Los grandes mitos también necesitan actualizarse… Y por eso es de agradecer que Elisabet Riera libere a Lolita de sus múltiples cadenas en «Luz».
Incluso un mito como el de la Lolita, esa Lolita que tantas otras Lolitas ha generado en el último siglo de literatura, necesita ser actualizado para seguir teniendo sentido en el siglo 21. Y es que, por mucho que en su momento Nabokov impulsara una ruptura en el tejido de la moral de su época al plantear la realidad de esos niños que no solo viven la sexualidad a temprana edad, sino que incluso pueden recrearse en ella con cierta voluntad de juego (a veces más inocente, a veces más perversa), lo hizo partiendo de un lastre considerable: la propia figura de Humbert Humbert. O, por lo menos, la culpa que corroía a ese personaje al saberse en falta de todo tipo: moral, legal, humana.
El cambio de siglo, sin embargo, ha traído un aperturismo moral considerable en el que, de repente, hay conceptos del siglo pasado que, directamente, son inoperantes. ¿Cuántos de nosotros podemos seguir apasionándonos, por ejemplo, con una ficción que base su impacto en algo que ya ha dejado de ser escándalo como pueden ser unos cuernos? ¿Cómo vamos a seguir hablando de Lolitas cuando la sobrexposición al mundo virtual ha llevado a los niños a madurar sexualmente a edades cada vez más tempranas? Al fin y al cabo, puede que el mundo no necesite poner en su sitio al mito de Lolita… Sino, simple y llanamente, liberar de culpa a Humbert Humbert.
Eso es precisamente lo que hace Elisabet Riera en su pletórico «Luz«, libro editado en nuestro país de la mano de Sexto Piso. Liberar a Humbert Humbert… aunque para ello también tenga que volver a enmarcar la propia figura de Lolita, que en este caso es la propia Luz del título de este libro que arranca cuando la protagonista vuelve a su (diminuto y rural) pueblo natal tras una ruptura con Kate, la (ex)pareja de la que siente la necesidad de alejarse por mucho que eso signifique huir del Londres en el que ya había echado raíces para volver a España, Catalunya, cerca del Pirineo.
La protagonista, que habla en primera persona en este libro que realmente es una extensísisma carta a la propia Luz, regresa a una casa vacía de personas pero llena de fantasmas: el espectro de su padre, siempre silencioso y distante; el hectoplasma de su madre, que la abandonó cuando ella todavía no tenía uso de razón; las apariciones de sus abuelos, que ante la revelación de la opción sexual de su nieta prefirieron forzar y mantener la distancia. Todos habitan una casa inhóspita en la que la oscuridad solo puede ser ahuyentada de una forma: dejando que la Luz entre a raudales.
Y ese es el papel que juega Luz, una niña de doce años que se planta en la puerta de la casa de la protagonista plenamente consciente del juego que van a jugar a partir del momento en el que ella pulse el timbre… Ahí está lo sublime de «Luz«: en que las dos protagonistas, pese a la diferencia de edades y de puntos vitales desde los que vivir el romance (no es lo mismo entregarse al amor con el corazón intacto y por estrenar que con el corazón roto y parcheado con tiritas), se entregan a ese mismo romance con naturalidad, conocedoras de lo que va a ocurrir, sin sentimiento de culpa, sin dar tregua a la tara social de lo anormal.
Que lo dicho, sin embargo, no lleve a engaño a nadie: el hecho de que las protagonistas abracen su romance de forma natural no significa que se lancen de cabeza a él. Como en todo romance, hay una necesidad de vivirlo primero apartado de los ojos de los demás (sobre todo porque, tal y como dice la protagonista, «querer saberlo todo de todo el mundo es un vicio de pueblo pequeño«). Y, como en todo romance, hay unos tempos internos en los que el deseo se va cocinando a fuego lento, muy lento, lentísimo… Hasta que la olla a presión explota.
De hecho, en el caso de «Luz«, el deseo se cocina en unos fogones tradicionales que implican un reparto de papeles de maestra / alumna: la protagonista se erige en profesora (vital, cultural… moral a través de lo que no se dice más que de lo que se dice) que, usando ciertos libros y poemas, irá abriéndole a su pupila nuevos mundos llenos de posibilidades. El «Orlando» de Virginia Woolf, el mito de Démeter, la omnipresente Safo, la «Carol» de Patricia Highsmith y, claro, «Lolita«, siempre «Lolita«, serán algunas de las cartas con las que estas dos jugadoras se lanzarán a una partida en la que hay que mantener el misterio y la cara de póker. Al menos, hasta que se pongan las cartas sobre la mesa.
Un proceso que, además, ambas vivirán conscientes de que es más valioso todavía precisamente por ser una crónica de una muerte anunciada. Para Luz, es el primer fogonazo del amor vivido como un extravío de verano. Y la protagonista ya sabe cómo acaban este tipo de historias: «Tú, al contrario que yo, mostrabas una seguridad creciente que me desarmaba. Cada vez que te veía, detectaba en ti cambios ínfimos, que te acercaban un poco más a quien deberás ser, a quien serás a partir de ahora, y mi deseo se aferraba nostálgicamente a tu cuerpo de niña que desaparecía, que se transformaba, a tu cuerpo que decía adiós«.
Un proceso que, evidentemente, ha de llegar a un clímax sexual que solo puede vivirse como colofón de un clímax de transmisión cultural: «El mismo interés que habías mostrado por las lecciones de Literatura y de Inglés lo dirigías a tu cuerpo, al aprendizaje del deseo. Al igual que antes, también habías elegido una vía indirecta: absorberlo a través de mí«. Un proceso en el que, por si no ha quedado claro todavía, no ha espacio para la culpa: «Hacértelo con toda la conciencia del mundo y sin ninguna culpa. No, no sentía ninguna culpa, si es que alguna vez te lo preguntas o te lo has preguntado. Era consciente de quién eras tú y de quién era yo«. Ya era hora de que alguien se atreviera a liberar a Humber Humbert de su culpa… y a Lolita de sus cadenas de perversión. Gracias, Elisabet Riera. Infinitas gracias. [Más información en el Twitter de Elisabet Riera y en la web de Sexto Piso]