El protagonista de “La Línea de la Belleza” de Alan Hollinghurst (Anagrama) es Nick Guest, un joven de veinte años, de clase media-baja y de provincias, que acaba de terminar sus estudios en Oxford y se traslada a vivir a Londres a casa de su amigo Toby, del que está perdidamente enamorado, con el inconveniente de que Toby es irremediablemente heterosexual. Este objeto del deseo vive con sus padres: Gerald, que es la nueva promesa del partido de los Tories y que acaba de ser elegido diputado, y Rachel, procedente de una familia con una gran fortuna y raíces aristocráticas. En la casa también habita Catherine, la hermana de Toby, con tendencia a la depresión y a la autodestrucción. Con semejante planteamiento, la primera referencia literaria que viene a la cabeza es “Retorno a Brideshead” de Evelyn Waugh, pero a medida que vamos leyendo nos damos cuenta que la mayor influencia es la de Henry James, pero el Henry James más durillo, el fetichista de las antigüedades y el estilo lujuriosamente rebuscado. Es algo de lo que Alan Hollinghurst no se esconde (todo lo contrario) y también algo que es fácil adivinar porque Nick precisamente está escribiendo su tesis sobre este mismo autor.
“La Línea de la Belleza” tiene una estructura de una novela clásica de finales del siglo XIX o principios del XX, pero habla (entre otras cosas) de sexo, homosexualidad, cocaína, sida y Margaret Thatcher. Uno de sus mayores logros es el estilo en el que está escrito, sin duda digno sucesor del de Henry James: un estilo elegante, trabajado, y exuberante, que se mueve entre la delgada línea que separa la belleza sublime del ridículo de los excesos barrocos. Pero lo que es su mayor logro a veces también le va a la contra, porque Hollinghurst en ocasiones se pierde en el estilo y opta por describirnos mil y una fiestas y reuniones sociales de la clase bien, mientras que elide las escenas dramáticamente más interesantes. Es una novela de estilo y reflexión más que de emociones. Aún así, cuando Hollinghurst por fin se decide a regalarnos una escena emotiva lo hace con una intensidad apabullante. Estas abundan al final del libro, cuando el sida ya ha hecho estragos y cuando se nos contrapone al Nick del presente con el Nick inocente y lleno de ganas de vivir y de enamorarse del principio. “La Línea de la Belleza” empieza y termina con unas elecciones; entre ellas pasan cuatro años, en los que Nick vive en el limbo que hay entre el fin de la vida de estudiante y el inicio de la vida de adulto.
Son los 80 y, aunque Margaret Thatcher sea Primera Ministra, parece que la homosexualidad ya no es un tabú. Nick ha salido del armario y parece que todo el mundo lo ha aceptado con la mayor naturalidad, pero esto sólo son las apariencias. Nick es aceptado siempre que su orientación sexual no sea algo visible, sino algo abstracto a lo que no se haga referencia prácticamente nunca. “La Línea de la Belleza” construye un retrato de la hipocresía de una época, respecto no sólo la sexualidad sino también las diferencias de clase y al racismo. Hollinghurst edifica un gran fresco que retrata las mezquindades de una clase social con tono casi satírico. Es una obra en la que difícilmente podremos sentir empatía por los personajes. A medida que la historia avanza, vamos descubriendo sus defectos y sus miserias, y nos damos cuenta que en realidad son un montón de seres despreciables. El punto culminante es el encuentro de Gerald con los votantes de su distrito, a los que trata con un paternalismo, unos aires de superioridad y un mal disimulado asco de lo más rastreros. Sin embargo, incluso es difícil simpatizar con Nick, por la vergüenza que le producen sus padres y sus orígenes humildes, y porque es vanidoso y narcisista hasta extremos obscenos.
“La Línea de la Belleza” es una crítica social terriblemente dura y cruel, aunque no por esto exenta de humor. Pero también es una novela sobre descubrir el sexo, hacerse mayor, llevarse decepciones, aceptar que la vida nunca será como la habías planeado, descubrir que las personas en las que confías te pueden defraudar y aprender a encararse con la muerte.
[Núria Casademunt]