La estructura circular es un recurso que hay que utilzar con mucho cuidado: si se aplica de forma demasiado evidente, pierde gran parte de su efectividad; y si se usa como un mero juego sin un concepto detrás, puede acabar incurriendo en el tedio del ejercicio de estilo insustancial. Ninguno de estos dos casos son aplicables a «Los Idus de Marzo«, film con el que George Clooney consigue trascender la sorpresa que causó «Buenas Noches y Buena Suerte» (2005). En aquel momento, la pregunta generalizada era qué nos habíamos perdido en el camino de transmutación de este tipo que empezó como protagonista de una teleserie como otra cualquiera y que, de repente, se revelaba como un director capaz de capturar las brumas de una época (la caza de brujas de McCarthy) y un medio (el radiofónico) que ya se habían abordado mil veces con anterioridad pero que, en aquel caso, se presentaba como algo vibrante. Tras conquistar aquella cumbre, Clooney se iría labrando una carrera como actor cada vez más reputado (llegando a su punto máximo con la reciente «Los Descendientes«) con un único traspié: su siguiente film tras las cámaras después de «Buenas Noches y Buena Suerte» fue «Ella es el Partido» (2008), una obra menor que no conseguía estar a las alturas de las expectativas pese a partir de una escena tan yanki-friendly como la del fútbol americano.
«Los Idus de Marzo«, sin embargo, no sólo remiten al mejor Clooney (y lo supera), sino que también consigue que la elegancia estilizada del cine político anterior a los 70 parezca algo naturalmente compatible con aquel ritmo implacable y aquella ambientación preeminentemente pesimista que se impuso con la generación de directores que, en esa misma década, asaltaron la gran pantalla desde el tubo catódico. Es este el film que, en el supuesto de que decidieran abordar la actualidad política, hubiera dirigido el último Robert Altman si no se hubiera dejado llevar por el lícito impulso de sentirse joven o un Clint Eastwood dispuesto a dirigir un film siguiendo la estricta dieta de la alcahofa. Es decir: depurando el esqueleto del film al máximo, sin florituras, sin ningún elemento que sobre ni ninguno que falte. Y es que este es el principal logro del film de Clooney: «Los Idus de Marzo» es un artefacto simplísimo formado por una cantidad insultantemente baja de piezas. Pero es un artefacto en el que cada pieza juega el papel que tiene que jugar con una precisión letal e inaudita en estos tiempos que corren en los que Hollywood siempre parece dispuesto a engordar el pavo de sus producciones. Como ejemplo, una secuencia de apertura que actúa como génesis absoluta y casi mágica: desde la oscuridad absoluta, Stephen Meyers (interpretado por Ryan Gosling) entra en escena y se acerca hasta un primer plano lateral para hablar con una platea vacía que sigue envuelta en las sombras. Poco a poco, se abren las luces y el escenario se va montando, literalmente, con plataformas que suben y bajan, personajes que van revelándose y demás parafernalia necesaria en todo discurso político. Un ensayo de lo que está por venir.
Ya en esa escena aparece una de las constantes que mejor utilizará Clooney a lo largo de su película: las sombras. De las sombras parte todo y, a partir de entonces, jugarán un papel importantísimo en esta trama en la que Meyers, consejero de campaña del candidato a presidente de los EEUU Mike Morris (el mismo Clooney), va viendo cómo la ilusión altruista de estar luchando por una buena causa se va apagando poco a poco a medida que entra en los claroscuros morales de toda carrera política. Las sombras son importantes tanto por su presencia como por su ausencia: las escenas en las que la luz natural entra a raudales por cada esquina del encuadre son aquellas en las que parece que la «verdad» está a punto de salir completamente a flote (el momento en el que el consejero es apartado de la campaña en base a sus deslices, por ejemplo). En contraposición, es en las sombras tras la bandera americana que ocupa todo el escenario en el que Morris da un discurso donde Meyers confesará a su jefe que ha tenido una reunión con «el enemigo», desembocando la acción en una poderosísima imagen final de la silueta negra de Gosling contra las luminosas barras y estrellas y marcando el principio del fin en un inevitable proceso de desintegración. También es en las sombras de unas escaleras donde Meyers expone su «plan» a la becaria que podría poner en peligro la campaña de Morris, una decisión que quiebra la poca integridad moral que el consejero creía seguir atesorando. Y es, finalmente, entre las sombras de la cocina de un restaurante donde Meyers y Morris negocian su acuerdo final, llevando al límite una relación que nunca fue lo que el consejero creía y que, indudablemente, nunca será igual.
Tras llegar a esta entente cordiale, «Los Idus de Marzo» se cierra con un conjunto de escenas calcadas a las que lo abrieron: la becaria llegando al meeting con los cafés en la mano, las palabras vacías del candidato Morris hablando de integridad y dignidad. Es aquí cuando la circularidad se cierra de forma magistral: no es tan obvia como para aburrir y, sobre todo, supeditada a un concepto tan poderoso que es inevitable bajar todas las defensas. Por si no había quedado claro durante el crescendo dramático del relato, esta circularidad final acaba de poner la tilde sobre la política como círculo vicioso: como un pactar continuo en el que los sacrificios de la moral propia son imprescindibles para asegurarse un ascenso hacia el poder. Como una pescadilla que se muerde la cola que siempre llevará en su estómago las cabezas de becarias destinadas a la tragedia y políticos que inevitablemente tendrán que calcular la diferencia surgida entre lo que están dispuestos a sacrificar (la moral) y lo que están deseando conseguir (el poder). Y, sobre todo, pateando las entrañas de la pescadilla, siempre habrá manos negras detrás de todo político: profesionales que, perdido el idealismo, siempre sabrán cómo salir a flote. Sea a costa de quien sea.
[Raül De Tena]