Juguemos a encontrar las siete diferencias entre las portadas de «Born to Die» (Polidor, 2012) y «Paradise» (Interscope, 2012). En su debut en largo, Lana del Rey aparecía posando como una lolita ideal y con vocación de icono: pelo en ondas con cabellera por detrás de los hombros, labios bien rojos, aros chonis y una camisa de seda semi-transparente que dejaba entrever un sujetador rosado. Lo dicho: Humbert Humbert se hubiera vuelto loco del coño si este disco hubiera caído en su regazo (ejem). En «Paradise«, sin embargo, la adolescente ha crecido: el pelo parece menos salido de una peluquería de barrio y queda sueltísimo incluso por delante de los hombros, los labios son menos rojos (ya no necesita imponerse a la fuerza), no se le ven las orejas y se deja de tonterías de transparencias para optar por un top que aniquila de un plumazo cualquier sombra de niñez y deja a la vista un busto sexy. Lo que allá se insinuaba, aquí se muestra. Pero con estilo. Más diferencias: mientras que la postura de Lana en la portada de «Born to Die» era frontal y valiente, aquí opta por ladear un poco su figura y poner un brazo en jarra en símbolo de flirteo chulesco. El fondo también cambia: el cielo azul y limpio de su primer álbum se ve substituido aquí por una lujuriosa maraña de palmeras sobre una seductora piscina. Las letras allá eran blancas y aquí doradas. Ah, y claro: «Paradise» tiene en una esquinita el sello de «Parental Advisory Explicit Content«, algo que no ocurría en «Born to Die«. En resumen: la artista se está haciendo mayor de forma tan excelente que se permite posar mucho más relajada, natural y sensual.
Todo eso se percibe también en las ocho canciones (poco más de treinta minutos) que estructuran «Paradise«: aquí a Lana del Rey ya se la suda un poco más aquello de casar los intentos de hip-hoperismo white trash y antifeminista (lo mejor, sin duda, de «Born to Die«) con su planta de crooner soft-pop de ojos azules que tanto remitía a ciertas divas de los 60 y los 70. Ahora, sin embargo, la artista parece más preocupada en casar los baladones lo-fi con los que se dio a conocer (las tremendas «Blue Jeans» y «Videogames«) con un esfuerzo de producción que consiga disipar las brumas de aquellos temas sin que eso signifique perder el misterio, la base de toda seducción. En «Paradise«, Lana es más diva, más pop y (sobre todo) más soft que nunca. Así lo prueban torch songs de la talla de «American» (que sigue ostentando una percusión rítmica y unas cuerdas con el sello puramente del Rey), «Yayo» (en la que sólo necesita un piano y algunas texturas sonoras nocturnas para evocar bajones alcohólicos en un tugurio de mala muerte en el que te canta una diva en declive), «Bel Air» (inquietante nana que parece susurrada desde lo más profundo de una nostalgia con sombras extrañamente sórdidas) y, evidentemente, esa versión que la artista se marcó para H&M del mítico «Blue Velvet«, aquí cayendo en cámara lenta sobre algodones negros.
Eso no significa que la Lana del Rey que aprendimos a amar en «Born to Die» haya desaparecido completamente… Ni mucho menos. «Body Electric» haría de puente entre esta cara de la artista y la que ya conocíamos: es esta una composición que, de nuevo, pone en los oídos de quien escucha unas cargas implosivas de oscuridad que parecían ausentes en su luminoso debut, pero lo hace con un fraseo teatral que remite directamente a su anterior referencia. Más todavía: «Cola» es la mejor heredera del espíritu provocador de «Born to Die» (con esa apertura en la que Lana canta «My pussy tastes like PepsiCola«); «Gods & Monsters» se convierte en uno de los actos más elevados de «Paradise» gracias a un estribillo épico con derrapes de sintes tétricos (¿todavía no te ha llamado la atención tanta alusión darks en esta reseña?) y con una percusión ramplona que actúa de espina dorsal a punto de quebrarse; y, claro, «Ride» se erige como el temazo indiscutible del lote, como la síntesis absoluta de los baladones lo-fi, de las torch songs brumosas, de la superproducción orquestal a la que ha estado dando caña en directo y al escapismo puro y duro como medicina contra la realidad gris. Es esta la punta de lanza no de una nueva Lana del Rey, sino de su voluntad de enseñarnos una nueva cara: la artista se pasa por el chocho (el mismo que le sabe a PepsiCola) las críticas que la tildaron de niña tonta y atontada, de machista recalcitrante e icono de unos valores americanos retrógradamente carcas, desvelándose en «Paradise» como una amazona blanca capaz de arrinconar su rollo trash para darle mucha caña a la elegancia y el saber estar.
Al final, va a resultar que Lana del Rey tiene más caras de las que esperábamos. ¿Sorprendido?