¿A favor o en contra de «Julieta»? Como no podemos decidirnos, le dedicamos dos críticas enfrentadas a la última película de Pedro Almodóvar.
Se dice, no sin cierta razón, que Hong Sang-soo hace la misma película una y otra vez. Quizás algo de eso, aunque más veladamente, le ocurre a Pedro Almodóvar. Desde luego, la aridez y el rigor que a priori nos insinúa en “Julieta”, su última película, queda aparentemente lejos del resto de su filmografía, incluso de aquellas películas que, como esta, se circunscriben de forma más evidente en el género dramático, como “La Flor de mi Secreto” o “Hable con Ella”. No obstante, una lectura atenta revela en “Julieta” varias de las constantes del cine de su autor. Este nuevo viejo Almodóvar, que parece volver a tomarse en serio a sí mismo después de sus en mi opinión flojísimos acercamientos al thriller (“La Piel Que Habito”) y a la comedia alocada (“Los Amantes Pasajeros”), cimenta “Julieta” en tres ideas que van a ir de la mano, inseparables, cercenando todo a su paso: ausencia, silencio y culpa.
La primera constante que vincula parte de la obra previa de su cineasta con “Julieta” es la ausencia de la figura masculina, la huella dejada por el amante, lo que la entronca directamente con la ya lejana “La Flor De Mi Secreto”. De alguna forma, me parece ver varios nexos de unión entre ambas películas, que probablemente constituyen los dos acercamientos más puros y desacomplejados de Pedro Almodóvar al melodrama descarnado, casi teatral. Si bien es cierto que en “La Flor De Mi Secreto” el director se atrevía a darnos el espacio para respirar que aquí nos niega, en ambas late fortísimo y en primer plano el dolor incoercible e incorregible de la ausencia del amante amado.
La simbología, tan importante en aquella película maravillosamente cursi, vuelve a aparecer aquí, con más fuerza si cabe, como en esa mirada quebrada y a la vez compadecida del autorretrato de Lucian Freud que observa a la protagonista mientras habla por teléfono, haciendo las veces de un retrato de Dorian Gray cualquiera, ajado por la pena soportada mientras Julieta (Emma Suárez) aún conserva una aparente entereza. O en el batín con el que se asoma al balcón en su nuevo piso de Madrid, con sus estampados dorados y negros formando figuras poligonales, que indefectiblemente trae a la memoria al atuendo que cubre a la figura del hombre en «El Beso« («Der Kuss«) de Gustav Klimt, esa presencia de nuevo anhelada.
A sus 66 años, Almodóvar aún parece idealizar el amor romántico. El recuerdo del primer encuentro entre la joven Julieta (Adriana Ugarte) y Xoan (Daniel Grao), en un tren nocturno, parece narrado como si formara parte de un sueño, como si esa experiencia, al recordarla años después, adquiriese una pátina de sublimación e irrealidad (o pararrealidad) onírica, tanto por los elementos que componen ad hoc esta escena -un hombre misterioso con una maleta vacía, un ciervo que persigue al tren “en busca de su hembra”- como por la forma en que están mostrados -el coito reflejado en una ventana del tren prodigiosamente iluminado y fotografiado por Jean-Claude Larrieu-.
Ahí está, de nuevo, la importancia del vínculo transgeneracional en la mujer. Un vínculo que tiene dos caras: una positiva, balsámica, simbolizada en un amor puro y generoso entre abuela-madre-hija; otra negativa, terrible, gestada en un sentimiento de culpa y reproche y revelada de forma clónica por medio del engaño -el que acatan en silencio Julieta y su madre- y de tragedia -la que sufren a gritos la protagonista y su hija–. La huella de la progenie es aquí una enfermedad con componente hereditario dominante ligado al cromosoma X que se llama fatalidad.
Un hecho curioso es que, quizás por primera vez en la filmografía de Almodóvar, son los silencios y no los diálogos los que construyen los cimientos del relato en su película. “Julieta” es obviamente menos fastuosa que las obras mayores de su autor, tanto a nivel visual como, por así decirlo, oral, pero esa contención es la que de alguna forma hace implosionar el relato. Como digo, esta es una película que apenas deja espacio al espectador para respirar, es un compartimento estanco del que su director ha extraído todo el oxígeno. El drama sentido por las mujeres en “Julieta” es tan vívido que sus protagonistas deambulan sin fuerza apenas para llorar, para drenar su pena, sin rumbo aparente por esos espacios cerrados que parecen abiertos, como el puerto de Redes en Galicia o como las calles llenas de vida de Madrid. Esos espacios son de nuevo importantísimos en esta historia como contrapunto emocional y brújula radicular, algo constante, iterativo incluso, en la obra de su autor.
El silencio atroz que ahoga a Julieta es un silencio muy distinto al que escoge Antía, su hija. Ella asume el silencio primero como una reacción terapéutica necesaria, después como eje conductual y, finalmente, como recriminación y medio hacia la huida, dejando el silencio más doloroso: el silencio ausente. Pero el silencio, que tan dañino parece en “Julieta”, se revela también como la forma última y quizás más pura de amar. Julieta y su madre establecen en su comunicación sin palabras un amor callado (solo roto en un momento de lucidez en mitad de la noche, en una escena preciosa), que las funde en un núcleo emocional exclusivo y limitante, donde todo lo externo a ellas se vuelve ajeno y despreciable a sus ojos (la relación del padre y la cuidadora). Ese silencio forzoso por distintos motivos en las tres mujeres (abuela-madre-hija otra vez), que se convierte en la forma de comunicarse más sincera entre ellas, también se convierte en la forma más sincera narrativamente que Almodóvar tiene para comunicarse con nosotros. Y es que la ausencia de la palabra realza la fuerza de las imágenes -recuerdo especialmente la magistral escena bisagra de la toalla-, y el cineasta nos deja con ellas en la intimidad, cautivos nosotros de ellas y cautivas ellas de nosotros, como ocurre cada vez que el cine es bueno, cada vez que el cine importa realmente.
La superstición trae consigo la culpa y la culpa trae la penitencia. En “Julieta” hay un cierto pensamiento mágico, casi supersticioso, que sobrevuela toda la historia de su protagonista y que afecta todo cuanto le circunda. “Iba sentado ahí, ¡justo donde estás tú ahora!”, le advierte Julieta a Xoan sobre el misterioso suicida del tren al principio de la película. Y este hecho, a priori trivial y anecdótico, esta pequeña casualidad que podría haber sido cualquier otra, se convierte en un estigma que acompaña a la herida Julieta a lo largo de su vida, que le persigue proyectándose sobre sí misma y sobre lo que tiene más cerca. Esa culpa queda heredada a múltiples niveles por Antía, que asume incluso su inclinación sexual como un acto reprobable por el que necesita redención en ese “retiro espiritual”. Se cierra así el círculo gestado por Julieta (superstición-culpa-penitencia) señalando, de nuevo, la indivisibilidad de madre e hija como ser único emocional, ambas unidas por un destino común fatal, por una culpa vivida en silencio, por un silencio gestado en la ausencia.
Ausencia. Silencio. Culpa. Tres máculas emocionales que invaden la vida retratada en “Julieta” como invaden, de una u otra manera, en uno u otro momento, la vida de todos nosotros, convirtiendo a esta notable película en una de las miradas más angustiosas sobre la debilidad del ser humano en la historia del cine reciente.
[authorbox authorid=»12″ ] [/nextpage][nextpage title=»EN CONTRA» ]
Hay una leyenda popular que dice que, para conseguir ser un artista con un discurso relevante, antes hay que alimentar ese mismo arte viviendo a tope: la experiencia vital es, al fin y al cabo, el mejor combustible para una obra elocuente. Y no hay duda de que Pedro Almodóvar hubo un momento que vivió como si no hubiera un mañana, agotando las posibilidades de un presente que parecía lleno de futuro gracias a ese monstruo tentacular que fue La Movida. El manchego fue una de las voces más privilegiadas de aquel movimiento revolucionario que, como toda vanguardia, se dedicó a dinamitar todos aquellos conceptos que se habían quedado enquistados en la sociedad española de la transición.
Las primeras películas de Almodóvar se distinguen precisamente por su capacidad de fabular lo (presuntamente) antinatural de la forma más natural posible. De esa capacidad para dar nombre a lo innombrable, para embellecer lo abominable, nacía la genialidad del primer tramo de la filmografía del realizador. La Luci de «Pepi, Luci, Bom y Otras Chicas Del Montón» era una ama de casa que se abandonaba al masoquismo y a la alegría de la lluvia dorada; en «¿Qué He Hecho Yo Para Merecer Esto?» había un niño chapero y homosexual capaz de chistarle a su madre que él hacía con su cuerpo lo que le daba la gana; «Entre Tinieblas» estaba protagonizada por una congregación de monjas drogadictas (entre otras cosas)… Desde el principio de su carrera, Almodóvar pareció tomarse la comedia como la mejor herramienta para la normalización.
Pero, también desde el principio de su carrera, Almodóvar siempre aspiró a ser mucho más que un cómico. En «Laberinto de Pasiones» coqueteó (fallida pero placenteramente) con el thriller despendolado, y en la fundamental «La Ley Del Deseo» conseguiría por fin crear su primera obra maestra con un dramón que ríete tú del gusto venezolano por la lágrima de cocodrilo. De hecho, en este film hay un director de cine gay atormentado por la peor ley del deseo, aquella que dice que acabarás deseando a quien no te desea y dejándote desear por quien no deseas. También hay una actriz transexual que intenta sobrellevar su maternidad como mejor puede. Y, sin embargo, el drama de «La Ley Del Deseo» no brota de todo lo dicho: lo endiablado de la maquinaria de esta película en concreto -y de muchas de las películas de los inicios del realizador- es que el drama no se alimenta de lo antinatural (la condición sexual, la transexualidad), sino de lo humano (el amor).
Contrapongamos lo dicho al Almodóvar de aquí y ahora: un señor que ha confesado reiteradamente que no sale de su casa, ya sea porque la fama le abruma o porque realmente ha estado convaleciente por problemas de espalda que finalmente le hicieron pasar por quirófano. Un tipo que parece no tener ningún tipo de contacto con la realidad de la calle, que está desconectado de la humanidad a flor de piel que se respiraba en «¿Qué He Hecho Yo Para Merecer Esto?» (probablemente, el mejor retrato de familia española ochentera con madre coraje al frente jamás realizado) o de la juventud exultante de «Pepi, Luci, Bom…» (¿en serio que Bimba y David Delfín son lo que el manchego considera el reflejo más fiable de las nuevas generaciones? Estamos jodidos…). En su reclusión anacoreta, en su torre de marfil, el Almodóvar del presente parece haber olvidado qué es un drama verdadero y qué es una fiesta verdadera.
Porque, al fin y al cabo, preguntémonos: ¿cuál es el verdadero drama sobre el que el director pretende sustentar esta «Julieta«? El trauma inicial: una chica va en un tren, un tío raro se sienta enfrente y le acosa verbalmente, ella escapa al vagón comedor y conoce a un buenorro, el tío raro se suicida en la siguiente parada del tren… y ella se queda tocada mentalmente para el resto de su vida porque «¿y si se suicidó porque no quise hablar con él?«. ¿En serio? La cosa empieza mal. Muy mal. Y hay que reconocer que cualquier espectador con dos dedos de frente tendrá ganas de gritarle a Julieta: ¡tía, despierta, que yo también hubiera escapado del tío creepy ese!
Por si esto fuera poco, «Julieta» sigue acumulando a sus espaldas dramas que en verdad no lo son: ¿realmente en pleno siglo 21 y con el auge del poliamor que estamos viviendo vamos a tomarnos una infidelidad de pareja como motivo del fin del mundo (psicológico)? ¿En serio una persona en su sano juicio se puede culpar de que, tras una pelea, su marido se eche al mar con una tormenta de cojones? ¿No es más bien culpa del insensato que se lanza al mar con una tormenta de cojones? ¿Verdaderamente tenemos que tragarnos que, en pleno año 2016, una niña lesbiana es capaz de chalarse tanto como para abandonarlo todo, meterse en una secta y cortar completamente el contacto con su familia? Lo siento, pero a mi me sigue pareciendo mucho más jodido ser una actriz transexual en los 80 con una hija cuyo padre o madre (vaya usted a saber) es Bibi Andersen. O ser un niño marica y chapero que acaba siendo el protegido de Gurruchaga.
Pero esto es cuestión de cada uno: los «actos de fe» forman parte de la liturgia necesaria para disfrutar a ciertos directores, y cada uno decide si le merece la pena o no. Poniéndome íntimo y personal, tendré que admitir que a mi no me compensa, que echo de menos al Almodóvar que no se tomaba tan en serio, el que era capaz de abordar lo antinatural sin convertirlo en un dramón exagerado, el que era capaz de coger un drama gigante y convertirlo en algo más megalómano todavía, no este de ahora que se dedica a intentar fascinarnos con dramas minúsculos hipermusculados por la vía de la afectación y la parafernalia pirotécnica.
«Julieta» me parece un alarmante exponente de arte desconectado de la realidad del momento, y por mucho que la referencialidad sea la base de la post-modernidad, una cosa es ser referencial y otra cosa muy diferente es ser viejo. «Julieta» es una película de viejo: ahora resulta que Almodóvar ya no quiere ser Hitchcock (aunque clama al cielo el homenaje a «Rebeca» personificado en el ama de llaves encarnada por Rossy de Palma o la figura de pene cortado como macguffin que no va a ninguna parte), sino Bergman. Se le pasa por alto, sin embargo, que Bergman fue capaz de despedirse con un pie puesto en el presente gracias a la sublime «Saraband«, película en la que capturaba con una verosimilitud y una naturalidad desarmantes el crepúsculo del corazón de una pareja de avanzada edad. Verosimilitud y naturalidad no son los fuertes de «Julieta«.
Y cualquiera podría decir que tampoco lo pretende: que es un drama de libro, una tragedia griega hiperestética. Puede ser. Pero, por lo que a mi respecta, este tipo de drama me resulta tan desfasado que soy incapaz de hablarle de tú a tú… También habrá quien diga que a Almodóvar siempre le criticamos con un rasero más severo, que si un director desconocido presentase esta película no nos parecería tan mala. A lo que solo puedo responder que, sintiéndolo mucho, si este bodrio me lo plantara debajo de la nariz otro director al que no conociera, no volvería a ver ninguna película suya en mi puta vida. Pero, oye, es Almodóvar. Y os puedo asegurar que volveré a caer en la próxima. Haga lo que haga.
[authorbox authorid=»5″ ] [/nextpage]