David (Martínez de la Haza) tiene últimamente una perruna bastante interesante: dice que la nueva crítica cinematográfica está en esos cibernáculos insultántemente jóvenes que se dedican a hacer críticas en forma de diálogos y cosas así como muy del nuevo siglo. En nuestra redacción, por el contrario, también está la facción decimonónica que piensa que eso de nuevo periodismo tiene bien poco… A lo sumo, una transposición y actualización cosmética de los diálogos epistolares que hace décadas practicaban Jonathan Rosenbaum, Adrian Martin y toda su red internacional de cinéfagos recalcitrantes, pero aprovechando las posibilidades de las nuevas tecnologías online. Sin embargo, aquí no hemos venido a hablar de esto, sino de «La Vida De Adele» y de cómo David propuso encarar la crítica del film de Abdellatif Kechiche con uno de esos diálogos. Será porque somos de otra generación, pero al final lo máximo que hemos conseguido es que Pedro (Vázquez) abra fuego con un texto y que David le responda. ¿Qué tendría eso de revolucionario? Nada. La verdad. Y nosotros queremos ser revolucionarios para que David sea feliz. Por eso, con los dos textos en la mano, me he puesto a pensar: ¿y por qué no fuerzo el diálogo que no ha existido y me acabo metiendo en medio? Allá vamos.
Empiezo recurriendo a la apertura de Pedro: «Pues fíjense ustedes que aquí, sentados en torno a esta mesa camilla para charlar de «La vida de Adèle» mientras hacemos un poco de ganchillo (menos David, que toda la vida ha sido más de patchwork) veo que soy de los tres el que la ha visto hace más tiempo, el que la tiene más lejana, al que en teoría le debería costar más encontrar algo que decir, o al menos por dónde empezar. Pero si hay algo que más de un mes después tengo absolutamente presente es la asombrosa capacidad de Kechiche para convertir algo inanimado, lejano y, en fin, falso como es una película en una sensación absolutamente física, definida, casi palpable.» He de reconocer que esto de quemar todos los cartuchos e ir a por el tuétano del hueso desde el segundo parágrafo me parece un poco hardcore… Pero al Papa lo que es del Papa, y la verdad es que Pedro acierta de pleno al señalar el plano físico de «La Vida de Adele» como su mejor baza. Desde el minuto cero, Kechiche opta por convertir las andanzas de su heroína en una experiencia que el espectador pueda sentir rozando su piel, y lo consigue por una doble vía: la dilatación del tempo como recurso de profundidad (si el film arrancara de forma menos perezosa y las escenas no tuvieran esas duraciones casi talibanes, el espectador no sería capaz de desprenderse de su propia piel para vestir la de Adele y sentir a través de ella) y la supremacía del plano cerrado (de hecho, el encuadre se va cerrando sobre la protagonista y su amante a medida que van intimando, de tal forma que la tensión sexual de los cerradísimos planos previos al sexo es casi insoportable).
Imposible mantenerse incólume ante este cine de los sentidos que otros cineastas llevan tiempo practicando (desde el padre Terrence Malick hasta filiaciones post-modernas como la de Shane Carruth en la sinestésica «Upstream Color«). Es tal la intensidad del visionado que, tal y como afirma David abriendo su texto, resulta prácticamente imposible no verse afectado por «La Vida De Adele«: «Querido Pedro, coincido contigo en maravillarme ante la sensación de aturdimiento físico que transmite el visionado de “La vida de Adele”. ¿Y acaso no debe obedecer este hecho a la plasmación misma en pantalla de una fisicidad casi insoportable por parte de Abdellatif Kechiche? El francés apenas deja hueco en su metraje para la evasión del espectador, a veces ni tan siquiera para el respiro. Parece querer decir: “platea, aquí tenéis a esta muchacha VIVIENDO; ahora, VIVID con ella”. Que ello pueda ser contemplado como una fórmula tramposa, francamente, no podría importarme menos. La feroz inteligencia de Kechiche exaltando toda esa humanidad (Adèle comiendo, Adèle llorando, Adèle follando), pero a su vez hipertrofiando la elipsis en la relación de las protagonistas, me parece tan aplaudible que cualquier menoscabo a este respecto no merece mi consideración, la verdad.» Ahora bien, si la intensidad emocional provocada por «La Vida De Adele» es un medio, ¿cuál es su finalidad?
Aquí parece que no nos ponemos muy de acuerdo. Pedro cierra su parlamento de forma lapidaria: «A pesar de que entiendo algunas discusiones en torno a ella y entiendo su relevancia como película de temática lésbica, aunque creo que funcionaría exactamente igual con una relación heterosexual, a mí no es eso lo que más me interesa, sino esa desoladora temática que va reptando lentamente en segundo plano hasta que en un determinado momento todo hace clic y «La vida de Adele» se revela como la obra maestra que es: esa demoledora reflexión sobre la felicidad, o más bien sobre la infelicidad autoimpuesta, que es también cercana y palpable y, esta sí, me llega y me deja muy tocado. Muchas de las películas favoritas de siempre coinciden en algo: me han dejado hecho una puta mierda. Pues «La vida de Adele» tiene bastante de eso.» Ante esta opinión, no puedo evitar saltar no para mostrarme en contra, sino más bien para poner a la luz la riqueza de un film como el de Kechiche, tan abierto a múltiples interpretaciones: yo también salí destrozado del cine, pero no entendí la película como una reflexión sobre la infelicidad autoimpuesta. La entendí más bien como una disertación apasionante sobre las partículas elementales totalmente aleatorias que se juntan y se separan para formar y romper relaciones. El subtítulo de «La Vida de Adele» alude a dos capítulos, y queda bien claro que el film está dividido en dos tramos de tonos completamente diferentes: hasta las escenas de sexo tenemos una película de cómo una adolescente descubre el amor (lésbico o no), mientras que tras la sorprendente elipsis después del sexo, asistimos al derrumbe de ese amor, que es donde vemos que ya en la construcción de esta relación estaba plantada la semilla de su destrucción.
¿De qué semilla estoy hablando? El film de Kechiche está preñado de una simbología sencilla pero efectiva y, así, hablando a grosso modo, no estaría de más admitir que la relación de Adele y Emma está abocada al fracaso porque, básicamente, la primera es espaguetis y la segunda ostras. La primera no tiene aspiraciones artísticas y su trabajo como maestra le basta y le sobra para ser feliz, mientras que la segunda es un espíritu artístico que necesita estar al lado de alguien similar para brillar con el fulgor del que se sabe merecedora. En la primera cena con los padres de Emma todos comen ostras (que no son del gusto de Adele), mientras que en la primera cena con los padres de Adele el plato principal son unos sencillos espaguetis. De hecho, una ternura mezclada con el conocimiento de un dolor inminente tiñe esa escena en la que Adele cocina espaguetis para todos los elitistas amigos de Emma… Por muy sencilla que sea esta metáfora en la que identificar a los personajes con una comida, ahí está lo devastador de un film que viene a hablarnos de cómo el amor (que es cosa de dos) nunca es más fuerte que el alma (que es cosa de uno): parte el corazón ver a Adele en la exposición de arte final porque sabes que ella no pertenece a esa escena, y que ni un cordón umbilical de amor sería capaz de mantenerla atada a un mundo al que no pertenece. Eso fue lo que me destrozó a mi particularmente: la forma magistral en la que, tras mostrar la intensidad del amor de Adele y Emma, Kechiche también muestra la inmensidad primero de la perplejidad y luego del dolor de Adele al verse expulsada del lado de Emma.
La simbología aludida anteriormente no es el único recurso manejado por Kechiche, tal y como apunta David: «En realidad, la película está llena de recursos astutos. Recuerdo de forma especialmente marcada los interludios de las lecciones en clase (en el primer capítulo con Adele alumna; al final con Adele maestra), presentando a modo de entreacto las escenas que se verán a continuación. Así, en la primera mitad del film los tres insertos van a mostrar los conflictos que nacen sucesivamente en la vida de la protagonista adolescente, casi a modo de presentación (la mujer y la identidad), nudo (la tragedia) y desenlace (el vicio inherente). Y, sin embargo, el entreacto final con los niños leyendo de forma concatenada esa fábula sirve de reflexión sobre lo ya vivido y lo que se vivirá. “No hace falta esconderse”, dicen. Y, sobre todo (y esto me parece básico), “no hace falta entender nada”. No necesitamos encontrar responsables ni culpables, no hace falta siquiera buscarlos, en la desintegración de una relación amorosa.» Menciona aquí David dos de los elementos que me resultan más interesantes en «La Vida De Adele» además de su simbología: su estructura y la repetición de escenas que se interconectan las unas con las otras a lo largo del metraje. En cuanto a la estructura, ya he dicho que existen en el film dos mitades pluscuamperfectas. Lo que no he dicho es que ambas mitades se reflejan la una sobre la otra de forma casi perfecta en lo que se refiere al orden de sus escenas, lo que quiere decir que el orden es inverso (como ocurre cuando te reflejas en un espejo): si la escena en la que las amantes hablan debajo del árbol se encuentra cercana al clímax sexual, la revisitación de Adele del mismo espacio sin Emma tras la ruputura se encuentra cerca de la elipsis temporal; si la escena en la que Adele y Emma hablan en un bar por primera vez (una de las escenas más sublimes del cine reciente, con el plano cerrándose cada vez más hasta tenerlas a las dos en un mismo primerísimo primer plano) se encuentra hacia el principio del film, la conversación de reencuentro entre ambas en otro bar se encuentra hacia el final del metraje (dejando claro, además, que ya ni cerrando el plano puede Kechiche recuperar la intimidad entre ambas)… Dos mitades reflejadas, casi iguales, pero separadas. Dos cuerpos (cinematográficos) unidos por un centro de pasión (las escenas de sexo) pero que están destinados a vagar separados.
En cuanto a ese centro sexual del film, poco tengo que decir. Pedro y David, sin embargo, sí que conversan al respecto. Pedro abre fuego: «Lo que parecen ignorar quienes, como era inevitable, han puesto el grito en el cielo por el dichoso tema de las escenas de sexo (porque en la polémica actrices-director no pienso entrar) es que, duren seis minutos, o siete o veintisiete, era necesario que fueran así, era imprescindible para creerse que una chica de 16 años decida meterse en semejante berenjenal ver cómo tenía que morirse literalmente de deseo. Sólo había una forma de hacer funcionar esta película y era a base de sexo y de sudor: si en «La Vida de Adele» no se follase como si no hubiese un mañana, todo el invento se iría al carajo.» Lo que me recuerda que sí que tengo algo que preguntar: ¿quién puede considerar estas escenas de sexo largas cuando todas las escenas del flirteo han ostentado el mismo tempo dilatado? Sea como sea, David sigue el hilo: «Pedro, amigo, yo también quiero omitir voluntariamente cualquier mención a la polémica, no ya sólo a la que nace de Kechiche–Seydoux–Maroh, sino también a la que parece haberse generado en cierto sector de las redes sociales con respecto a las escenas de sexo. ¡Qué me importa a mi si reflejan con mayor o menor veracidad una relación carnal entre dos mujeres! Discrepo contigo no obstante en la necesidad de esas escenas en si, como también discrepo con quien las considera superfluas. Son una pieza más en ese puzzle deliberadamente incompleto (en cuanto al elemento exclusivamente narrativo) que es “La Vida de Adele”. Mi percepción y registro de ellas se acerca a una experiencia eminentemente pictórica, casi una visita al museo, en un acto quizás por mi parte de vouyerismo asexuado, si se quiere.»
Ligado al párrafo inevitable sobre el sexo en «La Vida De Adele«, es inevitable que en toda crítica del film de Kechiche exista un panegírico en honor al descubrimiento de la carnal actriz protagonista. David toma la palabra a este respecto: «Por otro lado, me llama la atención que no hayas mentado de forma específica a la maravillosa Adèle Exarchopoulos. Fíjate, yo creo que en contadas, contadísimas ocasiones un intérprete es quien por si solo altera el lenguaje cinematográfico mismo de una película con su sola presencia, con apenas su mirada. Me ocurrió algo parecido con aquel Bergman primigenio y memorable que era “Un verano con Mónica”, donde una prodigiosa Harriet Andersson conseguía mutar de forma casi sobrenatural el discurso en si de la película, con sus gestos, su rotundidad, su joie (o folie) de vivre. Llegaba un momento en aquella cinta en que, de repente, todo encuadre, todo montaje, languidecían y pasaban a orbitar alrededor de Monika. Y algo de todo eso hay en la sobrecogedora interpretación de Exarchopoulos, un auténtico hito bigger than life que no sé si ni tú ni yo, talluditos como somos ya, volveremos a presenciar en una pantalla.»
Ahora que Pedro y David hace rato que tienen copada la conversación, me toca a mi poner la puntilla final. Y lo voy a hacer en condición del único de los tres que se ha leído el cómic original en el que está basado «La Vida de Adele» y en el que el tratamiento del color es básico. Remitiendo un poco a la simbología ya comentada anteriormente, desde el principio el color azul pasa a ser un símbolo en sí mismo: un símbolo del deseo, del amor, de la pareja de Adele y Emma. Tras cruzarse por vez primera con Emma, Adele se empieza a ver rodeada de azul por todas partes: las uñas de la chica a la que roba un primer beso (¿puede existir metáfora más bella que plantar el azul en la punta de los dedos de esta chica con la que Adele roza su primera experiencia lésbica?), el póster de su habitación sobre el que llora tras dejar a su novio, la iluminación del bar de gays al que acompaña a un compañero de su clase… En el momento en el que Adele entra en el bar de lesbianas, sin embargo, el azul se extingue y los tonos anaranjados y amarillos entran en escena para que el pelo azulísimo de Emma resalte en el entorno. A partir de ese momento, y durante bastante tiempo, Emma es la única que tiene permitido vestir azul en la película, hasta que la relación empieza a disolverse y ese azul ansiado por Adele vuelve a repartirse por el paisaje, por la escena, por el encuadre. El último intento es el vestido azulísimo que Adele viste en la exposición de arte en un intento (abocado al fracaso) de llevar a flor de piel ese azul que ha perseguido durante todo el film. De nuevo, como tantas veces a lo largo de «La Vida de Adele«, un proceso de contracción y de dilatación. Una sístole y una diástole. Un movimiento muscular tan sencillo y que, sin embargo, es el motor de la vida.
[Raül De Tena + Pedro Vázquez + David Martínez de la Haza]