella destacan el uso de las imágenes y el montaje mediante los cuales Lang expresó el dinamismo de la ciudad, la explosión industrial y el ritmo acelerado de la máquina; la importancia de la estética arquitectónica como articulación de la diferencia de clases, combinando la arquitectura social de la Unión Soviética y los incipientes rascacielos norteamericanos; y la sofisticación en el vestuario y en la interpretación que presentan a una masa indiferenciada, la clase trabajadora, cuyas condiciones de vida lindan con lo grotesco en oposición al comopolitismo de los personajes de la urbe.
La película del binomio Lang-von Harbou construye una distopía por la que se ofrece una visión de la sociedad, del ser humano y de su contexto, y, sobre todo, de las contradicciones que emergen de ese modelo: en un mundo futuro en el año 2026, una capital se organiza en dos estratos, por un lado, aquellos que controlan su funcionamiento y, por otro, los cuerpos necesarios para que cada día se ponga en marcha. La gran ciudad que colma de satisfacciones y necesidades a la mitad de sus habitantes y que ofrece protección y seguridad al conjunto, es posible gracias al funcionamiento de las máquinas que son alimentadas con el trabajo diario de cientos de personas.
La novela de Thea von Harbou, publicada ahora en nuestro país por Gallo Nero, escrita pocos meses después del rodaje de la película, no difiere demasiado de la versión de la gran pantalla. Es más, el visionado de la cinta puede servir de guía durante la lectura de este libro que en algunos momentos plantea algunas dificultades en su secuencia narrativa. Desde el punto de vista del argumento, sólo aporta algunas escenas que no se encuentran, ya sea por descarte u omisión, en el montaje final del negativo realizado en el año 2001 tras la recuperación de algunos fragmentos perdidos. Estas escenas adicionales no alteran ni la trama ni el resultado final del libro en relación a la película, pero sí nos sirven como información adicional al esquema que la escritora planteara en el guión de «Metrópolis«.
El mayor interés en la lectura de esta novela reside en la manifestación de sus influencias literarias que son, al mismo tiempo, expresión del pensamiento y del universo de la propia escritora. Si la estética expresionista -a través del ritmo narrativo construido a través de imágenes, la estética basada en lo arquitectónico, o la importancia de la música, la interpretación o el vestuario- va de la mano de Fritz Lang, el texto revela la dimensión simbólica del conflicto narrado, cuya responsabilidad es de Thea von Harbou. La novela, en la medida en que permite mayor extensión, permite la amplitud suficiente para la representación de los problemas y, además, da cabida a otras digresiones que reflejan las ideas motores en la narración: el papel del individuo en la sociedad, la libertad y la capacidad de vivir con autonomía o el amor como propulsor de una sociedad más justa. Es más, si bien la propia autora manifiesta en la cita introductoria del libro que su escrito “no sirve a ninguna causa, partido o clase”, de su lectura y del análisis de sus influencias se desprenden algunas notas que apuntan a una visión personal del mundo e, incluso, a su propia ideología.
Tanto en la forma como en el contenido, la novela de Thea von Harbou encuentra vínculos con la literatura y el pensamiento clásicos. En este sentido, se pueden encontrar diversas conexiones con ejemplos de la literatura griega y romana, por ejemplo, en el propio tema del libro: «Metrópolis» plantea una idea del hombre como prodigio de la creación al que condena su propia inteligencia. Ya Sófocles proclamaba esto en su obra «Antígona» a través de la intervención del coro en un canto al ser humano “muchos son los portentos; nada tan portentoso como el hombre” que concluía con “solo contra la muerte, jamás vislumbrará escapatoria alguna; aunque sabe escapar de las enfermedades más tediosas”. Thea von Harbou expresa algo similar en su novela cuando el personaje de María relata la construcción de la Torre de Babel -centro de Metrópolis edificado para el control de la ciudad-: “¡Grande es el mundo y su Creador! ¡Grande es el hombre!”. Pero, en «Metrópolis», la conclusión a la que llegan los personajes que dirigen la ciudad es bien distinta. Para estos, la grandeza del hombre se traduce en la confianza ilimitada en sus propias capacidades, en el desarrollo tecnológico y el poder de la máquina.El cerebro de Metrópolis, Jon Frederer, lo manifiesta de la siguiente forma: “Que los hombres se agoten tan rápidamente ante las máquinas, Freder, no prueba la crueldad de la máquina, sino la deficiencia del material humano”. En un deseo de avanzar hacia esa perfección, el inventor Rotwang crea un ser que, inspirándose en lo humano, tiene como objetivo dominarlo, mitad hombre y mitad máquina, planteando una nueva metamorfosis. Serán ese determinismo, la exaltación de lo tecnológico y el desafío de convertir al ser humano en un creador a la altura de un dios, superando y obviando su propia naturaleza mortal, el origen de la tragedia de la ciudad de Metrópolis.
Otra de las fuentes fundamentales de la obra de Thea von Harbou es la religión y, en concreto, el pensamiento cristiano. En el libro existen múltiples referencias a esta doctrina tanto simbólicas como narrativas. La oración que marca el conjunto del relato repitiéndose como un mantra “entre el cerebro y el músculo debe mediar el corazón” expresa el conflicto entre una masa indiferenciada que no está en condiciones de tomar las riendas de su futuro, “la capacidad del obrero no intelectual disminuye de mes en mes”, y la necesidad del cerebro que, a modo de guía y partiendo de la razón, organice el movimiento hacia esa sociedad mejor. De esta forma, para la consecución de ese objetivo es necesaria la colaboración de un tercer elemento mediador, el corazón, expresión de la bondad y el amor. En este sentido, en la obra de Thea von Harbou subyace una actitud anímica cristiana como característica conciliadora capaz de abordar lo común por encima de todas las aspiraciones particulares.
De alguna manera, no es difícil relacionar estas ideas con el contexto ideológico en el que participó la escritora. Si bien fue una mujer tremendamente moderna para su época -intelectual, independiente económicamente y ya divorciada cuando contrajo matrimonio con Fritz Lang-, Thea, de origen noble, encontró acomodo en el partido Nacionalsocialista -hecho que provocó la emigración de Fritz a Estados Unidos huyendo del dogmatismo y la censura, rompiendo una de las parejas más interesantes de la historia del cine-. La von Harbou, mucho más interesada en estos ambientes, siguió en Alemania cosechando éxitos en la industria cinematográfica del Tercer Reich. Tras la Segunda Guerra Mundial pasó en prisión un breve periodo, hasta que, en 1954, después de la proyección de uno de sus filmes en un acto de homenaje, resbaló a la salida del cine en un accidente que provocaría su muerte días después.
[Daniel López García]