¿Sabes la típica novela de personaje que se retira al campo para superar una ruptura? Pues Federico Falco rompe y sublima esta fórmula en su novela «Los Llanos».
En cierto momento de «Los Llanos«, Federico Falco confiesa que, cuando era joven, se obsesionó con tomar anotaciones sobre todas las películas que veía. Su intención era destriparlas y dejar al descubierto su estructura interna para, así, poder ordenarlas en grandes categorías: el camino del héroe, la comedia romántica, el ascenso social, el extranjero que es percibido como amenaza, el viaje a tierra extraña, el triángulo amoroso, la venganza, el amigo traidor, los amores imposibles… y muchos más.
Si tuviera que catalogar esta novela a la manera del autor, me vería en la obligación de recurrir al subgénero «literatura de ruptura» en su variante «persona que se retira al campo para superar una ruptura». Lo habitual… Un hombre se ve superado por una ruptura (normalmente, fuera de su control: le han dejado). Necesita alejarse de su expareja y del entorno que ambos compartían. Probablemente haya abandonado el hogar común y todavía no haya decidido dónde asentarse en soledad. Se siente totalmente perdido. Está paralizado ante el inminente cambio que va a sufrir el que creía que era su propio mundo estable y perdurable. Así que se aleja de la ciudad y se instala en el campo, donde se deja embargar por el paisaje y por la gente y donde reconstruye las múltiples piezas del puzzle en el que la ruptura ha convertido su vida.
Todos estos lugares comunes habitan «Los Llanos«, como manda el canon. Pero Falco sublima este trilladísimo formato de diferentes formas… Empezando por la sincera y honesta desnudez que recorre una autobiografía que se resiste a ser autobiografía y, definitiva, en ser nada. Se resiste a circunscribirse en cualquier tipo de canon. Porque, en relación con lo explicado en el primer párrafo de este texto, Federico pronto enlaza el presente con su aquella obsesión de juventud que tenía un objetivo tan claro: «Leer alejaba el miedo: suponía que identificando todas las tramas posibles, todas las posibles estructuras narrativas, sabría cómo hacer para que mi historia llegara a buen puerto«.
Dicho de otra forma: el autor reconoce que estaba obsesionado con catalogar las ficciones cinematográficas de su juventud porque creía que aprehender su funcionamiento interno le podría servir para entender la manera en la que estaba destinada a funcionar su existencia. Todos hemos vivido esa ilusión. Todos hemos creído con mayor o menos intensidad que la ficción podía salvarnos la vida, mostrarnos el camino, revelarnos esa verdad última sobre nosotros que se nos resiste.
Pero, sin embargo, Falco tiene que reconocer que su ruptura con el que ya es su expareja, Ciro, no responde para nada a las leyes de la narración habitual. Hubo una presentación y un nudo, claro, pero es incapaz de desentrañar la coherencia del desenlace. «Entender traería algo de alivio: una cadena lógica de acciones, un relato, algo que lleve a un clímax, un enfrentamiento, una crisis, una historia donde las motivaciones de los personajes sean evidentes. Eso es lo que faltó. Eso es lo que no está. Nada que lleve al tercer acto. Ningún punto de giro que explique«, escribe.
Federico huye de su vida en la ciudad, que había edificado usando el cemento del amor de su relación con Ciro, y se instala en el campo con un único objetivo: arrancarle una cosecha al campo de la casa rural en la que se ha aposentado. Pero, descreído y desilusionado ante la falibilidad de la estructura narrativa clásica, Falco no pretende en ningún momento estructurar «Los Llanos» con la mano de hierro habitual en los escritores. Lo que encontramos en las páginas de esta novela son pinceladas detallistas y vívidas en las que, sin orden ni lógica, sin progresión ni evolución narrativa, queda capturada la (difícil) vida en el campo.
La acción arranca en enero, y lo primero que hace el escritor es plantar el terreno. A partir de ahí, intenta que recuperar las riendas de su vida permitiendo asumiendo precisamente que no todo tiene que tener un sentido ni una estructura y abriéndose al mundo que le rodea. «Los Llanos» rebosa de bellísimas descripciones del paisaje y de la cosecha, y también se embarca en una preciosa búsqueda de los límites del lenguaje (como cuando el autor remolonea en la búsqueda de palabras que no parecen existir -o que parece desconocer- para nombrar ciertos fenómenos de la vida en el campo).
La humanidad, sin embargo, acaba encontrando su camino natural hacia Federico y filtrándose por las grietas de su solitario día a día, ya sea en forma del hombre del pueblo cercano que le ayuda a labrar sus tierras (y que siente un divertido odio visceral hacia el vecino) o, sobre todo, a la manera sutil y poética de ese hombre que habita un mágico bosque en forma de recuadro perfecto en medio de los llanos y que se convierte en el aliado final de Falco. Él podría ser el protagonista ideal de cualquier ficción: un hombre que se recluye en un bosque surreal por mucho que ello le traiga desavenencias con la familia.
Pero «Los Llanos» no busca el ideal ni la perfección, sino todo lo contrario. Es pura literatura impresionista en la que el escritor simplemente se deja fluir a través del paisaje, del lenguaje y de su propio pensamiento. Es un divagar que, sin embargo, acaba siendo infinitamente más realista que las habituales ficciones de ruptura a la hora de reflejar la deriva sin rumbo en la que suele sentirse alguien a quien han dejado. Falco destierra de sus letras la épica del dejado que sale fortalecido de una ruptura porque, al fin y al cabo, su búsqueda es otra. «Una vida que intenta armarse en la llanura y el viento que a cada rato la tumba«, escribe. Y es en esta imagen minúscula donde reside el logro mayúsculo de Federico Falco: en asumir que el ser humano es resiliente por naturaleza y que, por mucho que el viento le tumbe a cada rato, volverá a armarse en la llanura. O en la ciudad. O donde sea.
Porque aquí no hay punto y final que valga. Las páginas finales de «Los Llanos» concatenan dos momentos diferentes en los que el autor hace las paces primero con su familia (y el momento en el que por fin sale del armario) y después con Ciro (exponiendo lo ocurrido, deteniéndose en el inevitable «yo dije / tú dijiste«). Y las últimas palabras que Federico Falco escribe, de hecho, sirven para hacer las paces consigo mismo: «Contarse una historia para tratar de estar en paz«. Porque esta novela nunca fue de superar la ruptura, sino de permitirse moldear su nueva vida sin imponerle los mimbres, las estructuras y los clichés de la típica ficción tipo «persona que se retira al campo para superar una ruptura». [Más información en el Twitter de Federico Falco y en la web de la editorial Anagrama]