Detrás del modesto título de «Mandarinas» se esconde una joyita de obligado visionado: brutalidad y compasión sin sentimentalismos barateros.
«Mandarinas» es, sin lugar a dudas, un película paradigma del menos es más. Sobre todo cuando nunca pretende ser lo que no es ni disfrazarse con los ropajes de la grandilocuencia pornomiserable a lo Angelina Jolie en «Tierra de Sangre y Miel«. No, «Mandarinas» es, bajo el pulso de su director, Zaza Urushadze, algo más que una película de guerra o sobre guerra: es una película sobre el significado de lo que es o debería ser ejercer como ser humano.
La concreción es la baza fundamental en la que se asienta la narración: se describe el conflicto con muy poco, de forma clara y entendedora porque, en el fondo, aunque estemos en medio de una guerra civil de ex-repúblicas soviéticas, lo que aquí quiere trascender es el mensaje universal, no los colores de una bandera u otra. Sí, se puede acusar a la película de una cierta incapacidad de generar sorpresa o incluso tensión; pero este es un reproche que, sin embargo, se antoja injusto puesto que Urushadze en ningún momento pretende nada de ello. Lo que sí quiere mostrar «Mandarinas» es un punto de vista de un conflicto asumiendo el rol de isla de civilización, de nobleza, de pacifismo dialogante que no tienen nada que ver con el buenismo trasnochado unicornial. No, la casa donde transcurre la acción podría ser una especia de templo, de remanso de cordura y civilización, lo que no es óbice para limitar la visión a los cuatro muros sobre la que se erige.
Cuando toca, «Mandarinas» expone de forma clara y concreta la barbarie, el sinsentido de la guerra, pero sin innecesarias exposiciones de violencia o sangre. Las conclusiones se extraen a partir de la contraposición de factores, de la contradicción estúpida que supone estarse matando en nombre de algo cuando a través de la palabra se demuestra fehacientemente que se puede llegar no sólo a “acuerdos” o compromisos, sino incluso al fomento de la amistad sincera.
Esta no es, pues, una película para cínicos. Pero, al contrario de lo que pueda parecer, tampoco es una producción new age para aquellos amantes del pacifismo de los mundos de Yupi. «Mandarinas» fluye como un río largo y tranquilo, con sus piedras en el camino, naturalmente, y por ello no es un película para convencidos del pacifismo, sino más bién una honda reflexión, casi bordeando la filosofía estoica; una invitación desde la construcción formal desnuda, desde la cámara para que cada uno saque sus propias conclusiones. Dejando de lado la fabulosa interpretación de sus actores y el reposo formal que consigue asentar el tono zen de la película, hay que agradecer fundamentalmente a «Mandarinas» su vocación contraria a la dedocracia, al didactismo de parvulario que suele acompañar a este tipo de producciones. En el fondo, estamos ante un canto a la belleza, a la capacidad del ser humano de hacer florecerla en medio incluso del fango más abyecto. Creerlo o no queda en manos de la audiencia.
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