La hiperactividad de Kurt Vile está haciendo mella en entender la nueva canción de autor americana desde una nueva, más moderna y menos moderada perspectiva. De la misma manera que a principio de siglo nos encontrábamos con el final de aquella generación de alt-rock-country para hacer sitio, acto seguido, al freak folk (o a la New Weird America) y al femme folk global (y tan popular que hasta ha calado en nuestro país con representaciones propias y dignas de exportación a baja escala), ahora nos encontramos en una zona (de autor) de nadie; y no por estar exentos de nombres más que interesantes, sino por carecer de una escena potente a nivel global. Entre toda esa aridez estomacal en la que todos van por libre nos topamos con Kurt Vile, un melenudo sin límites ni tapujos a la hora de crear, aunque no por ello tengamos que tratarlo como un renovador del sonido pop-rock mundial, sino más bien como un músico epiléptico, tranquilo y nervioso a la vez y, por encima de todas las cosas, hiperactivo: lo mismo retoma el legado del blues más purista en una versión moderna del asunto que apuesta por la canción de (no) protesta, el rock experimental, los arranques de herencia alternativa o la bizarrada más freak con un songwriter haya parido. Pura leña del árbol caído.
Aunque su aspecto simule el de un nostálgico del heavy metal ochenteno, emulando en pintas y formas a cualquier aspirante a guitarrista de Megadeth o los primeros Metallica, Vile es muy indie. Y a mucha honra. En tan sólo tres años ha publicado cuatro LPs, dos EPs y dos singles, consiguiendo firmar con Matador, sin duda (y junto a Sub Pop y Domino) uno de los sellos indies más mainstream e importantes del globo. Recompensa más que merecida si tenemos en cuenta que sus dos primeros trabajos fueron un ejercicio de fogueo anacrónico que lo erigió como una de las caras más buscadas, vitoreadas y aplaudidas de la generación lo-fi (algo que no podemos llamar escena, pero que sí comparten cierto regusto por el sonido de baja calidad y las pequeñas producciones dispersas, despistadas y corrompiendo los muros del sonido spectorianos) y, junto con Pete Yorn, Joanna Newsom y Devendra Banhart, los únicos que mantienen alto el listón de cantautores modernos y avanzados, virando en sonidos y explotando hacia los cuatro costados, sin prisa pero (sobre todo) sin pausa. De»Constant Hitmaker» (Gulcher, 2008 / Woodsist, 2009) y «God is Saying This to You…» (Kemado Records / Mexican Summer, 2009), Vile pasó a contestar con su trabajo más laureado hasta la fecha (aunque servidor esté enamorado de “God is Saying…”), «Childish Prodigy» (Matador, 2009), su primer material con su disquera actual, aplaudido por gente como Kim Gordon (bajista en Sonic Youth y una de las musas del indie noventero) y, hasta ahora, su pisada más ecléctica, variada y concreta. En estos tres discos el músico de Philadelphia se dedicó a homenajear a grandes (Dylan, Drake, Elliott Smith, Tom Petty, Bruce Springsteen) y jóvenes (Devendra Banhart, Woods, Real Estate, The Dodos, Ariel Pink), haciendo pasar por un tamiz de lo más peculiar una paleta de coloridos sonidos que lo acercan tanto al blues más pureta como al bucle experimental de fondo y alma oscura. Una suerte de new wave post wave de la wave. Pero fina y re(s)catada.
Con «Smoke Ring for My Halo» (Matador, 2011) nos encontramos con la evolución concreta de Vile hacia los sonidos clásicos, tan cerca del folk de autor de los 60 y los 70 como del blues moderno acústico (el de The Black Keys, pero usando la monotonía como herramienta). Aquel que hace unos meses veíamos en el single-EP «In My Time» (Matador, 2010) se hace hoy carne en un compilado que sobrepasa los 45 minutos y nos deja perlas dignas de aquel «Cripple Crow» (XL, 2005) de Devendra Banhart como «Baby’s Arms«, herencias de la psicodelia hippie de los 60, uniendo a Hendrix y The Band como «Puppet to the Man«, el psycho-folk de raíz árabe, emparentado con aquel vicio por las guitarras de sonido envolvente de George Harrison en «Society is My Friend» o la nasalidad del Dylan primerizo, blandiendo de slide, yeites y ritmo y blues (esta vez sin armónica) en piezas como «Runner Ups«. Aún así, es probablemente cuando la formalidad más accesible dice presente, en un arranque que lo emparenta con Jeff Tweedy y el Ryan Adams de Whiskeytown en (la antes mencionada) «In My Time» o «Ghost Town«, donde Vile tiene más que decir y un terreno mucho menos farragoso para crecer, emocionar y evolucionar como un músico de armas tomar. Probablemente el exceso de monotonía sónica, las canciones excesivamente largas (varias por encima de los cinco minutos) y, sobre todo, la zozobra impoluta que eterniza las canciones con ausencia total de ruptura estructural hacen «Smoke Ring for My Halo» un ejercicio sólo aptos para aquellos que empatizan con esta forma de crear y disfrutar del nuevo folk-pop americano; pero gustos, vicios y filias aparte, Kurt Vile sigue avisando y postulándose como el gran candidato a heredar un trono aún vacío de quién sabe qué y quién.
[Alan Queipo]