«La Gran Belleza» era la cháchara incesante, y ahora Paolo Sorrentino muestra la cara b de todo aquello en su nueva película: «La Juventud».
«I lose all control when you whisper my name«… Suenan los violines y la voz de Sumi Jo desborda la emoción de la audiencia. La interior, con un Paul Dano al borde de las lágrimas, y la exterior, con la sal de butacas sumida en lágrimas. El recorrido escénico al que nos somete Paolo Sorrentino en este post scriptum final, la desnudez del folio en blanco que es el escenario, el recorrido facial por las emociones de sus protagonistas, los desplazamientos geográficos hacia otros lugares, otras personas, nos hablan de la tabula rasa emocional, de la redención, de dejar atrás la vejez en cuanto a encaramiento de traumas. De seguir adelante, de la juventud que nos espera.
Tan sólo Michael Caine parece permanecer impertérrito ante tal despliegue de emoción. Sólo una cierta mirada hacía la soprano nos indica cuán importante es para él, cuán significativo resulta algo tan aparentemente simple como realizar aquello que más sabe, dirigir una orquesta, ejercer su profesión. Suenan las primeras notas de «Simple Song #3«, un violín rasgado que anteriormente ha sonado como un eco, como un recordatorio opaco de la imposibilidad de salir del bloqueo emocional. Y ahora resuena, atronador. Porque Caine no está interpretando la música, ni tan sólo está interpretando a los músicos. Se está liberando, purgando todo aquello que le atormentaba.
El eco del violín resonaba en el balneario, con cada conversación, con cada recuerdo. Entre terapias, rutinas y adormecimiento. En la negación lineal y mortecina más destinada a “matar” por amodorramiento que a sanar. Allí se citan estrellas de todo tipo y condición, y también seres anónimos bajo tinieblas y sudores de un vapor de sauna, de un baño de chocolate que anula las identidades. Gente que no pasea, sino deambulan entre traumas, memorias no superadas y un dejarse ir vital.
Las palabras son importantes en «La Juventud«, pero Sorrentino decide que quien calla otorga y por ello igual de importantes son los silencios vacuos entre diálogos y las expresiones faciales que les acompañan. Son dramas y miserias a ritmo de terciopelo, pero no por ello menos duras. Precisamente, la suavidad con la que el dolor aparece es lo que lo hace más duro de soportar. Cáscaras de seres humanos rellenando nada más que pesadumbre. Ironía y sarcasmo que no hacen más que acrecentar la falsa seguridad de la armadura existencial.
Lo avanzaba Jep Gambardella en «La Gran Belleza«. La cháchara, el bla bla bla escondiendo la vida, la muerte como momento de inicio. La eterna juventud pretendida a través de un horro vacui de pretensión y fiesta, de cinismo malentendido. Y la cara b de todo ello es «La Juventud«: el retrato del desengaño, el artificio de la falsa sanación, de la necesidad de “morir” para sacar a la luz la verdadera vida. En este film, Sorrentino decide no sólo mostrar periplos vitales sino que, esta vez, ofrece alternativas: muestra lo que comporta mirar eternamente atrás y no superarlo y contraponerlo con dar un paso hacia delante. Entre saltar por un balcón iluminado y bello o marcar el ritmo vital con un viejo papel de caramelo. Entre seguir adelante o arrojarse al vacío. In fondo é solo un trucco. Sí, é solo un trucco.
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