Kanye West acaba de publicar su nuevo disco «Ye»… Y es inevitable preguntarse: ¿estamos viviendo en directo su caída en picado hacia el abismo?
De aquí a treinta años, y si el cine sigue existiendo como tal, alguien filmará el «Ciudadano Kane» del siglo 21 y, más que probablemente, estará protagonizado por Kanye West. Bueno, ya sabes, será un personaje que no se llamará Kanye West, pero todos sabremos que es Kanye West igual que siempre supimos que Charles Foster Kane era William Randolph Hearst. Y es que, al fin y al cabo, lo de Ye está siendo uno de los casos más fascinantes de auge y ¿caída? de la historia de la música reciente. Lo jodido, en todo caso, es determinar si lo que estamos viviendo aquí y ahora es el inicio de su caída o, por el contrario, un ataque de genialidad que será revalorizado con los años.
Vaya por delante que lo que viene a continuación es mi opinión personal e intransferible, que para algo va firmada con mi nombre. Y, por lo que tiene de íntima, permitidme que la abra con una pincelada de mi relación particular con Kanye: creo que la cúspide de mi relación con este hombre fue su «808s & Heartbreak» (Roc-A-Fella, 2008). Antes de eso, sus discos ya me parecían de una valía inmensa por lo que tuvieron de piedra filosofal a partir de la que definir el hip-pop o, dicho de otra forma, el acercamiento definitivo del hip-hop a la coyuntura del pop, a su industria, a su funcionamiento, a su accesibilidad, a su cultura de la fama como algo luminoso y no tan oscuro como el star-system rapero.
«808s & Heartbreak«, sin embargo, fue cúspide a la vez que excepción en su carrera: fue el único momento en el que parece que Kanye se permitió ser Kanye, sin filtros de Instagram, y no la versión de Kanye que quería fascinarnos a todos. Lo que vino después, eso sí, no podía ser más irregular… «My Beautiful Dark Twisted Fantasy» (Roc-A-Fella, 2010) es al gran catedral del hip-pop y, probablemente, la gran cúspide de la propuesta más identificable de Kanye: samplers por doquier, colaboraciones a mansalva y una fascinante visión de la música como fórmula abierta que fagocita la autoría ajena y la convierte en copyright propio.
Después vino la bajuna de «Yeezus» (Def Jam, 2013) y el espejismo de «The Life of Pablo» (Getting Out Our Dreams, 2016), que fue un subidón instantáneo porque, tampoco voy a negarlo, incluía algunos pelotazos realmente infecciosos y, sobre todo, porque se hizo acompañar de una campaña de marketing realmente inteligente: que si te podías tunear la portada para que fuera tuya, que si incluía samplers y colaboraciones revolucionarias… Pero reconozcámoslo: aquello fue un globo que no tardó en desinflarse, sobre todo porque Kanye empezó a mostrar por aquel entonces evidentes irregularidades psicológicas que impidieron que la cosa cuajara.
Me estoy refiriendo al lanzamiento exclusivo en Tidal (ahí, intentando forzar que nos tragáramos la plataforma de streaming por sus cojones morenos) y, sobre todo, al hecho de que Kanye concibió aquel disco como un trabajo abierto que parecía no darse por acabado nunca. Cuando menos te lo esperabas, saltaba otra noticia de que West había realizado cambios en tal o cual canción, por lo que el disco que creías conocer resulta que nunca parecía ser el definitivo… Hasta que dejó de importarnos. Hasta que el tío seguía haciendo cambios y, mira, es que ya ni sé si escuché la versión final de «The Life of Pablo«, pero es que me la pela.
Más tarde llegaría el brote psicótico de Kanye, su ingreso en un centro psiquiátrico y, así, nadie sabe bien cómo, West pasó de ser el epítome de lo cool a una especie de broma andante a la que cuesta tomar en serio. Ya habíamos aceptado sus delirios de grandeza, su «I am God«, su matrimonio con la mayor estatua conmemorativa de la vanidad inane influencer y su affair con la familia Kardashian, su empeño en dedicarse a la moda… Pero esto es como lo que dicen los psicólogos: todas estas cosas son piedras que vas metiendo en una mochila. Y, al final, esa mochila o la vacías o te parte la espalda. Y hay que reconocer que, todo bien sumadito, finalmente le ha roto la espalda al mito de Kanye West.
En esas llegamos al nuevo disco del artista, «Ye» (Getting Out Our Dreams, 2018)… Y, para entenderlo, no puedo dejar de pensar en las noticias de los meses precedentes a su lanzamiento. Para empezar, ahí está la polémica con sus comentarios racistas que hicieron arder las redes sociales. Para seguir, el regreso de West a Twitter después de un buen tiempo desaparecido para publicar allá su «libro de filosofía» a golpe de tuit. Para continuar, esa amistad con Donald Trump que cada vez es más «on your face«. Y, para acabar, el hecho de que, hace tres semanas Kanye West colgó lo siguiente en Twitter…
https://twitter.com/kanyewest/status/996463788231610368
Inmediatamente quedó claro que Kanye estaba trabajando en su disco, pero también en el de Pusha-T, en el de Kid Cudi… Y, si nos fiamos de las columnas que tenía en su pizarra, algo estaba haciendo también para Nas y Teyana Taylor. Visto así, pintaba bien. Lo jodido es que, menos de un mes después, ya tenemos entre nosotros tres de los discos en los que Ye estaba trabajando: el suyo (el mencionado «Ye«), el de Kid Cudi (que al final es un disco conjunto con West y se titula «Kids See Ghosts» -Getting Out Our Dreams, 2018-) y el de Pusha-T («Daytona» -Getting Out Our Dreams, 2018-). Cualquiera podría decir: joder, qué bien, tanto disco de tanto artista tan esperado en tan poco tiempo. ¡Vaya gozada! Pero no.
El problema es que los tres discos tienen una duración media de 23 minutos. Y no solo resultan jodidamente parecidos (todos suenan a disco de Kanye West, cuando el de Pusha-T y el de Kid Cudi deberían haber honrado mínimamente al imaginario sonoro de ambos, digo yo), sino que además suenan bastante precarios. Faltan grandes ideas musicales, que es lo que convirtió a Kanye en icono de la música del futuro. Y falta también una producción cerrada y mimada, brillante, porque lo que encontramos en los tres discos parece más bien una invitación directa a que West se marque un «The Life of Pablo» y siga retocando las canciones hasta el infinito y más allá. (Fun fact: Ya se ha confirmado que, desde que se publicó «Ye«, West ha hecho varias actualizaciones.)
En mi cabeza, Kanye era un tipo que se encerraba en el estudio durante meses para conseguir joyas pluscuamperfectas en las que se sumaban mil elementos para acabar conformando una nueva unidad fascinante. Ahora, en mi cabeza, Kanye es un tipo que se encierra en el estudio tres días con tres barriles de Red-Bull (por no decir otra cosa) y se pule cinco discos del tirón en un alarde de ego inconmensurable, autoconfianza excesiva e ese tipo de indulgencia que te hace pensar que todo lo haces bien y que, oye, si no está perfecto, ya lo podrás cambiar en el coche de camino al próximo evento. (Fun fact 2: Ya se ha confirmado que, desde que se publicó «Ye«, el artista realizó uno de los cambias desde el coche de camino a la presentación del álbum con Kid Cudi, según lo que ha explicado la propia Kim Kardashian.)
Ojo: este texto no es una crítica de «Ye«, ni mucho menos. Este texto es una opinión personal e intransferible sobre el momento de la carrera de Kanye West que estamos viviendo aquí y ahora. Y, oye, a lo mejor de aquí a unos años tengo que comerme mis palabras y resulta que Ye ha vuelto a ser un visionario… En unos tiempos en los que el formato «álbum» ya no tiene sentido, puede que lo más sensato sea realizar lanzamientos de poco más de veinte minutos para ajustarse al déficit de atención de la generación millenial. En una era en la que las nuevas generaciones no escuchan música a la búsqueda de lo memorable, sino de un subidón inmediato y perecedero que no implique ni mirar el autor de este chute drogota, puede que tampoco tenga sentido encerrarse un año en el estudio para facturar un disco / catedral, sino que a lo mejor lo más responsable sea optar por un disco / chavola en la que pegar un polvo rápido, un «aquí te pillo, aquí te mato» y si te he visto no me acuerdo.
Pero, lo siento, yo sigo siendo yo y no soy «Ye«. No soy «Ye» para nada. Sigo buscando música memorable y sigo pidiendo un mínimo común denominador a discos de artistas como Kanye West, que una vez no solo rozaron la excelencia, sino que la agarraron a mano abierta. Sigo pensando que «Ye» no es un disco que capture el caos del momento sociopolítico actual, sino que captura más bien ese momento en el, después de haberse quemado las alas por volar demasiado cerca del sol creyéndose un Dios del Olimpo, Kanye ha empezado a caer (mental y artísticamente) en picado hacia el abismo.
Puede haber alguna remontada como la de «The Life of Pablo«, un esfuerzo que eleve un poquito más a West. Pero ¿cómo conseguir algo así? ¿Cuál sería el equivalente artístico a que te pillen en medio de la caída y substituyan tus alas fundidas por unas nuevas prótesis hiper-tecnificadas tipo Iron-Man? No tengo ni idea. Y tampoco sé vosotros, pero yo veo muy difícil superar mi actual percepción de Kanye como una broma que se toma demasiado en serio a sí misma y volver a confiar en él como en los tiempos del doblete de «808s & Hearbreaks» y «My Beautiful Dark Twisted Fantasy«. Pero, bueno, que casos más raros se han visto y nunca digas nunca jamás… Ya tú sabes. [Más información en la web de Kanye West // Escucha «Ye» en Apple Music y en Spotify]