«La Zona de Interés» está levantando polémicas y diálogos interesantes… Aquí van tres claves para entender mejor el film de Jonathan Glazer.
A «La Zona de Interés» no le va a pasar lo mismo que al anterior film de Jonathan Glazer, y eso es algo de lo que deberíamos alegrarnos. Porque «Under The Skin«, pese a contar con Scarlett Johansson en uno de sus papeles más icónicos (una alien que adopta la forma de femme fatale y que literalmente devora hombres), fue una especie de grower que partió del underground del sci-fi de nicho para acabar convirtiéndose en un film de culto que, visto a día de hoy, ha sido referenciado hasta la saciedad por autores y películas posteriores.
Pero «La Zona de Interés» parte directamente como fenómeno cinematográfico a gran escala que está levantando un interesantísimo diálogo que arrancó en el circuito de festivales y que se ha extendido hasta su estreno mundial. Lejos del culto sci-fi y directamente amparado en la ficción histórica, la nueva película de Glazer consigue ser fiel al universo del autor y, a la vez, abrirse hacia una exploración de cuestiones históricas no resueltas que le sientan realmente bien a su gusto por la experimentalidad extrema.
¿De qué va «La Zona de Interés» exactamente? El punto de partida es impactante, ya que la película retrata el día a día en la existencia de una familia nuclear prototípica e incluso un poco idílica que vive pared con pared junto a Auschwitz. El padre de familia es, de hecho, el director del campo de concentración: Rudolf Höss, quien verá cómo su carrera dentro de la estructura nazi va variando y acaba llevándole hasta Berlín por mucho que su familia decida quedarse en Auschwitz por decisión propia.
¿Y de dónde sale el polémico diálogo que está levantando la película? Fundamentalmente, de la decisión de Jonathan Glazer de representar el horror del campo de concentración de la forma más espeluznante posible: el espectador nunca ve directamente el holocausto que se está perpetrando detrás de los muros de Auschwitz, sino que simple y llanamente lo escucha mientras contempla la vida idílica de la familia Höss (con excepción de algunos otros indicios que se siembran en la trama o en las conversaciones).
Parte del diálogo también viene dado por el hecho de que «La Zona de Interés» es una de esas películas que contiene más preguntas que respuestas. De hecho, Glazer consigue desanclar su film de cualquier tipo de interés argumental y siembra todo un conjunto de escenas más propias del videoarte (lo mismo que aplica al diseño de sonido y la banda sonora) que dejan la pelota en el campo del espectador, que es quien ha de decidir en última instancia qué es exactamente lo que ha visto.
Dicho de otra forma: «La Zona de Interés» es una película abierta que admite múltiples lecturas. Y mi intención es ofrecer a continuación todo un conjunto de claves que, desde el punto de vista puramente personal (porque, obviamente, no estoy yo dentro de la cabeza de Glazer y solo él conoce la intención última de todas sus decisiones), pueden ayudar a entender un poquito mejor esta experiencia tan incómoda pero a la vez necesaria.
No habla del pasado, sino del presente
La tentación está ahí y, de alguna forma u otra, resulta fácil (demasiado fácil) analizar «La Zona de Interés» como una película sobre un trauma que desgarró al mundo entero hace casi un siglo. Pero también resulta interesante saltarse esa tentación y preguntarse: ¿por qué ha decidido Jonathan Glazer representar esta historia en pleno año 2024 y, sobre todo, por qué ha decidido representarla de esta forma concreta?
El film revela una nueva capa de sentido si pensamos que «La Zona de Interés» no habla (solo) del pasado, sino también (y puede que sobre todo) del presente. Porque, como subraya Aki Kaurismäki en su reciente «Fallen Leaves«, estamos viviendo un momento histórico en el que más o menos nos hemos acostumbrado a que siempre haya guerra en algún lugar del mundo. Lo que ocurre es que Kaurismäki apuesta por la visión optimista (es decir: hay espacio para el amor incluso cuando el mundo te juega en contra) mientras que Glazer opta por la visión realista. Que no es lo mismo que la visión pesimista.
El director retrata a una familia que no solo vive en una casa pegada al campo de concentración de Auschwitz, sino que, además, 1. Se esfuerza lo máximo posible por maquillar el espacio y así olvidar lo que ocurre más allá del muro de su jardín y 2. Decide quedarse en la casa incluso cuando el padre tiene que marchar a trabajar a Berlín. Cada uno de estos dos puntos es significativo si lo pensamos en presente y no en pasado.
En «La Zona de Interés«, los miembros de la familia Höss siempre son retratados en el centro de imágenes pictóricas y bucólicas, ya sea fumando en el pasamanos de una balconada, bañándose en una piscina veraniega o, sobre todo, rodeados de plantas y flores que, con su verdor y sus colores vivos, actúan a modo de verdadera armadura contra la realidad que solo se filtra a lo lejos en el color gris del muro de separación con Auschwitz. Y no es que la familia se esfuerce para olvidar lo que ocurre en el campo de concentración, es que el privilegio en el que viven asentados (los criados, el jardinero, el dinero que entra a espuertas) hace posible este olvido tan deliberado.
Eso por un lado. Por el otro está que, tal y como Hedwig Höss, la matriarca, le dice a su marido cuando a este le destinan a Berlín, la familia está viviendo mejor que nunca y, por lo tanto, sería absurdo abandonar este bienestar extremo solo por un inconveniente laboral para el que pueden encontrar solución: mandando al padre a trabajar a la capital y que les visite cuando pueda. No solo destierran de sus cabezas lo que está pasando en Auschwitz, sino que también mandan lejos al padre para que siga trabajando y siga permitiendo su situación de privilegio.
¿Y por qué digo que esto puede ser leído en presente además de en pasado? Porque la familia Höss no es una familia que vivió en la Segunda Guerra Mundial: la familia Höss soy yo, eres tú y es Europa. Es el mundo occidental, en general, que decide hacerse el ciego, el sordo y el mudo con las guerras que están ocurriendo muro con muro (hoy las víctimas son Ucrania y Palestina, mañana serán otras) con tal de mantener el privilegio y conservar su propia cultura del bienestar.
Sí, escuchamos el sonido del horror de fondo, en las noticias y en internet. Pero decidimos que eso no va a interferir en nuestro día a día y aquí seguimos, engalanando nuestros jardines para que nos sirvan de armadura contra la realidad que vive más allá de nuestros muros. Vista en presente, «La Zona de Interés» es una película muchísimo más escalofriante que si se la piensa como mera ficción histórica.
Los referentes de «La Zona de Interés»
De la misma forma que hay que entender la película como parte de un diálogo histórico entre pasado y presente, también hay que considerarla a partir de la conversación cultural que, desde hace décadas, se plantea la moralidad y pertinencia del retrato del Holacausto. Y esta conversación cultural queda al descubierto al tener en cuenta los referentes que Jonathan Glazer está manejando.
Para empezar, hay que puntualizar que «La Zona de Interés» está basada en el libro del mismo nombre escrito por Martin Amis. La novela, sin embargo, se centra en el triángulo amoroso que se establece entre Paul Doll (es decir: Rudolf Höss), su mujer y Golo, un seductor oficial nazi que también trabaja en Auschwitz. Además, la visión de la vida en el campo de concentración se completa con Szmulz, un judío que da la espalda a los suyos y actúa como sonderkommando. La historia de Amis tiene más de vodevil de época que de retrato histórico, y esto refuerza más todavía la decisión de Glazer de prescindir casi por completo del argumento en su película, en la que nunca aparecen ni Golo ni Szmulz.
Lo interesante es que Jonathan Glazer alcanza el mismo resultado que Martin Amis pero por una vía diferente. La intención del escritor con «La Zona de Interés» era precisamente abordar «la banalidad del mal» (archiconocido concepto enarbolado por Hannah Arendt durante el juicio a Adolf Eichmann) poniendo el horror del holocausto como mero telón de fondo de un triángulo amoroso. Y el cineasta, por su parte, hace exactamente lo mismo pero usando una herramienta que (magistralmente) solo puede ser empleada en términos cinematográficos: el choque casi esquizofrénico de lo auditivo con lo visual.
Pero es que, con esta decisión formal, Glazer circunscribe su película en otro debate que ha ido tradicionalmente ligado al de «la banalidad del mal»: la dudosa moralidad de representar y por lo tanto estilizar el horror del exterminio judío. Desde que Adorno escribiera aquello de «es imposible escribir poesía después del Auschwitz«, esta gran cuestión ha marcado a fuego a absolutamente todas las ficciones sobre el Holocausto.
Y tampoco parece casual que una de estas últimas ficciones, «El Hijo de Saúl» de László Nemes, levantara ampollas precisamente por su decisión de poner la cámara sobre el hombro del protagonista mientras este recorría los campos de concentración y sus horrores. Jonathan Glazer parece decirnos con «La Zona de Interés» que no es moral mostrar ni contemplar el Holocausto… Pero que no mostrarlo no implica que no exista y que no siga flotando en el presente a modo de sonido de fondo. Y esto es algo que se matiza más todavía si tenemos en cuenta el final de «La Zona de Interés«.
El cierre final, explicado
Siento caer en spoilers, pero es que es imposible entender esta película sin abordar su misterioso final. A saber: Rudolf Höss desciende por una escalera en espiral desde una fiesta con la élite nazi y, a medio camino, se detiene y mira directamente a la cámara. El espectador deja de ser espectador y pasa a ser escrutado por el protagonista para, a continuación, volver a una posición de espectador en la que contemplar el presente del campo de Auschwitz como mero parque de atracciones para turistas. Etonces la cámara vuelve a Rudolf y este sigue descendiendo piso a piso, cada piso más oscuro que el superior, hasta la oscuridad absoluta.
El descenso en espiral hacia la oscuridad absoluta queda explicado en sí mismo, sobre todo si tenemos en cuenta que Höss acaba de mantener una conversación con su mujer en la que ha confesado que, mientras obsesrvaba la fiesta nazi desde las alturas, solo podía pensar en cómo gasearlos a todo (de nuevo, la banalidad del mal en su máxima potencia). Pero el flash-forward hacia el presente está levantado todo un conjunto de teorías a cada cual más interesante.
Mi teoría ya ha quedado explicada en el primer punto de este artículo: «La Zona de Interés» habla tanto del pasado como del presente. Y, de hecho, habla de un presente en el que somos capaces de coger cualquier horror y convertirlo en un parque de atracciones en el que echar un vistazo a lo ocurrido en estancias temáticas con pilas de zapatos, ropa y utensilios dispuestos de forma estilizada y casi bella. Además, siempre a través de un cristal, para que la realidad nos salpique lo mínimo posible.
Y aquí viene cuando Jonathan Glazer riza el rizo a través de la ironía autorreferencial. Porque, con este cierre final, el director deja constancia de lo inmoral y contradictorio de «La Zona de Interés«: la película muestra a una sociedad capaz de crear un parque de atracciones a partir del horror del holocausto justo cuando ese mismo horror está ocurriendo en otros lugares del mundo… ¿Pero no es la misma película parte de una industria del entretenmiento que sirve al mismo propósito de hacer crecer flores a nuestro alrededor para que nos olvidemos de que allá al fondo puede verse el gris del muro que nos separa de Auschwitz? [Más información en la web de «La Zona de Interés»]