Vaya por delante que a mi, de todas las divas maisntream, Katy Perry me parece la más mediocre. Y su carrera, así, a grandes rasgos, un chus total. El único carisma que tiene son dos perolas con una copa C y poca cosa más. No me gustó cuando se dio a conocer con «I Kissed a Girl» (con aquel rollito de sureña recatada en público-guarrona en la intimidad que se gastaba) y sigue sin gustarme ahora que se viste como la mona Chita en los videoclips. Es una hortera, no tiene identidad musical y encima estuvo casada con Russell Brand. ¿Se puede ser más monga? Pero al Perry lo que es del Perry, y la tipa cuenta con una buena sarta de jits pisteros (de esos de bailar con un Malibú con piña en la mano izquierda) que, desde el mencionado «I Kissed A Girl«, han ido in crescendo en la categoría de jitazos hasta llegar primero a «Fireworks«, que ya parecía bastante insuperable, y después a «Roar» , que apunta, ahora sí, a cénit de su carrera musical, a canción perfecta de radiofórmula pop.
Katy, como decía, no tiene una identidad ni personal ni musical. No es una guarra reconvertida (como Britney), no es un volcán exótico (como Rihanna), no es una espantaja que supura entertainment (como Lady Gaga), no es nada pero quiere serlo todo: casta-guarra-y-entretenida, y sus discos se resienten de ello. «Prism» (Capitol, 2013) no es una excepción. Sus dieciseis canciones son un batiburrillo pop que no se entiende, que se disfruta a tragos pequeños (hay que reconocerle que el primer tramo es de pura traca), pero que en grandes ingestas seguidas provoca sopor y aburrimiento. Quizá dieciséis canciones no hacían falta. Quizá con doce, hasta «Double Rainbow«, ya hacíamos (y siendo muy, pero que muy generosa). El tercer disco de la Perry, como buen representante del pop más crudamente mainstream, adolece de una extensión eterna e innecesaria, como el 70 por ciento de los discos que nos llegan hoy en día, que parece que los artistas quieran justificar la subida de los precios añadiendo canciones y canciones y más canciones aún a riesgo de matar al personal de aburrimiento cuando, total, lo que queremos escuchar es «Roar» hasta que nos sangren las orejas (es jodidamente buena, de verdad).
Aunque, sin ser yo fan de la Perry ni nada de eso, hay que reconocer que «Prism«, pese a su heterogeneidad incomprensible, tiene grandes momentazos la mar de disfrutables. Cuando superas la tentación de darle a repeat la décima vez a «Roar«, que es el gran opening del álbum, te encuentras de morros con la oligofréncia «Legendary Lovers» y ese hipnótico sitar que se entrelaza con los gorgoritos de Katy, sus «lalalalas» y una de las percusiones más dulcemente machaconas y adictivas del conjunto (eso sí, la caja de ritmos que le compraron al gitano de la esquina podrían ahorrársela). Le sigue la estupenda «Birthday«, en la que por primera vez Katy se pone el traje de Kylie Minogue y que es, con diferencia, el mejor temazo del disco después de «Roar«. No será la única vez que la Perry quiera ser «la otra K»: también lo hace en la divertida «Walk On Air«, maravillosa con ese rebozado trancero y ese rollo Alphabeat tan chicletoso y catchy. Más adelante en el tracklist destaca la preciosa «Love Me» con esa intención de manual de autoayuda tan poco pretencioso y bonito. Y es que ahí es cuando la Perry suele moverse bien: entre algodones de azúcar y manzanas de caramelo. No le va tan bien cuando se pone en plan EDM cutre (lo de «Dark Horse» con Juicy J es para mear y no echar gotita… ni de sirope), en plan hiphoper piji (¡Ay! Los scratches de «This Is What We Do«… Mothermine) o cuando intenta imitar cosas que le vienen del todo grandes (el gran finale de «International Smile» con guitarras a lo Daft Punk dan ganas de taparse la cabeza con la funda de una almohada: vergüencita ajena en estado puro). Y luego vienen las inevitables baladas: «Ghost«, «By The Grace of God«… Esas canciones para escuchar con el mecherito alzado que tanto gustan a gays y emos pero que a mi, por lo general, me sobran en los discos de chunda chunda frívolo.
Cuando la Perry lanzó su «One of the Boys» (Capitol, 2004) en 2008 tenía 24 años y todo el mundo por delante. Cuatro discos después ha tenido tiempo para convertirse en musa de la euforia juvenil, en ídola de masas, icono sexual, de vender una cantidad pornográfica de discos, enamorarse, divorciarse, deprimirse (mucho), caer en el hoyo y volver a salir. No está nada mal. Lo guay de «Prism» es que, aún viniendo de una situación personal difícil no es el típico canto del cisne para que la tomemos en serio (aunque algunas letras se contagien de su estado de ánimo). Los discos de Katy Perry siempre son carne de feria y autos de choque y se mueven al ritmo de lo que se lleve musicalmente en los centros comerciales en ese momento. Y ella lo sabe y así es como lo explota… Con sus cosas buenas y sus cosas malas, claro.