«Las Altas Presiones» de Ángel Santos nos ha dividido… Así que nuestra reseña es un versus de la adoración pura contra el odio recalcitrante.
Hay películas que se pueden definir directamente con alguno de sus planos o alguna de sus secuencias; imágenes que, queriendo o no, tienen la virtud de asentar el tono global del film. Pero no nos llevemos a engaño: que algo así suceda no implica necesariamente que estemos hablando de algo positivo. No, estamos hablando de definiciones y, por lo tanto, de aproximaciones objetivables sobre un asunto, no de descripciones someras. En el caso que nos ocupa, el de «Las Altas Presiones«, nos remitimos sin duda al momento espectáculo de marionetas. No por lo patético (o no) que pueda resultar, sino porque, en el breve espacio de tiempo que dura este teatrillo, todo lo que es la película, su significado, su desarrollo y hasta la definición de personajes, quedan perfecta y terriblemente sintetizados.
Que toda generación de jóvenes a lo largo de la historia ha tenido sus dudas, sus resistencias a crecer, sus miedos existenciales, es un hecho. En este sentido es cierto que Las Altas Presiones se erige en cierto modo en un intento de ser retrato, de constituirse en film generacional de este grupo de eternos post adolescentes en los late (bastante late en algunos casos) thirtys . El problema fundamental en la película es que, si acaso existe tal cosa, rasca meramente la superficie de dicho vacío existencial, de esta frustración laboral-sentimental, de esta confusión (que entronca de alguna manera con esa otra estafa que fue la Generación X) entre la estabilidad y el aburguesamiento.
Lo que el film de Ángel Santos muestra son hieráticas sombras chinescas, bustos arquetípicos parlantes y dolientes que se limitan a posar, a mirar al vacío y a divagar en un continuo ego-trip vacuo, repleto de poses y clichés. Un desfile continuo de especímenes con sus barbas, flequillos y canas que parecen gritar “soy joven, soy joven” mientras se miran al espejo y dicen “bueno, no tanto, y no sé qué hacer con mi vida”. O, dicho de otra manera, no se busca lo que hay detrás de todo ello: sólo entramos en el territorio especular, de búsqueda de empatía en frases trilladas o en apariencias clónicas.
Demasiadas veces, el efecto conseguido en «Las Altas Presiones» es el contrario. Demasiadas dudas, demasiado pagafantismo, demasiado hipsterismo extreme como el del sosías portugués de Juan Tamariz. Demasiadas frases al aire con aspecto de trascendencia y peso de bochorno granítico. «Es un durum«, dice el protagonista buscando la empatía, la complicidad de lo sencillo… Y lo que encuentra es otra muestra del hipsterismo zancocho profundo y deleznable.
Santos juega demasiado a la empatía directa, a la vinculación emocional con el espectador. A identificar vivencias, como si el colectivo referido tuviera una mente y alma colectivas (lo que nos situaría en el terreno del borreguismo iletrado) y con ello sobrara la profundidad individual. Lo peor es que, en referencia a lo afirmado, la película olvida por completo cualquier atisbo de coherencia cinematográfica, cualquier intención de guardar las formas mínimamente. En su lugar entramos en el territorio de los recursos random a cada cual más molón, tipo travelling circular, que no es que esté mal rodado, pero que sí que da la sensación que está ahí porque sí, porque toca, porque queda bien. Y, pese a todo, esto sería aceptable si no repercutiera en demasía en un conjunto que parece montado a hachazos de lo cool.
Marionetas, muñequitos de plástico, sombras chinescas. Sí, este es el espectáculo que nos ofrece «Las Altas Presiones«. Una oda a la nada, al existencialismo de mercadillo, a la filosofía de fondo negro y letra amarilla escupida por un meme de Paulo Coelho. Lo ridículo y lo enervante bien cogiditos de la mano. Rumbo al ocaso. Y la vaca muge, el helicóptero se estrella, y la soledad de la figurita de Ken hipsteroso se retuerce contra su mala estrella y vomita bilis contra los fuckers burgueses roba novias. ¡Madurad de una puta vez! Ese debería ser el mensaje y no ese the end con interrogante campestre tan limpia-conciencias, tan manido. Tan espantoso. The panic, the vomit. [Alex Pérez Lascort]
“I came to your party dressed as a shadow”. No tanto la canción de Piano Magic, que también, sino su título, me sobrevino al recuerdo en la que seguramente es la primera escena manifiestamente reveladora de “Las Altas Presiones”, esa fiesta en un piso donde todo parece ajeno y, a su vez, todo parece empezar a cambiar. Hasta ese momento, pero de alguna forma también después, la cámara de Miguel (Andrés Gertrúdix), siempre pegada a su rostro, sirve como prolongación de su propia mirada perdida, extendida hasta el infinito de un horizonte ralo y casi desconocido.
Miguel filma el paisaje desolado y aparentemente apacible de su Pontevedra natal a la que ha vuelto a fin de grabar localizaciones para una película, pero a la vez parece estar filmándose a sí mismo, en un ejercicio de digresión corpórea extraordinario: el acto de ver(se) con los propios ojos. Así, lo filmado y el filmador se confunden en sí mismos, puesto que ese paisaje, en ocasiones majestuoso, en ocasiones yermo, siempre melancólico, permanece, al igual que la persona que lo retrata, ajeno a cualquier eventualidad.
Salvo, claro, que dicha eventualidad sea o parezca ser el amor, el anticiclón inesperado: las altas presiones.
En la segunda película de Ángel Santos la desubicación alcanza máximos históricos. Creo que aquí radica el meollo y la cuestión fundamental de este retrato en primerísima persona de quien se siente ajeno a la vida y no termina de saber si es mejor intentar reencontrarse a sí mismo o abandonarse a esta zona de confort insubstancial. Es esta una película que se construye a base de dudas maravillosas, no sólo argumentales, sino también formales. Esos planos ridículamente bellos, etéreos, llenos de grano y bruma, de cielos grises y miradas apagadas, parecen estar buscando la imagen que falta, un centro gravitatorio que sirva como elemento cohesivo visual. De hecho, cuando Miguel parece estar filmando su propia disección, entre las ruinas y los espacios abiertos se advierte algo espectral, un cierto horror vacui que sólo acaba llenándose con el color inoculado externamente por dos muchachas: una melena Pantone 151 y unos labios Pantone 185.
Y es que “Las Altas Presiones” no deja de ser también una feroz huida sentimental hacia delante por la vía de lo pasivo-agresivo. Cuando el amor llega así, de esta manera, uno no se da ni cuenta, y Miguel emprende a trompicones dicha huida torpemente, dando palos de ciego al fervor de dos vasos comunicantes que son los personajes encarnados por Diana Gómez y una resplandeciente Itsaso Arana (ojos más que ojos), ambas esencialmente catalizadoras de la reversión del estatus comatoso del protagonista.
Buscando la belleza en la sencillez y la sencillez en la belleza, “Las Altas Presiones” me parece uno de los retratos más precisos y preciosos sobre la pérdida, la digresión identitaria y la anhedonia que recuerdo haber visto en los últimos años. Ángel Santos rescata, es innegable, un extenso abanico de lugares comunes, pero creo que, al hacerlo, los está dinamitando desde la propia sobrexposición hiperbólica, casi paródica. Ello, junto al ascetismo formal que de alguna manera vertebra la cinta, condiciona a mi juicio la anulación casi total del texto para que sólo perviva en ella el subtexto. Y es ahí donde la película muestra toda su brillantez. Dicho de otro modo y llevándolo a un terreno acotado y específico, pero igualmente extrapolable a toda su esencia, en “Las Altas Presiones” finalmente importa mucho más lo que sus personajes se quieren decir que lo que realmente se dicen.
Porque si en su día una rosa fue una rosa fue una rosa, hoy dudamos que un dürüm sea un dürüm sea un dürüm. [David Martínez de la Haza]