McEnroe toman su nombre del apellido de aquel genial tenista temperamental que perdía, con gran facilidad, los estribos sobre la pista. Pero este carácter contrasta con la calma y la pausa que el grupo vizcaíno imprimió a su devenir musical. Estirando la analogía tenística, el juego del actual sexteto liderado por Ricardo Lezón se asemejaría más al de Federer (¿existe alguna banda que se llame así?), pleno de elegancia, efectividad y pulcritud. Tres propiedades que se suelen asociar a la obra de los de Getxo, compuesta por “El Sur de mi Vida” (autoeditado, 2004), “Mundo Marino” (Subterfuge, 2008) y su última pica hasta este momento, “Tú Nunca Morirás” (Subterfuge, 2009), discos que destacaron por una intensidad sonora y una crudeza compositiva que situó a McEnroe entre lo más granado del (post)rock sedoso facturado en España. Su estilo, igualmente profundo, sensible y alegórico, no tenía nada que envidiar al de las influencias anglosajonas con las que siempre habían sido emparentados y comparados (desde Red House Painters a Windsor For The Derby, pasando por Mojave 3). Sin embargo, las aparentes analogías entre los vascos y sus coetáneos extranjeros se rompían relativamente en cuanto se descubría la forma en que los getxotarras aplicaban su idiosincrasia a la música construida y a las historias relatadas, confeccionadas con retazos de relatos entre personales y universales, reconocibles por cualquier oyente independientemente de su situación, clase y condición.
En McEnroe, la lírica (elaborada) es tan importante como el envoltorio (atractivo y magnético). En este sentido, “Tú Nunca Morirás” se tomó como su cumbre creativa al aunar, de manera excelsa, los dos aspectos fundamentales de cualquier canción: los textos, tratados por Lezón con extremo cuidado, y la instrumentación, en cuya riqueza había tenido mucho que ver Abel Hernández, encargado de la producción. Al conocerse que el madrileño no intervendría en la concepción del quinto álbum de los vizcaínos, “Las Orillas” (Subterfuge, 2012), se empezó a barajar la posibilidad de que su sonido diese un leve giro en su apariencia. No obstante, el resultado final difiere de esa consideración gracias al trabajo en el estudio, mano a mano, entre el propio grupo y Raúl Pérez, conocido por sus colaboraciones con Blacanova y Pony Bravo. Ambas referencias son muy válidas para acotar el terreno por el que se mueve este LP: por un lado, la nostalgia desmenuzada en la penumbra de los primeros; por otro, en menor medida, la aridez espartana de los segundos. De hecho, “Las Orillas” arranca a degüello con “La Palma”, que se inicia con un acorde de guitarra seco y punzante para luego dejarse moldear, como el cristal en medio del fuego, por la tenue voz de Lezón.
El ambiente costero que se deriva del título del álbum y de algunos de sus cortes impregna cada una de las palabras que se encuentran en su interior. Las zonas próximas a la línea que separa el mar de la tierra suelen representarse como un espacio en el que fijar recuerdos de determinados sucesos y las caras de sus protagonistas. Aquí sirven de marco perfecto para que el verano fatal de “Agosto 94” o el salitre pegajoso de un amor imposible descrito en “Vistahermosa” (que parece la versión adulta de la planetera “La Playa”) aún perduren en la memoria del que lo sufrió. Si hubiera que elegir un lugar apropiado para dejarse mecer por la tierna sonoridad de “Las Orillas”, sería un muelle, un embarcadero o alguna roca perdida entre la arena desde la que tocar las olas en el punto en que se van deshaciendo, sobre los que permitir que los pensamientos se introduzcan en océanos de optimismo (“Las Mareas”), en reminiscencias de un pasado nunca olvidado (“Astillero”, que explota hacia el final con una percusión a modo de batería de cañones) o en escenas de un presente que hay que aprovechar al máximo (“Mundaka”).
Fuera da esa atmósfera marítima, McEnroe mantienen bien viva la hoguera de las emociones rotas acudiendo a la poética quebradiza de la solemne “Arquitecto” (el teclado de Olivier Arson la eleva a un nivel místico), el ritmo sedoso de la ascendente “La Casa Noroeste” (los coros y el piano desembocan en un impactante estribillo: “Extraña forma de vivir, estar pensando siempre en ti; extraña forma de morir, vivir pensando en ti”) y la pesadumbre inevitable de “En Mayo”. A medida que se debilitan estas llamas, se puede apreciar cómo los rescoldos no se apagan del todo y aún iluminan el horizonte del litoral sobre el que se ubica “Las Orillas”, otro retrato minucioso firmado por McEnroe que refleja con mesura la emotividad del discurrir, lento y amargo, de los vaivenes del amor cuando sus dos protagonistas los convierten en un toma y daca con un claro perdedor. Igual que ocurre en los enfrentamientos tenísticos que se eternizan en el tiempo pero cuyo resultado definitivo se intuye claramente de antemano.