Con la película y el desconcierto aún fresquitos, me dispongo a intentar comprender un poco más «La Piel que Habito«… Porque, a pesar de conocer el argumento de antemano y vacunada de spoilers, he salido de la sala del cine con la sensación de ver una broma infinita y pensar, no sin malicia, cuánto dinero desperdiciado en subvenciones cuando hay tanto cineasta y guionista sin nombre con tantas buenas historias en un cajón sin dos míseros euros que las hagan tirar adelante. Pero esto es otra historia.
Uno cree falsamente que la evolución de un cineasta es exponencial, pero no. La evolución de Almodóvar, que haberla hayla, ha sido más bien a nivel técnico que a nivel de guión ya que, aunque es innegable que ha madurado en este aspecto, nunca le han faltado buenas historias, giros imposibles y diálogos brillantes (aún me río sola recordando las charlas de Chus Lampreave y Rossi de Palma). Si bien es cierto que me hacen mucha gracia las primeras (y fresquísimas) obras del manchego, debemos admitir que el hombre rodaba con más intuición que conocimientos, para finalmente aunar chispa y técnica en «Todo Sobre Mi Madre» (1999), «Hable con Ella» (2002) o «Volver» (2006). Pero, al fin y al cabo, los virtuosismos técnicos pocas veces salvan un guión; y, en el caso de «La Piel que Habito«, el guión parece que hace aguas por todos lados.
Mentar el nombre de Franju en vano es osado, pues, aunque el guiño a «Les Yeux Sans Visage» (1960) es obvio, no hay aquí nada de esa poética surrealista del director francés. Si bien el film está basado en «Tarantula«, una novela de Thierry Jonquet, «La Piel que Habito» es más bien un refrito de muchas de sus anteriores películas (sobre todo de la obsesión y locura de «Átame» (1990) o «La Ley del Deseo» (1987), o «Hable con Ella» y su visión del cuerpo femenino) y un intento arriesgado de hacer una película de género, pasándose por el forro cualquier tipo de convención y haciendo de este film una obra inclasificable: terror psicológico de serie B, thriller tirando a giallo cogido con pinzas, toques de comedia, melodrama, etc. No encontramos aquí ese momento cómico que resalta en muchos de los dramas de Almodóvar, si no más bien que lo cómico se diluye y, a veces, nos hacen reír las cosas más escabrosas mientras que las cómicas no acaban de cuajar. Lo variopinto de las influencias cinematográficas hace totalmente innecesario tanto la narración no lineal del relato como ese mcguffin o falso mcguffin ético del rollo mad doctor y la transgénesis. Los saltos temporales, aunque otorgan cierto desconcierto al principio, no acaban de funcionar, restándole fuerza al relato.
La elección de los actores no es del todo desacertada, porque si se trataba de interpretar a un plano y gélido personaje, quién mejor que Antonio Banderas, incapaz de transmitir matices o sombras del creador obcecado que acaba devorando a su criatura. En cambio, Elena Anaya hace suya una interpretación nada sencilla, creciéndose en las partes más enrevesadas, una criatura desamparada a la que le han arrancado su identidad de cuajo. Absolutamente prescindible son los personajes de Zeco (Roberto Álamo) y su disfraz de tigre (que aporta bien poco o nada a la narración además de hacerle un flaco favor al film con su falso acento brasileño) y Marisa Paredes haciendo de Marisa Paredes para hacer lo que mejor hace: ponerle melodrama al asunto.
Resulta obvio que esta no es una de esas películas costumbristas, bizarras y tragicómicas que exalta el surrealismo cotidiano en la línea de «¿Qué He Hecho Yo Para Merecer Esto?» (1984), «Entre Tinieblas» (1984) o «Volver«. El enrevesado dispositivo cinematográfico se convierte en una obra amorfa, escabrosa sí, pero sin llegar a la negrura abisal y sádica de Franju. Lugares comunes en el cine de Pedro Almodóvar, como la sexualidad y sus mutaciones, el travestismo y la fragmentación del cuerpo, así como la exaltación de lo femenino, diluyen el núcleo temático principal sobre la venganza personal de Robert, el cirujano obsesionado con la muerte violenta de su mujer, sin tocar, ni siquiera rozar, lo abyecto y lo bizarro, tal y como lo hubiera hecho un Cronenberg, es decir: sin arriesgar todo el peso de la narración en una trama realmente desgarradora sobre la búsqueda de identidad, quedándose en un cierto no man’s land de la serie B.