El martes daba por finalizada la primera temporada de MasterChef España, el reality de cocineros amateurs que ya han visto en más de cuarenta países y que tardaba en aterrizar en el nuestro país. A lo largo de trece programas, quince personas anónimas, escogidas de entre un abundante casting nacional, competían fogón va fogón viene para conseguir el beneplácito de tres chefs que hacían las veces de jurado, a cada cual más jodío: Pepe Rodríguez, aka el hombre que come con todo su cuerpo; Jordi Cruz, aka el chico que parece su propia figura de cera; y Samantha Vallejo-Nágera, la mujer a un moño pegada. Ante ellos doce concursantes, cada cual de su padre y de su madre, aportaban cada uno un poco de la sal y la pimienta de la cocina casera española y dieron lo mejor de sí para hacerse con los cien mil euros de premio, la posibilidad de publicar su propio libro de recetas y realizar un curso en la prestigiosa escuela de cocina «Le Cordón Blé Madrí» (todo esto dicho con voz de Eva Rodríguez).
Masterchef empezó mal. Como diría Jordi Cruz, «mal de cojones«. Los que ya conocíamos el formato (yo estoy enganchada a la versión americana) recelábamos de cómo iba a adaptarlo Televisión Española y, aunque con el paso de las semanas han ido rectificando errores sobre la marcha, su arranque fue irregular y aburrido. Fueron casi dos horas y media de programa que en algunos momentos se hacían tediosas, lejísimos de los escasos sesenta minutos de la versión de Gordon Ramsay, que pasa volando. La primera entrega no caló del todo en la audiencia (consiguió un dudoso 10% de share), aunque su atractivo formato consiguió llamar la atención de un espectro de público de lo más variado: desde jóvenes ávidos de nuevos realities que destripar en las redes sociales hasta amas de casa y padres que fliparon con el despliegue de talento y los intríngulis de presenciar un auténtico concurso de cocina. Un espectro de audiencia que ayudó a remontar los decepcionantes resultados de los primeros programas y que, al mismo tiempo que desde la protectora le pasaban la ITV al montaje, mejoraban el ritmo y le añadían intensidad, se encargaba de hacer correr la voz y poner en marcha la inefable maquinaria del boca-oreja. Y así, trece programas después, cinco millones y medio de españoles se congregaban delante de la tele para ver cómo Juan Manuel, el camarero bonachón de Almería que quería cumplir el sueño de su padre, se comía a Eva la cordobesa con un carpaccio de vieiras, un bacalao confitado con base de cocochas y un tartar de fresones con tempura de pétalos de rosa que le merecieron ser el ganador de la primera edición de la versión española. Y con él, MasterChef se convertía en el reality familiar de-fi-ni-ti-vo.
Seguramente, en los headquarters de Televisión Española (y en el de todas las productoras audiovisuales) ahora mismo se estén rayando la materia gris cual queso parmesano para desentrañar las claves que han conseguido que un programa que empezó teniendo dos millones de espectadores haya más que doblado la audiencia en su final y conseguido un impacto inédito en las redes sociales. Juan Manuel, Fabianín, Maribel y Cerezo ya son estrellas de la tele. No se ganarán la vida haciendo bolos en discotecas de tres al cuarto de la Hispania Profundis, pero seguramente rentabilizaran más que bien su paso por el programa (la Reina de las Alcachofas de Benicarló que ni era de Benicarló ni nada ya ha tenido su propia portada en Lecturas… ¿Veremos a Eva en Interviú tapando sus vergüenzas aguantando una olla con caldereta de pescado?) y los tres chefs han multiplicado su popularidad (bueno, Samantha puede que haya conseguido hundirla más). Nosotros no tenemos la clave, porque que me aspen si sé lo que piensa España, pero sí intuyo qué factores han ayudado a su incontestable éxito:
EL FACTOR «MIRA Y APRENDE». Uno de los grandes fallos que se le achacaron a nuestro MasterChef fue que uno acababa no teniendo ni repajolera idea de lo que cocinaban los concursantes: aquello era un reality, sí, pero de cocina rien de rien. La productora rectificó pronto (la maniobra sólo tardó tres programas en llegar) y no tardaron en adquirir más protagonismo los procesos de los platos, se mostraban extractos de las master classes que recibían entre semana y se invitaba a populares chefs que les daban las claves de un plato insignia para que ellos lo replicaran. Con esto, MasterChef ya no era el Gran Hermano de los fogones, sino que pasaba de ser un reality de voyeur a un reality didáctico. Y esto nos lleva al siguiente punto…
ES DE LOS POCOS REALITIES QUE NO OFENDEN TU INTELIGENCIA. Ver realities está mal visto. Es así. Años y años de «Gran Hermano«, «Hotel Glam«, «Supervivientes» amañados y talent shows musicales que no hacen sino agrandar la mediocridad del panorama pop mainstream español han hecho que la gente vea los realities igual que sufre las hemorroides: en silencio. Si bien es cierto que los Granjeros que Buscan Esposa, las Madres Que Quieren Casar A Su Hijo y los Príncipes para Corina tienen una buena aceptación social, esta se debe principalmente al interesante factor irónico que desde los propios programas se explota. Sin embargo, MasterChef es un programa que puedes ver y comentar con tus padres sin miedo a sentir abismos generacionales o fallos en el canal del humor. Es así y va de lo que va. Y, a veces, pasan cosas divertidas, serias y emocionates en medio que hacen que luzca más.
HA SIDO UN PROGRAMA VIVO, EN EVOLUCIÓN CONSTANTE PARA MEJORAR. Por fin, desde las grandes cadenas, se hace caso a la gente y no nos debe caber ninguna duda de que debemos darle las gracias a las redes sociales. Porque la audiencia indica lo que escoge la gente, pero no te señala por qué lo hace. Twitter, Facebook y los blogs funcionan como perfecto análisis de campo en tiempo real. Cuando en las redes sociales y en blogs especializados se puso a en seria duda el éxito del formato (Mikel el Comidista, por ejemplo, fue de los primeros en ponerlo a caldo en público), desde las alturas tomaron nota. Mejoraron el ritmo, le dieron más vidilla a nivel interactivo -trazando puentes entre la tele y la propia web- y lo anunciaron más y mejor para que la gente se enterara de que teníamos chica nueva en la parrilla. Rectificar es de sabios. De nada.
JOSÉ DAVID Y MARIBEL, EL YING Y EL YANG. Ante todo, esto es un reality. Y, como tal, necesita conflicto. Interno y externo. No sé si los responsables de cásting eran conscientes del cocido que se iba preparar con los dos valencianos, pero ahora mismo deberían estar brindando con una botella del cava más caro. Por un lado teníamos a José David, el informático marisabidillo que calentaba cosas en bolsas de plástico y replicaba recetas de los libros de cocina de chefs famosos y que, por lo general, caía mal. Se las daba de moderno y de guay. Por otro teníamos a Maribel, una ama de casa con cierta diarrea verbal que representaba la cocina española más tradicional, jugaba to the max la carta de «las personas mayores» y que pronto consiguió la empatía de todo el respetable. Le pidieron que hiciera un plato que le recordara a su infancia y ella hizo una tortilla de patatas. Con todo su coño. Furia de Titanes. Las Dos Españas. Y resultó que, encima, entre ellos se llevaban mal. Win, win, win.
FABIANÍN Y LA APUESTA POR LOS MÁS JÓVENES. En MasterChef (USA), Ramsay y sus secuaces se encontraron con un Fabián en la tercera edición. Un efebo de 18 años que cocinaba como los ángeles. Tuvieron dudas, pero no les pudo la ñoñería: no lo seleccionaron y lo justificaron diciendo que, teniendo tamaño talento, aquel chaval aún tenía que aprender y cocinar mucho más hasta jugar la carta del reality. Que aprendiera y que, cuando estuviera más cocido, volviera a intentarlo. Spain is different y estamos en un momento en el que necesitamos saber que hay gente joven que no se gasta la semanada en porros y cerveza barata. Fabianín es el futuro. Nuestro futuro. Deberíamos estar orgullosos.
EVA Y JUAN MANUEL, EL TRIUNFO DE LA HUMILDAD. Aunque Samantha le espetara a Juan Manuel que allí iban a hacer alta cocina y no «platos combinaos«, MasterChef es, ante todo, un concurso de cocineros caseros y amateurs. Que luego se vuelven sofisticados y hacen filigranas ya es otra historia. De entre todos, quedaron finalistas un camarero y una bióloga con familia numerosa a la que le había abandonado su pareja días antes de entrar en el concurso. Ni los aires (literales y figurados) de José David ni las pijadas sobre platos de pizarra de Efrén consiguieron tumbar el carisma de los dos andaluces finalistas o empañar la tremenda empatía que, inevitablemente, despertaban en el público con su humildad y sus incombustibles ganas de aprender. Todos necesitamos saber que podemos empezar haciendo un «plato combinao» y podemos acabar ganando MasterChef como Juan Manuel. Es la metáfora más bonita posible, ¿no os parece?
LOS TRES MOSQUEPERROS. Está claro que un barco no llega a puerto sin un buen capitán. Los tres jueces entraron con el pie bastante torcido, tiesos como palos e interiorizando un papel que no les pegaba nada. En MasterChef (USA) los papeles de los jueces están claros: Joe Bastianich es el estirado, Ramsay es el poli malo y Graham Elliot el poli bueno. Entre los españoles se repartieron los papeles, pero sólo fue Samantha la que se quiso quedar estanca en el rollo de estirada (que es el suyo… pero lo hacía fatal). Pepe y Jordi, en cambio, encontraron su espacio a los pocos programas y pronto quedó claro que era lo que necesitaba el formato: más que replicar otras versiones, adaptarlas a quien tiene que llevarlas a cabo. Así, con el paso de las semanas Pepe se ha desvelado como un cachondo mental (lo de la reanimación del pollo de Noé pasará a los anales) y Jordi ha acabado siendo el verdadero «bizcochito» de MasterChef (España).
FAMOSOS, FAMOSILLOS Y FAMOSETES. El factor celebrity es imprescindible en este tipo de programas, y MasterChef ha sabido combinar a la perfección «la excelencia» con la morralla. Por el set del programa han pasado las grandes figuras de la gastronomía española que se han mostrado en todo momento de lo más cercano, lo que demuestra que nuestros chefs, por lo general, no son cocineros fashion relamidos, sino gente más o menos llana con los pies muy en la tierra que, sobre todo, aboga por la humildad y el buen hacer. Desde dos de los hermanos Roca (recién llegados de recibir el premio al Mejor Restaurante del Mundo) hasta el gran Ferràn Adrià, que fue el encargado de entregar el premio (y al que deberían subtitular en todas sus apariciones televisivas). Las pruebas en el exterior sirvieron para resucitar muertos televisivos que siempre es diver ver en dosis muy ajustadas (Pocholo y Carmen Lomana fueron algunos de los «selectos invitados» a la comida del Ritz), para promocionar producto televisivo propio (dieron de comer al equipo de «Isabel«, la nueva serie de La Primera sobre Isabel la Católica) y recuperaron figuras del teatro y el faranduleo patrio como Lola Herrera y Rafael Álvarez «el Brujo» que, como bien dijo Fabianín «debieron haber sido el David Guetta de su época«.