Si esta crítica tuviera que llevar un título, este sería el de “Amor y Pedagogía”, ya que Scorsese, alejado esta vez de sus películas siempre teñidas de conflictos y violencia, se planta en las salas con una historia para toda la familia, cargada de amor por el cine y con voluntad de transmitir ese amor a los más jóvenes.
“La Invención de Hugo” es una delicia cinéfila para todos los públicos que bien podría tratarse de dos películas en una: por un lado tenemos la historia de Hugo (Asa Butterfield), un joven pre-púber de vida dickensiana, huérfano reciente, vive con su tío, relojero y de mal beber, en la torre de un reloj en una transitada estación de trenes en París. Su padre (Jude Law), también relojero, le inculcó su amor por los relojes, su funcionamiento y toda clase de mecanismos como el oxidado autómata del siglo XIX que encuentra olvidado en el almacén de un museo y que ambos querían reparar. Ahora, tras la desaparición de su tío, Hugo vive solo y bastante triste entre los túneles y pasadizos que llevan a su pequeña habitación en la torre. Mientras engrasa y ajusta el reloj para que siempre dé la hora, espía por entre las rendijas a los personajes que habitan diariamente la estación: la vieja dueña del bar, la joven florista, el pintor bohemio, el temible guardián de la estación con su doberman que perseguirá incansable a Hugo y a cualquier huérfano que se tope en su camino, y el gris y cascarrabias vendedor de juguetes. En sus noches, Hugo recuerda a su padre mientras intenta reparar el viejo autómata. El extraño mecanismo del muñeco y su afán por repararlo le llevará a robar piezas del viejo vendedor de juguetes y a establecer una relación de amistad con Isabelle (Chloë Grace Moretz), su simpática y resabiada hija, que le ayudará a resolver el misterio que esconde el autómata.
La segunda línea argumental, que va perfectamente entrelazada con la melodramática historia de Hugo, es la que surge a flote una vez el autómata se pone en marcha y transmite un misterioso mensaje: un dibujo de una luna con un cohete en el ojo. Gracias a sus ansias de aventura, Hugo y su nuevo amiga descubrirán que Papa George, padre adoptivo de Isabelle y vendedor de juguetes, es ni más ni menos que un traumatizado y olvidado George Méliès (Ben Kingsley), un auténtico pionero del cine que vio en el invento de los hermanos Lumiere (quienes lo consideraban un artefacto sin futuro) una fuente inagotable de imaginación, magia y sueños. Con la ayuda de un historiador del cine, la figura del cinéfilo por excelencia que bien podría ser el alter ego de Scorsese, intentarán que Papa George no rehúya de su pasado y que comprenda que no ha sido olvidado.
Sin llegar al biopic pero recordando a los documentales cinéfilos de Scorsese, Méliès recordará en flashbacks sus inicios como cineasta. Y aquí, Scorsese pone toda la carne en el asador utilizando para ello una reconstrucción de los escenarios utilizados por Méliès y que forman parte ya no solo de la historia del cine, sino del imaginario colectivo del arte universal. No obstante, ya desde el inicio el director deja claro que la utilización del 3D no es baladí y está absolutamente justificada: la cámara serpentea entre los túneles, entre la muchedumbre de la estación, se disuelve como mantequilla en una sartén y nos proporciona una luminosidad e incluso una artificialidad (que a veces recuerda a Jeunet) digna del propio George. Pero, a su vez, nos convierte en una suerte de espectadores a lo Lumiere, aquellos primeros e inocentes visitantes de barracas que se levantaban asustados de sus sillas al ver acercarse en la pantalla al tren llegando a La Ciotat. Así, nosotros nos maravillamos ante la técnica, y a veces se nos escapan las manitas como si así pudiéramos sentir la nieve que cae o acariciar al perro que sale abruptamente de la pantalla.
De todos es bien conocida la relación de Martin Scorsese con la fundación sin ánimo de lucro The Film Fundation, dedicada a perseverar en la conservación del celuloide. “La Invención de Hugo” no es sólo un canto de amor al cine, sino también un toque de atención para preservarlo y protegerlo del paso del tiempo y, sobre todo, del olvido. Hugo es, de hecho, un cinéfilo en potencia, un voyeur que, escondido tras las manecillas, observa las idas y venidas de los pasajeros en la estación, además de ser un enamorado de los mecanismos: los autómatas (tan Hofmannsthalianos, tan «Metropolis«), los relojes y, por supuesto, el cine, que no deja de ser otro mecanismo. De hecho, cuando Isabelle, en su ansia aventurera, le confiesa que nunca ha ido al cine, horrorizado la lleva inmediatamente (aunque sea colándose por la puerta de atrás) a una sala parisina donde se celebra el Festival de Cine Mudo. Allí, asombrados, verán las peripecias de Harold Lloyd (de nuevo con alusión a los mecanismo), Buster Keaton y claro, George Méliès.
Scorsese, que hace un breve cameo fotografiando a Méliès en su estudio, ha creado una obra vitalista y deliciosa (a partir de la novela gráfica de Brian Selznick), que todo niño y no tan niño debería ver para comprender y amar el cine. Si yo tuviera hijos, les llevaría sin dudar a ver “La Invención de Hugo” con la esperanza de que ellos también sintieran amor algún día por este mecanismo “sin futuro”.