Estamos ante una novela –más bien deberíamos catalogarla de nouvelle– que nos transporta a una época de zares en la que prepondera una fuerte voluntad de demostrar que la gran Madre Rusia no tiene nada que envidiar a sus vecinos occidentales. Concretamente, «La Pulga de Acero» (publicada en nuestro país por Impedimenta) nos narra cómo el Zar Alejandro, en un viaje a Inglaterra, recibe una pulga de acero: un autómata minúsculo que, a modo de ostentoso regalo, deviene en vanidosa muestra de la excelencia inglesa. En respuesta, el Zar comenzará la búsqueda de un artesano genial que pueda igualar –e incluso mejorar– tal proeza técnica, con el fin de dejar bien claro que Rusia no tiene nada que envidiar a la potencia británica… Todo esto, además, salpicado de un constante sentido del humor.
Así, Nikolái Leskov pinta un interesantísimo retrato de su patria bajo la forma de un cuento tradicional ruso que se digiere con una facilidad pasmosa. Pero no queda ahí la cosa: también estamos frente a un canto a favor de la artesanía. El autor mismamente decía considerarse artesano antes que artista y, en el presente libro, queda bien patente dicha preferencia. El corto relato se interpreta fácilmente como la última gran épica de los artesanos de Rusia. Leskov construye la historia con cierta nostalgia, evocando el hacer de los artesanos (concretamente, en este caso, del Zurdo de Tula) como un trabajo propio de genios y dotado de una genuina alma humana. Y, así, en el corto periodo de menos de ciento treinta páginas, este autoproclamado artesano ruso nos plantea una incógnita que, a día de hoy, sigue siendo válida: ¿hasta qué punto la facilitación que comportan las máquinas en muchos de los procesos actuales sesgan también el genio que antes tuvieron las manos humanas que operaban las mismas tareas? ¿Estamos sacrificando, en pos del progreso global, la posibilidad de desarrollar una mayor cantidad de creadores geniales?
Volviendo al otro gran eje de «La Pulga de Acero» (la actitud de Rusia frente a otros países de Europa), no puede aportarse nada mejor que el último párrafo de la introducción, escrita por Care Santos: «Al fin, lo único que prevalece es la pregunta que Leskov lanza en todas direcciones -al presente, al pasado y, desde luego, al futuro-: ¿Quién es aquí el idiota?» En definitiva, esta nouvelle no puede considerarse una maravilla descarada, pero sí un entretenido y amenísimo cuento que aporta humor, grandes dosis de reflexión y un pintoresco retrato de una Rusia que, a su manera, da gusto recordar.
[J. Quijano]