«Lost River» de Ryan Gosling prueba que, sin el cocinero adecuado, los ingredientes de calidad no conducen a nada más que un plato mediocre.
La opera prima de Ryan Gosling como director se esperaba con expectación en varios y muy diferentes círculos: la prensa más comercial exigía saber qué había sido de aquel que una vez fue Noah Calhoun, sex symbol de toda una generación de chicas que, pasada ya la época de Leonardo DiCaprio en el Titanic y con las recientes canas de Brad Pitt, buscaban a una cara nueva que ocupase sus portadas. Por el otro lado, estaban todos esos a cuyas vidas llegó años más tarde a manos de Nicolas Winding Refn y su «Drive«: actor que, con su distintiva falta de expresividad, lucía brillante bajo los baños de colores que se proyectaban sobre él. Refn se dio cuenta pronto de lo que esto hacía a sus películas, en los que priman los sentidos, y Gosling no tardó en convertirse en uno de sus actores fetiche (como años antes lo había hecho Mads Mikkelsen).
Teniendo en cuenta ese último tramo de su carrera como actor y añadiendo a su filmografía la aclamada «Blue Valetine» o el bien intencionado pero fallido «Cruce de Caminos«, era inevitable que el público temblase ante las posibilidades del niño mimado por todos que ahora se unía a la larga lista de actores que querían adentrarse en el mundo de la dirección. Quizás esté ahí el problema. Gosling parece más un niño mimado y caprichoso que ha querido integrarse en el grupo de Cool Kids del cine contemporáneo (Harmony Korine, Nicolas Winding Refn, Gaspard Noé…) a base de rabietas. Pero su estilo queda aún indefinido, más como un pastiche de estos directores que algo propio: ahora quiero ser Malick, ahora quiero ser mi amo y maestro Refn.
«Lost River» no es tan insultante como la crítica que salió de la sala en pleno visionado en Cannes afirmaba, pero carece de la unión que debería esperarse de una película hecha y derecha. Está ausencia de homogeneidad es la que hace que el film se mantenga extraño en todo momento, como algo lejano y sin alma. Más que la propia película, lo que resulta ofensivo es el desaprovechamiento de sus múltiples recursos.
El film cuenta la historia de una madre y su hijo que son obligados a tomar medidas drásticas en sus vidas para conservar la casa donde han vivido desde siempre. Con un tono de cuento de hadas tétrico y decadente, los débiles se levantan contra los fuertes en una ciudad fantasma construida sobre los cimientos de otra ciudad inundada. Una premisa buena se convierte en pocos minutos en una excusa para aplicar todo lo que ha aprendido de Refn, y excusa barata, puesto que Gosling no domina la técnica de su maestro ni de lejos. La historia se fragmenta y decae pronto, se hacen visibles los agujeros y queda en evidencia que intenta dirigir su río por un cauce que no es el suyo.
En este río lento infestado de bruma se pierden los dos nombres de sus potenciales pilares: Benoît Debie y Johnny Jewel. Debie, director de fotografía amuleto de Noé y con el que dio su forma única a «Irreversible» y «Enter The Void» (y que más tarde se consagraría con la neónica Spring Breakers), vacila entre influencias y cambia de registro conforme avanza la película. Recuerda a otro cinematógrafo contemporáneo, Christopher Doyle, que se hacía añicos bajo el excesivo control de Shyamalan al rodar «La Joven del Agua» (que se puede observar en el documental de 2007 «In The Mood For Doyle«). De la misma manera, bajo el mandato de Gosling, Debie está irreconocible. Johnny Jewel tambie´n sufre, pero no de la misma forma. La música ya estaba ahí: Gosling tenía a su disposición a Italians Do It Better al completo creando una BSO al que pocas películas tienen posibilidad de optar. Chromatics, con su electropop oscuro y cuidado habitual, hacen de la balada instrumental “Yes” una melodía reconocible durante toda la película, pero que sólo se alza en momentos contados que parecen insertados más con calzador que con la armonía que le corresponde.
Sin embargo, si hay que subrayar algo positivo es lo siguiente: Ryan Gosling es un actor y, como tal, es buen director de actores. El mayor logro del film nes sin duda hacer relucir a Eva Mendes, que no sólo cumple, sino que destaca por una buena interpretación. Y es que el terror que causa oír que Mendes aparecerá en una película no-comercial (como pasó cuando se dijo que saldría en «Holy Motors» bajo dirección de Carax) es parecida al que causa cuando Sandra Bullock aparece en cualquier otro film. A parte de ello, Christina Hendricks está soberbia (como es habitual en ella), y más de lo mismo sobre Ben Mendelsohn en el papel de malo (como es habitual en él). Una apuesta arriesgada colocar a Matt Smith en el puesto de villano loco, quien nos tenía acostumbrados a otra categoría de papeles (que justamente ha ganado popularidad por hacer del Undécimo Doctor en la exitosa serie británica «Doctor Who«), pero el resultado es tan acertado como arriesgado. Saoirse Ronan y Iain de Caestecker, a pesar de gozar de más protagonismo durante el film, pasan mucho más desapercibidos a la sombra de los mencionados.
Siendo así, se refuerza la idea de que, sin el cocinero adecuado, los ingredientes de calidad no conducen a nada más que un plato mediocre. En ese intento forzado de ser como los demás se pierde la verdadera película que podría haber surgido de la combinación de los elementos tan interesantes que tenía. Gosling, en este punto, tiene dos posibilidades: volver a centrarse en su carrera como actor o emigrar a algún templo nepalí para encontrarse a sí mismo y su propia voz en caso de que quiera continuar ejerciendo de director.
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