Ahí va. Mírala. Es ella. Es Lana del Rey. Y sigue teniendo la negra encima. Su destino es seguir luchando una y otra vez no contra las dos primeras canciones que presentó al mundo y que consiguieron que muchos vieran en ellas una Ídola para el nuevo siglo. Todavía se sigue preguntando de día y de noche ¿por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mi? ¿Por qué soy tan desgraciada? Y lo mejor de todo es que nos sigue haciendo partícipes del proceso: el hecho de que cierto sector de la crítica se cebara con su debut «Born to Die» (Polydor, 2012) y, supongo yo, la tendencia natural de la diva hacia el drama-queenismo de librillo la condujeron al borde de una depresión clínica que quedó plasmada en la opacidad de su segundo disco, «Ultraviolence» (Universal, 2014). Entonces, ¿en qué punto nos encontramos ahora con Lana del Rey?
Para situarnos, utilicemos dos indicadores que la del Rey ha ido diseminando en la previa del lanzamiento de «Honeymoon» (Interscope, 2015) y que no tienen nada que ver con su música directamente. El primero de ellos sería el videoclip de «High by the Sea«, en el que esa misma niña que lleva ya más de media carrera protestando y lloriqueando por cómo le tratan los medios decide venirse arriba en un acto de empoderamiento femenino maravilloso y liarse a tiros con los paparazzi que viajan en un helicóptero. Bien. A Lana siempre le han sentado mejor las muestras de fuerza que las de debilidad. Y a esto hay que sumar el hecho que, después de la casi fantasmática portada en borroso blanco y negro de «Ultraviolence«, «Honeymoon» recupera no sólo los colores y la alta definición, sino el look de diva en su full glamour. Decisiones que hablan por sí mismas.
Y es que, si «Ultraviolence» fue una de las bajunas más literales de los últimos años en la escena musical, «Honeymoon» viene a concretar aquellas intenciones en unas formas mucho más seductoras. Puede que la voluntad de su segundo disco fuera transmitir el rollo apesadumbrado de estrella contra su propia voluntad (¡juas!), las brumas oscuras y herméticas de esa depresión tan LA de niños bien hasta el culo de barbitúricos y hasta las cejas de apollardamiento existencial, pero todo aquello acabó traduciéndose en un puñado de canciones inocuas a las que les faltaba mordiente, una colección de figuras de barro en proceso de deshacerse más que en proceso de solidificarse en algo concreto y fascinante.
Puede que todavía no haya llegado a la perfección. Puede que Lana todavía no sea la Lana definitiva que quiere ser. Pero, joder, cada vez está más cerca.
Justo lo contrario que por fin encontramos en «Honeymooon«: puede que Lana del Rey haya perdido la chispa que enamoró en sus primeras canciones y el teen glam meets white trash de su primer disco, pero lo que nadie puede negar es que este trabajo consigue plantar sobre la mesa un sonido sólido, original y plenamente reconocible. Cien por cien Lana. Una especie de revisión del los baladones de Nancy Sinatra (y de muchas otras divas en el rubio pelo de las que sigue brillando -y ardiendo- el sol de la costa oeste) que se mueven lentamente dentro de un pálido ambar y en bootleg con bases de hip hop digital en las que el slow motion casi llega al punto del rewind a cámara lenta.
De hecho, resulta realmente embriagador cómo Lana del Rey casi ni pisa el acelerador en «Honeymoon«: todas las canciones corren a baja velocidad, se deslizan, como un greatest hits que suena en medio del desierto con la aguja del tocadiscos crepitando por culpa del sol y la arena mientras el algodón se reproduce milagrosamente en el interior de tu cabeza debido al THC. Pero, ojo, que el hecho de que el tempo sea homogéneo y huya de las velocidades habituales del pop de radiofórmula no significa que Lana repita una y otra vez las mismas canciones, ni mucho menos: son las emociones las que matizan el ambiente, de tal forma que de una canción a otra se puede variar desde el rollo autoflagelante de «God Knows I Tried» hacia el drama estilizado de «The Blackest Day«, todo ello sin olvidar las lentejuelas a lo James Bond en «Honeymoon«, el amor como luz de «Religion«, la seducción a lo tela de araña en «Music To Watch Boys To«, el delirio de diva internacionalista de «Salvatore» o ese abrirse en canal a la hora de susurrar «baby if you wanna leave, come to California, be a freak like me» en «Freak«.
A fin y al cabo, «Honeymoon» se consume como nuestras generaciones están consumiendo los vinilos de divas rubias que llevan décadas acumulando polvo en las estanterías de nuestros padres: a primera escucha todo nos parece igual, no diferenciamos las canciones las unas de las otras y nos enganchamos más al mood general que a los temas en concreto… Será que somos cachorros de esa industria que nos ha enseñado a salivar con el formato single. Pero, por suerte, varias escuchas más allá cada canción del disco se abre y empiezan a enseñar sus colores y sus olores, todos diferentes, todos fascinantes.
Puede que todavía no haya llegado a la perfección. Puede que Lana todavía no sea la Lana definitiva que quiere ser. Pero, joder, cada vez está más cerca. Mírala. Ahí va. Es ella. Y está a punto de tocar con la punta de los dedos algo que, contra todo pronóstico para aquellos que la tacharon en su momento de mamarracha de labios ensiliconados, puede escarbar su propia marca en la historia de la música.