«Los Jardines Estatuarios» se desarrolla en una situación inmediata y exenta de justificación. El narrador (y el lector) aparecen, de repente, en un mundo aparte; un universo paralelo, un jardín de carácter mítico donde se cultivan estatuas gigantes de piedra, de diversas formas y tamaños. Anónimos jardineros las cuidan, pulen y trabajan, pero sobre todo las aman; con mimo, las guían hasta llegar a su forma natural, que no por casualidad coincide con su forma final: “Para trabajar, aquellos dos hombres desnudos pegaban su cuerpo a la estatua (…). Los vi así, al ritmo del agua, bajando a lo largo del cuerpo de la Venus así sorprendida y sin embargo impávida. Se erguía desnuda, maravillada por haber nacido y muda para siempre en la luz que caía de la tarde” (p. 48).
La primera parte de la novela de Abeille está compuesta por meros informes etnográficos. A medida que su personaje principal se integra, la narración despliega mecanismos que exploran la sociedad (el papel de las mujeres, los hombres, los niños, la importancia de las relaciones sexuales). La historia se expande y se acerca a un mundo fantástico, un territorio prelapsario donde predomina el afán de aventura, la imaginación y la magia. Este mundo, aunque extraño, es sorprendentemente real. Está descrito con minuciosidad. La psicología de los hombres y mujeres que lo pueblan está sujeta a ritos específicos y reglas inmemoriales parecidas a las nuestras, y sin embargo tan distintas: “[En esta tierra] lo que importan son los hijos. Los que mueren sin dejar trascendencia de ellos son una amenaza para el dominio (…). Incluso las parejas formadas dejan de dar nacimiento a los hijos que se esperan de ellos. Y, poco a poco, la situación se va haciendo crítica. No quedan ya más brazos masculinos para cuidar de las estatuas y vigilar sus fontanelas, ni energía femenina para alimentar como es debido a los habitantes (…). Se eligen los más crueles paliativos antes que revocar las viejas costumbres y la eterna tradición del egoísmo” (p. 174).
El norte bárbaro de la provincia es un lugar mítico donde terribles subhumanos amenazan la estabilidad de una sociedad ultra-rígida. No son los villanos de la historia. Nada es sencillo en esta novela. La segunda parte funciona por inversión. Es negativo fotográfico de la primera. El resultado es una novela exquisita, donde el estilo es bello y la historia es simple a fuer de extraña. Al devolvernos un reflejo de nuestros usos y costumbres, Abeille nos da oportunidad de cuestionarlas. Juego de espejos, inversión de valores y propuesta de una nueva filosofía, el juego barroco de «Los Jardines Estatuarios» nos devuelve lo mejor (y lo peor) de nosotros.
Esta novela explora, sobre todo, el proceso de creación. El trasfondo parecen ser los mitos de Sísifo y Pigmalión. Alimentan su prosa decenas de referencias que sin duda harán las delicias de los letraheridos. Al igual que «El Castillo» (1926) de Kafka y «El Mar de las Sirtes» (1951) de Julien Gracq, «Los Jardines Estatuarios» es una distopía. No desvelaremos si los misterios de esta extraña cultura conducen al colapso mundial; si la sociedad acaba sometida a los estragos de invasores bárbaros. “El poder no es nada sin una imagen, de la que obtiene toda su realidad. Una manera determinada de escribir la historia, que usted necesita a toda costa forjar y controlar. Sin esa imagen de usted mismo, a la que aspira con tanta fuerza (…) usted no es más que expresión pasajera de una necesidad de la que nada comprende” (p. 285). Abeille parece sugerir que si bien la escritura no destruye el mundo, prefigura su aniquilación. La literatura nos roba el alma y al hacerlo nos salva. Nos conduce al limbo de los olvidados, que no es otro que el de un raro jardín donde se cultivan estatuas.
Jacques Abeille es pintor autodidacta, miembro del grupo surrealista Parapluycha Burdeos. Realizó estudios de postgrado en psicología, filosofía y literatura y es profesor asociado de artes visuales. Publicada a principios de los años 80 del pasado siglo, «Los Jardines Estatuarios» arrastra desde entonces una injusta fama de maldita. La imagen de portada de François Schuiten, donde se aprecian mares, desiertos y estatuas descomunales en una especie de jardín mítico, redunda en esta idea de obra difícil. La traducción de Lluís María Todó nos acerca este fascinante libro de viajes, este cautivador relato de aventuras.