Dos citas de sendas entrevistas muy recientes definen lo que es el personaje de Lana del Rey estos días. Una la soltó en The Fader cuando, al preguntarle sobre feminismo, Lana respondió que los menesteres sobre género le aburrían soberanamente y que ella prefería dedicarse a pensar sobre cosas más galácticas y cósmicas; mientras que la segunda la dejó caer cuando, hace pocos días, confesó en The Guardian que está tan deprimida que preferiría estar muerta. Así es Lana del Rey: la insoportable levedad del ser; entre la banalidad más absoluta y la sobre-emoción cargante.
Personalmente, no me gusta el personaje de Lana del Rey. No me gusta su actitud de postureo depresivo cuando, en el fondo, no es más que un personaje de F. Scott Fitzgerald nacido en los 90. Su rechazo público a esa fama que busca como el perro busca la sombra en verano. Su «lo dejo» después de un disco para, ocho meses después, sacar otro. Su discurso sobre los inconveniente del éxito prematuro. Su rollo de ir de malota cuando no es más que una niña de papá con mucha suerte. Su pesar por tener 28 años y seguir viva. Su querer ser un personaje maldito cuando, por su contexto, es imposible que jamás lo sea. Lana del Rey es, ante todo, una contradicción constante… pero una ficción sesudamente construida.
Su música, sin embargo, me provoca una adicción irrefrenable. Perdón. Me provocaba. Amé «Video Games» como la amamos todos, y siempre defenderé «Born to Die» (Universal, 2012) y muchísimo más «Paradise» (Universal, 2012). Por aquel enteonces, la megalomanía depre de Lana aún no había podido con los otros personajes de su cabeza y la batalla interior se representaba en breves historias de deseo, soledad, juventud y ambición. Esa mezcla de white-trash-bling-bad-but-poshy-girl funcionaba, no cargaba y sostenía muy bien ese discurso prácticamente mitológico que encarna la cantante. Mitológico en tanto que Lana del Rey es una flipada de los mitos post-modernos (el auge y la caída, el exceso, el viaje iniciático, la marca de Caín…) y las representaciones visuales puramente modernas (los tonos sepia y la recuperación de «lo retro visual», las palmeras y las montañas californianas, las piscinas lynchianas, los claroscuros a lo Jarmush…). Lana del Rey no era un personaje sino muchos, lo que le permitía presentar una paleta musical colorida y excitante.
Pero a Lana le pudo el tedio. O el querer representar el tedio, quién sabe (a estas alturas, no me creo nada salvo que Lana del Rey es un personaje igual que David Bowie lo ha sido toda su vida). Y «Ultraviolence» (Universal, 2014) es puro tedio. No es un mal disco, ojo. Pero es soberanamente aburrido. Perfecto, eso sí, para escuchar con los pies dentro de la piscina y la torrija de Margarita subiéndose a la cabeza mientras cae la tarde. En él ha cogido las riendas la vis depresiva que del Rey pasea por entrevistas desde hace meses y ha dado a luz a un disco que, desde que empieza hasta que termina, camina entre tinieblas. No hay hits memorables como «Born to Die» o «Ride«, si acaso «West Coast«, pero ya no sé si la identifico porque es realmente pegadiza, porque hace meses que la venimos escuchando o simplemente porque Four Tet ha hecho una remezcla bes-ti-al. Tiene eso sí, un opening superlativo. «Cruel World» asienta las bases musicales del álbum de las que ha sido máximo responsable Dan Aurbach de The Black Keys, quien ha insuflado todo el conjunto de matices más roqueros apostando por la instrumentación distorsionada con protagonismo de las guitarras pétreas y las percusiones oscuras, multiplicando y pitcheando la voz de Lana hasta el infinito. Un marco ideal para que la cantante desarrolle esa vena de crooner sexy que siempre ha mostrado pero que en este caso prefiere cantar con las bombillas fundidas y sin luz directa.
La producción oscura y pesada de Auerbach abona el camino para las letras malditistas de del Rey que hablan de hombres que pegan a sus mujeres y ellas no se quejan («Ultraviolence«), que ironizan sobre la fauna celebrity y mediática y los parasitillos que giran a su alrededor («Brooklyn Baby«, «Fucked My Way To The Top«), de ser «la otra» («The Other Woman«) y del maldito parné y las drogas, que son mu malas («Sad Girl«, «Florida Kilos» en la versión deluxe). Todo con trazos que homenajean a The Velvet Underground (de forma nada velada a Lou Reed en «Brooklyn Baby«), pero también a Eagles (en «Pretty When You Cry«) y al rock árido americano con alguna que otra torch song resultona («Old Money«) e incluso una cover de Nina Simone con aderezos jazzy («The Other Woman«) en la que deja volar su voz y que debería de ser el futuro y la luz hacia la que camine la artista.
Nada nuevo bajo el sol. El imaginario del Rey sigue siendo el mismo, inmutable, todo fobias y sin filias y ahora se transmite a través de un cancionero que, de entrada, aboga por el cambio hacia lo darks y por acentuar la épica trascendental pero que lo único que consigue es lastrar la posibilidad de momentos brillantes que la artista es capaz de entregar. Cuando, hace unos meses, Lana del Rey hacía aquel amago de dejar la industria musical abogando que «ya no tenía nada que decir» quizá no estaba del todo equivocada. Sólo ha pasado un año y, con 28 veranos a sus espaldas, parece que la muchacha ya ha dicho todo lo que podía decir. Eso sí, le ha quedado un disco que, como dice mi padre, «se deja escuchar«. Algo es algo.