El título puede parecer megalómano, pero es totalmente cierto: Agustín Fernández Mallo realmente ha escrito «El Libro de Todos los Amores». Y esta reseña explica por qué.
Enamorarse tiene mucho de reinventar el mundo a partir de un lenguaje único y secreto exclusivamente conocido por la pareja. Cuando dos personas se enamoran, suelen prender fuego a sus mundos por separado y, a partir de los escombros entre las cenizas, construyen un nuevo mundo que solo ellos habitan y cuyas edificaciones se erigen a partir del cemento de un lenguaje compartido y reservado para los dos amantes. Es normal que haya palabras cuyo significado solo conozcan los dos miembros de la pareja y, de hecho, hay parejas que incluso tienen la osadía de ir más allá de las palabras y manejan frases, conceptos e incluso universos que esconden a los ojos del resto de la humanidad y reservan para su intimidad.
Hace unos meses, la serie «La Historia de Lisey» recuperaba un texto original de Stephen King (que, por una vez, participó activamente en la translación de la novela a formato de ficción seriada) y recuperaba una historia en el que la Lisey del título reconectaba con su marido fallecido a través del lenguaje, a través de palabras que solo ellos conocían. Era una preciosa metáfora de ese lenguaje secreto que toda pareja comparte y que, en manos de King, acababa por tomar la forma de un thriller oscuro con elementos sobrenaturales y leccioncitas morales de esas que tanto le gustan a los yankis.
En «El Libro de Todos los Amores» (editado por Seix Barral), Agustín Fernández Mallo también habla del lenguaje secreto de una pareja. Y, curiosamente, aunque su argumento pudiera emparejarlo al sentido de lo sobrenatural de Stephen King, nada más lejos de la realidad. Me explico.
El libro en cuestión tiene una estructura muy concreta dividida en cuatro partes. Cada parte, a su vez, está separada en dos mitades. La primera alterna los diálogos de una pareja («El dijo» / «Ella dijo«) y lo que parece ser una concatenación de entradas de una gran enciclopedia que va definiendo todos los tipos de amor que existen: amor silencio, amor pantone, amor estadística, amor navaja, amor asimétrico, amor independencia… y así hasta el infinito y más allá. La segunda mitad de cada parte de «El Libro de Todos los Amores» presenta una forma de novela más canónica en la que una escritora que trabaja en un ensayo sobre el amor visita en Venecia a su marido, un profesor de Latín que está gozando de un año sabático.
Aunque al principio parece que no, ambas mitades están estrechamente relacionadas y, de hecho, la primera mitad empieza cuando acaba la segunda. Ambas se tocan con la punta de los dedos en un evento muy concreto al que los dos amantes de la primera mitad se refieren como el Gran Apagón y que pronto se revela como una especie de Apocalipsis cuyos signos van brotando de forma cada vez más preocupante en la segunda mitad. Si atendemos a la literalidad más absoluta, ese Gran Apagón es un evento real que sume al mundo en la oscuridad absoluta y deja a la escritora y a su marido como los nuevos Adán y Eva que han de reconstruir el mundo a su alrededor a través de la palabra (ya sea el diálogo -«Él dijo» / «Ella dijo«- o la definición enciclopédica).
De hecho, si atendemos a la literalidad más absoluta, «El Libro de Todos los Amores» podría emparejarse a la ficción kingiana mencionada más arriba o cualquier otra sci-fi apocalíptica de las que tanto abundan últimamente (pienso menos en «La Carretera» de McCarthy y más en «El Final del que Partimos» de Megan Hunter, que también tiene mucho de revisión del lenguaje desde una perspectiva muy feminizada). Pero es cuando se escruta el libro de Agustín Fernández Mallo en una clave no literal cuando se despliegan sus capas de sentido más elocuentes e interesantes.
El mismo autor da la clave de estas nuevas lecturas en una de las entradas enciclopédicas que parece escribir el marido latinista: «Apofenia: «hallar patrones en un conjunto de datos aleatorios» (…). El amor es precisamente eso, la apofenia definitiva, ruido interpretado, mancha que aparece desde la nada y a la que con auténtica certeza damos una forma entendible y a punto de desvanecerse en otra que no sólo todavía desconocemos sino que nunca llegaremos a conocer. (Amor apofenia)«.
De esta forma, más que como Apocalipsis literal, el Gran Apagón puede entenderse en «El Libro de Todos los Amores» como la reconexión entre dos amantes, como un replegarse sobre sí mismos de dos personas que se aman pero que se han ido separando inexorablemente. Como una destrucción del mundo por completo para reconstruirlo de cero, tal y como se hace en los primeros tiempos de toda relación amorosa. Ambos lo hacen, sin embargo, desde la complejidad de la edad adulta (edad adulta tanto de los amantes como de la relación). También un poco desde el culteranismo y el conceptualismo, algo que se desprende de los oficios de ambos protagonistas.
Hay mucho de obsesión insana por encontrar patrones en el mundo alrededor de la pareja, conexiones invisibles que, de repente, se revelan como cruciales para la mujer y su marido. A ella le hablan de una hembra de leopardo congelada en la cima de una montaña y llamada Alexa, mientras que él se obsesiona con un dispositivo Alexa que contiene toda la sabiduría del mundo. La pareja se cruza con una estatua sin ojos y, más adelante, esos ojos protagonizarán sus propias historias (de hecho, la ceguera será un signo del Apocalipsis que entronca directamente con el «Ensayo Sobre La Ceguera» de Saramago). Ella se encuentra con un hombre que le recuerda a un embajador que desapareció en circunstancias extrañas.
Él cae en una espiral de fijación por las espirales en general (el eterno retorno, pero un retorno a un lugar diferente y nuevo) y por la espiral concreta de los discos de vinilo: «Su esposo le había dicho que al igual que ocurre con los discos de vinilo, todos los objetos del mundo tienen en sus superficies surcos y microsurcos, y que sólo hace falta dar con la aguja que pueda extraerles el sonido para que nos cuenten su historia, su particular y nunca escuchada historia, y piensa que quizás ella misma sea ahora la aguja, el instrumento que ese embajador ha elegido para extraerse a sí mismo todos esos relatos, y que todos en algún momento de nuestras vidas cumplimos el involuntario trabajo de ser la aguja de alguien«. ¿Una referencia a la incompatibilidad de los amantes de «La Insoportable Levedad del Ser» debido a que sus dos melodías son demasiado diferentes porque los surcos de los vinilos de cada una de sus vidas no encajan (él es viejo y sus surcos son demasiado profundos; ella es joven y todavía tiene todos los surcos por ser creados)?
Y, al final, todo tiene sentido. El sinsentido adquiere sentido de la misma manera en la que el amor ayuda a que las parejas encuentren sentido (e incluso refugio) ante un mundo que nunca ha tenido sentido… y que nunca lo tendrá más allá de la ficción compartida. Es esa ficción compartida a través del lenguaje lo que convierte a «El Libro de Todos los Amores» en un precioso y profundo canto de amor al amor. O, mejor dicho, a todos los amores. [Más información en el Twitter de Agustín Fernández Mallo y en la web de Seix Barral]