Existen muchos (demasiados) dichos que muestran apego por las viejas ideas: «más vale malo conocido que bueno por conocer«, «más sabe el diablo por viejo que por diablo» y, sobre todo, esa «si algo funciona, no lo cambies» que es la que más al caso viene cuando cualquiera se planta delante de «Old Ideas» (Columbia, 2012) de Leonard Cohen. No es un dicho con maldad: es la base de cualquier buen matrimonio. Ese punto extraño y mágico en el que la rutina y lo cotidiano se difuminan con el amor y la entrega. Ese momento en el que te planteas que, si nada cambiara en tu vida para el resto de tu existencia, todo iría bien. ¿El único problema con este modus vivendi? Que aniquila por completo cualquier atisbo de sorpresa. Que fulmina totalmente el cosquilleo en el estómago habitual en los flechazos, la emoción inicial de los primeros amores. Todo ser humano llega un momento en la vida en el que ha de plantearse hacia qué dirección camina en una disyuntiva muy particular: hacia la derecha está la calma y el sosiego de una vida sin grandes picos de emoción pero con la seguridad de un placer continuo medio / alto o, hacia la izquierda, la existencia como una montaña rusa que lleva de los altos picos de la emoción extrema a las devastadoras simas de la depresión inevitable cuando lo pierdes todo (otra vez). Leonard Cohen hace décadas que lo tiene claro: su camino es el de la derecha.
Ya no es sólo que su producción cada vez se haya dilatado más, como la vida sexual de toda pareja estable: «Dear Heather» (Columbia, 2004) se lanzó hace ya casi ocho años. Sino que en los últimos trabajos de Leonard Cohen, así como en sus últimas giras, se le intuye al artista una comodidad en unas formas que se probaron válidas hace ya muchos discos. Si el folk ya es, por sí mismo, un género bastante impermeable en lo que a experimentación se refiere, este último Cohen suena a alguien que, tras una lejana odisea a la búsqueda de las armas necesarias para la batalla y tras la consecuente guerra contra los elementos, utiliza su pesada espada para cortar la carne en casa. Esto no es, para nada, algo negativo: basta un blandir de esa espada para visualizar en su hoja los reflejos de las matanzas anteriores. Y, además, Cohen ya tuvo su fase experimental y vibrante cuando en los 80 intentó asimilar el rollo de crooner sintero en «I Am Your Man» (Columbia, 1988), un disco que muchos tildaron de «hortera» en su momento y que se ha acabado revelando como piedra de toque imprescindible en el revival ochentoso.
Ahora ya no toca ser un visionario. De hecho, tampoco toca ser un trovador rompecorazones ni un crooner apesadumbrado, papeles ambos que Cohen ha sabido bordar con pericia a lo largo de su carrera. Ahora es el momento, si nos fiamos de los medios de comunicación, de ser un viejecito adorable que sigue con la cabeza bien alta pese a los aprietos económicos en los que pueda encontrarse después de ser estafado por aquellos en quien confiaba. Sorprendentemente, en «Old Ideas» el artista deja claro desde un buen principio que esa imagen de anciano tierno se la pasa por el forro de cierta parte arrugada (supongo) de su cuerpo. Sólo hay que atender al irónico fraseado que abre el álbum: «I love to speak with Leonard / He’s a sportsman and a shepherd / He’s a lazy bastard living in a suit«. A partir de ahí, Cohen sabe que su espada es su voz y su poesía, mientras que la carne que corta en casa es la música. Las canciones de «Old Ideas» vuelven a hablar de amor, de lujuria sosegada, de curación espiritual y del valor de un lugar al que llamar hogar… Y lo hacen con la voz de Leonard mostrándose tan en forma como siempre: su quiebro no es de senectud porque siempre hizo gala de él. Su quiebro es, simple y llanamente, la principal seña de identidad de una voz envolvente; pero envolvente no como la de un párroco incendiario, sino como la de un donjuán seductor en la barra de un bar con un par de copas encima (algo totalmente diferente a llevar encima «un par de copas de más»). Ya puede ponerse espiritual («Show Me The Place«), fardona («The Darkness«) o sexy ya sea en un sentido duro («Different Sides«) o blando («Anyhow«), sea como sea la voz de Leonard Cohen sigue metiéndose dentro de tus huesos como el frío del invierno. Sólo que a la inversa: proporcionando un buen calorcito.
La carne cortada con la espada, sin embargo, sigue siendo un buen chuletón más que una escalopilla tierna. Sorprende escuchar a día de hoy a Cohen porque, al fin y al cabo, vuelves a escuchar en perspectiva a todos aquellos que han bebido de alguna forma u otra de su discografía: hay aquí un sentir de cabaret ajado que Tom Waits supo llevar a su extremo más mugriento («Amen«), la masculinidad crepuscular que en los últimos años parece ser propiedad privada de Bill Callahan («The Darkness«) o el folk despojado y saltarín de Bonnie ‘Prince’ Billy («Banjo«). Una colección de sonidos que vuelve a apuntar hacia el blues y el gospel pero que, en esta ocasión, no le hace asco a algunos acertadísimos toques de country y de aromas fronterizos. Entendámonos de una vez por todas: si lo que estás buscando es un polvo loquísimo con un desonocido, «Old Ideas» no es tu disco. Lo del último trabajo de Leonard Cohen es algo parecido al polvo de una pareja que llevan juntos toda la vida: la pasión inmediata y la fogosidad autodestructiva se substituye por una labor lenta, sobre seguro, enfocada hacia los conocidos puntos de placer del otro para alargar el clímax todo lo posible. Ni mejor ni peor: placer sin sorpresas.