Resulta interesante considerar la carrera de Jonathan Lethem en contraste con la de Micheal Chabon… Y todo ello en base a algo tan aleatorio (o no) como que los dos libros que situaron a ambos autores en el panorama literario mundial tenían una cosa en común: tomaron la subcultura comiquera y la supieron trenzar con alta literatura consiguiendo el mix definitivo entre lo que tradicionalmente se había considerado baja cultura (el cómic) y la alta alcurnia literaria. Vistos en perspectiva, sin embargo, aquellas dos novelas operaron siguiendo procedimientos muy distintos: «Las Asombrosas Aventuras de Kavalier y Clay» tomaba la estructura literaria más clásica posible, esa que otros habían utilizado para «destapar» diferentes episodios históricos, y la aplicaba a la propia historia de la viñeta; mientras que, por su parte, «La Fortaleza de la Soledad» tomaba una estructura comiquera clásica, esa en la que nacen dos héroes y sus dos respectivas responsabilidades, y actuaba como una termita desde su interior, destruyendo las expectativas tanto comiqueras como literarias.
En su último trabajo, «Telegraph Avenue«, Chabon se alejaba de su zona de confort intentando (y consiguiendo) asimilar el punto de vista narrativo de un protagonista negro, todo ello sin alejarse de unas constantes puramente chabonianas… Y, curiosamente, en «Los Jardines de la Disidencia» también nos encontramos a Jonathan Lethem intentando alejarse de su zona de confort. ¿O acaso se está acercando a lo que siempre ha querido escribir? Sea como sea, hay que reconocer que, pese a que ambos están profundizando cada vez más y más en un pesimismo vital fascinante, el gesto de Lethem es mucho más digresivo que el de Chabon (por mucho que esta comparación no venga a cuento para nada): tras alcanzar una cota de magnificencia absoluta en su anterior «Chronic City«, donde abordaba la paranoia de la vida moderna a través de una historia que ponía en tela de juicio la realidad en la que vivimos, «Los Jardines de la Disidencia» (Random House) se atreven a forzar las fronteras hacia algo que siempre ha parecido vetado para la subcultura o para la literatura de género: la politización.
Tampoco es el de Lethem un volantazo gratuito: estamos ante el despertar traumático de toda una generación que había vivido inmersa en su propia burbuja, que había crecido descreída de las ideologías precisamente por haber mamado la decepción de la generación de sus padres, que había aprendido a mirar para otra parte cuando se hablaba de política porque en los medios se nos enseñó que esta era una temática marginal y extremadamente compleja que no nos interesaba para nada, y mucho menos teniendo toneladas de fast-entertainment al alcance de nuestras manos… Esta generación es la que, en los últimos años, por fin ha empezado a tomar consciencia de que el ser humano es político por naturaleza, y que la política no es sólo algo que le interesa, sino algo que necesita y en lo que ha de participar de forma activa. En el panorama de este cambio (lento, lentísimo) de paradigma es en el que aterriza «Los Jardines de la Disidencia«. Y es inevitable abrazar la nueva novela de Lethem como agua de mayo (del 68).
«Los Jardines de la Disidencia» podría haber caído en la trampa de tomarse al pie de la letra su propia sinopsis: una visión de la historia de los idealismos políticos estadounidenses del último siglo a través de las militancias en diferentes movimientos de diversos miembros de una misma familia. Descrito así, en dos líneas, este plot bien parece el sueño húmedo de cualquier aspirante al Pulitzer: lo único que hay que hacer es clarificar líneas narrativas, dejar la cronología bien masticada, hacer que todo fluya y, sobre todo, introducir una cantidad obscena de detalles históricos que dejen bien claro que el autor sabe de lo que habla. Pero resulta que a Lethem no le importa un pepino eso del Pulitzer, así que transforma «Los Jardines de la Disidencia» en algo completamente diferente. La estructura de esta novela huye completamente de una línea argumental cronológica nítida, y prefiere optar por un batiburrillo de capítulos aparentemente inconexos los unos de los otros, cronológicamente caóticos, que actúan como micro-pinceladas de las existencias de los diferentes miembros de una misma familia. Aun así, el orden acaba por revelarse mucho menos azaroso de lo que parece, y ciertos episodios arrojan verdaderas iluminaciones sobre incógnitas que habían quedado abiertas con anterioridad…
Al fin y al cabo, esta estructura capitular atomizada refuerza de forma sublime la sensación de desconexión entre los miembros de esta familia: como en toda unidad familiar, aquí cada uno de los miembros crece en reacción y contraposición a las ideologías de los miembros que le preceden, ya sea una madre, una hermanastra o un padre ausente. El hecho de que cada uno de los episodios tenga su propia coherencia interna, casi a modo de recopilación de relatos cortos, convierte «Los Jardines de la Disidencia» en uno de los retratos literarios familiares más deliciosamente fragmentados de la historia reciente… Porque, al fin y al cabo, es inevitable sentir cómo, por debajo de esta aparente desconexión ideológica y casi existencial, hay un hilo de amor que une irremediablemente a unos y a otros (y, sorpresivamente, a unos más que a otros: a medida que las ideologías pierden fuelle y la familia se dispersa, también lo hace el amor).
Pese a todo, pese al desorden aparente de «Los Jardines de la Disidencia«, la novela de Lethem funciona a la perfección como cronología de unas ideologías encarnadas en unos personajes que no pueden evitar funcionar como cápsulas del tiempo, de su propio tiempo. Rose lucha por el comunismo: es la matriarca absoluta y encarna a la comunista de la época de la guerra fría, judía sin querer ser judía (porque lo que se le presupone a una buena comunista es un ateísmo irredento) que acaba por convertirse en una anciana insufrible y amargada que vive en el plano de la imaginación porque la realidad ha cambiado demasiado y ya no puede dar cobijo a sus loquísimos sueños ideológicos. Miriam lucha por el amor, por los desfavorecidos, por los oprimidos: es a la vez hija de Rose e hija de los 60, una hippy carismática y prepotente que continuamente va chocando contra sus propias limitaciones, primero domésticas (en un concurso televisivo) y finalmente ideológicas (en las milicias zapatistas). Cicero no lucha contra nada y prefiere verlo todo desde detrás de la barrera de la ironía, desde el «no merece la pena luchar por nada porque la generación que me precedía no consiguió nada luchando«: es el hijo adoptivo de Rose, alguien que podría tener muchas banderas (es negro, gay, pobre, hijo de un policía) pero que decide que no necesita más bandera que la alta cultura para reafirmarse -a veces de forma excesiva- ante los que le rodean.
Y, por último, Sergius cree que lucha por algo pero está completamente perdido en el mundo de las ideologías: encarna a la generación actual que ha crecido en el desamparo y en la confusión (en su caso, proviene de una familia comunista y hippy y, sin embargo, al quedar huérfano acaba por vivir en una comuna cuáquera). Sergius es probablemente el personaje con el papel menos extenso de toda la familia en «Los Jardines de la Disidencia«, pero precisamente por eso es tan interesante: porque actúa de lienzo en blanco sobre el que el lector se pinta a sí mismo. El hecho de que vaya perdido porque no conoce su propia historia, su propio pasado, sería la metáfora más hiriente del libro si no fuera porque, justo al final, Lethem demuestra un genio infinito: tras liarse con una cachorrilla del movimiento Occupy, después de juzgar a Cicero y de decidir que llevará el legado de su padre (un cantautor folk de los 60) hacia esas hogueras de las ideologías presentes en las que realmente no arde nada, Sergius se ve atrapado en una pesadilla burocrática, en una gilipollez de protocolos aeropuertuarios que rozan el absurdo y que lo único que consiguen es que pierda el vuelo hacia su futuro. ¿Es necesario clarificar aquí cómo ve nuestro momento presente Jonathan Lethem?