El final de «Juego de Tronos» ha sido como una ruptura de pareja en la que tienes que admitir que rompes con una persona diferente de la que te enamoraste.
La tentación está ahí. Y es demasiado tentadora. Raro es el que estos días no ha usado sus redes sociales para expresar la tristeza (o, directamente, el cabreo) que le ha causado el final de «Juego de Tronos«. Y es normal. Es comprensible. Al fin y al cabo, han sido ocho años de relación intensa con una serie que fue un flechazo para muchos, para verdaderas hordas, pero que ha acabado conduciéndoles hacia el más absoluto desamor (o, directamente, desolación). Ocho años son mucho más de lo que, en pleno siglo 21, el común de los mortales es capaz de mantener una relación de pareja.
Y es que mucho tiene este amargo final de ruptura parejil. Piénsalo. Las dos últimas temporadas han sido una ruptura de libro… En la séptima temporada, cuando los libros de George R. R. Martin dejaron de ser la escuadra y el cartabón con los que se dibujaban las líneas maestras de la serie, todo se empezó a acelerar de una forma inconcebible: «Juego de Tronos«, de repente, pisaba a fondo el acelerador y, al principio, nadie lo va a negar, nos pareció incluso gracioso y pertinente. Los acontecimientos empezaban a sucederse a velocidad de vértigo e, inicialmente, incluso nos parecía divertido. Porque era nuevo. Porque era refrescante. Porque estábamos aturullados. Y porque ya era hora.
«Juego de Tronos» es esa serie cuyos haters criticaban que en sus primeras temporadas no ocurría nada. Absolutamente nada. Ahí estaba Daenerys, cuya evolución más allá de los mares no podría ser más lenta y aparentemente inconexa con lo que estaba sucediendo en Poniente. Ahí estaban los Baratheon peleándose por la corona con los Lannister a cámara lenta a base de pura conspiración bajo la sombra y con, como máximo, una batalla (eso sí, épica) por temporada. Ahí estaban los Stark intentando recomponerse tras el asesinato de su pater familias, pero haciéndolo con movimientos sutiles y aparentemente intrascendentes: que si Jon asciende en la Guardia de la Noche, que si Sansa sigue empeñada en medrar en Desembarco del Rey, que si Arya ahora es un chico… Pues eso.

Pero llegó la séptima temporada, y entonces ya era imposible discernir si ese ahínco a la hora de pisar el acelerador era para acabar la serie cuanto antes mejor (porque, vale, es la serie más vista del momento, pero también la más cara) o por falta de aptitud de David Benioff y D.B. Weiss a la hora de abordar las diversas tramas sin el flotador salvavidas de los libros de Martin. En ese momento ni nos lo planteábamos porque, repito, ¿qué más da este cambio de ritmo si resulta que lo que prima es la diversión? Pero entonces llegó la octava temporada. Y con ella el desastre.
Un desastre que ya se intuía en la séptima. Porque de aquellos lodos estos polvos y porque, cuando una relación de pareja se rompe, ves que los motivos de la ruptura vienen de lejos. En el caso de «Juego de Tronos«, el motivo del desamor viene de la séptima temporada, cuando la serie empezó a transformarse en algo totalmente diferente de lo que nos habíamos enamorado… La semillita de los sinsentidos de la temporada final ya fueron plantadas e inseminadas en la séptima temporada, así que es sencillo rastrear desde lejos todas las traiciones a sí misma que «Juego de Tronos» ha acabado cometiendo.
Es como ese momento de una relación de pareja en la que te paras a pensar y te cae encima la gran pregunta: ¿dónde está la persona de la que me enamoré? Sopesas entonces rasgo a rasgo… Y admites que lo que pasaste por encima al principio porque todo iba muy rápido (y porque era divertido) ha sido un cambio total de la naturaleza de la persona amada. Vayamos a per ejemplos concretos. (Y aviso de que, a partir de aquí, los spoilers van a estar a la orden del día. Así que sigue leyendo bajo tu cuenta y riesgo.)
Una de las cosas que me enamoraron más profundamente de «Juego de Tronos» en un principio fue precisamente la ya mencionada lentitud de sus tramas. Primero, porque soy un fan irredento de la antinarratividad. Pero, sobre todo, porque aquella lentitud era necesaria para tender las telas de araña complicadísimas e intrincadísimas sobre las que se erigían las múltiples conspiraciones paralelas que eran la base de la serie. «Juego de Tronos» era aquella serie que costaba seguir de temporada a temporada porque un gesto de un personaje en la primera temporada podía explotar en la trama de la cuarta temporada, así que te obligaba a estar continuamente alerta y a mantener la memoria particularmente viva para no perderte.
¿Qué queda de aquella complejidad en la séptima y la octava temporada? Absolutamente nada. Las tramas de estas temporadas se han reducido a la mínima expresión, a una simplicidad casi idiótica en la que las acciones de los personajes están trazadas con líneas gruesas sin espacio para la sombra, para la duda, para la profundidad de campo. Para los grises, fundamentalmente, que es donde mejor se había movido siempre «Juego de Tronos» y que en este sprint final se convirtió en una lucha de blanco contra negro. De absolutos y mamporros.
Esto, los mamporros, es otra de las grandes traiciones del final de «Juego de Tronos«. Una traición que puede personificarse perfectamente en la absurda muerte de Varys. Pensemos en la muerte de Varys: estamos ante un personaje que ha surfeado a la perfección las olas de varios tsunamis conspiranoicos sobre la tabla de salvación de la rumorología recalcitrante. Era el maestro de los rumores, y evidentemente era el que mejor los había usado siempre a su favor… ¿Y al final se deja atrapar por un rumor de lo más sencillo? Lo siento, pero no compro. Varys era el personaje ideal en el caso de que Benioff y Weiss hubieran querido dejar puertas abiertas para futuras temporadas y/o spin-offs (algo en lo que han puesto especial empeño). O bien podrían haber creado una conspiración última y laberíntica, colosal, en la que se pillara las manos. Pero no, le atrapan en el equivalente conspiranoico a un juego del telefonillo.

Al fin y al cabo, en manos de los showrunners, «Juego de Tronos» hace tiempo que dejó de tratar de conspiraciones en la sombra y se entregó a la épica mamporrera pura y dura. Una decisión que se llevó por delante otro de los rasgos que a muchos nos enamoró de la serie (y que, de alguna forma u otra, tiene mucho que ver con las conspiraciones): su visión del arte de la guerra como pura estrategia. Al principio, las batallas de «Juego de Tronos» eran escasas y preñadas de la tensión de unas estrategias loquísimas que no sabías si iban a funcionar o no. Ahí estaba Tyrion descubriéndonos el fuego valyrio en la Batalla de Aguasnegras. O la montaña de cadáveres usada de forma estratégica en la Batalla de los Bastardos.
Pero, por el contrario, las batallas de la séptima y la octava temporada de «Juego de Tronos» han carecido de estrategia alguna y, por lo tanto, de tensión interna. La Batalla de Invernalia fue un choque a oscuras de dos ejércitos en los que los «buenos» corrían como pollos sin cabeza hasta la decisiva acción de Arya (acción que, por un momento, sí que nos devolvió a la mejor «Juego de Tronos» al coger pequeños detalles diseminados por todas las temporadas para demostrar que el sino de este personaje era acabar con el Rey de la Noche). Y lo de Daenerys en Desembarco del Rey a duras penas puede tildarse de batalla, porque fue más bien una masacre tipo loca psicópata entrando en una guardería con una segadora.
¿Dónde quedó la estrategia de «Juego de Tronos«? En el mismo lugar en el que quedó ese feminismo que se había convertido en uno de los grandes símbolos de la serie. Las múltiples tramas estaban preñadas de personajes femeninos fuertes y complejos: el poderío (que no empoderamiento) de las mujeres en «Juego de Tronos» era más que evidente. Ellas ostentaban el poder, y nunca se las juzgaba por ello: ¿era Cersei peor en su búsqueda del poder por amor a sus hijos que Daenerys en su búsqueda del poder para -presuntamente- liberar a los oprimidos del yugo de sus señores?
Ni una ni otra. Lo importante es que, por primera vez, casi la totalidad de las grandes tramas de la serie recaían sobre hombros femeninos… Y esto es una cosa que se fue a la mierda con la resolución final. Si Varys ejemplificaba la traición a la visión de la conspiración que «Juego de Tronos» siempre tuvo, Brienne ejemplificaría la traición a su visión del feminismo. Porque, en serio, ¿era necesario convertir a uno de los personajes más fuertes e íntegros de la serie en una niñata a la que le pegan un polvo y se vuelve literalmente loca suplicándole a su macho que no la abandone? O la misma Arya, que había sido fiel a sus principios y objetivos en toda la serie, llega hasta Desembarco del Rey para matar a Cersei, se mete en la ciudad en llamas, llega a veinte metros de su objetivo y, ahí, El Perro le dice que ya se ocupa él ¿y ella dice que «pos vale» y se pira para no tener ya ningún papel más en la trama?

Este sinsentido en el que viven los personajes, sin embargo, no ha sido exclusivo de ellas, claro. Ahí está también Jamie viajando al Norte para chuscarse a Brienne pero acto seguido volver a Desembarco del Rey a morir junto a su reina. ¿Por qué? Porque le venía bien a la trama en una serie que, en estas dos últimas temporadas, sin la camisa de contención de Geroge R. R. Martin, se ha convertido en puro fan service: se intuye la necesidad de Benioff y Weiss de agradar a todos, de contentar a los fans. ¿En qué cabeza cabe si no que, de repente, Jon Nieve llame a su reina Dany en vez de Daenerys? ¿A quién se lo ocurrió que era buena idea coger el nombre con el que Internet se refería a Daenerys y ponerlo en boca del héroe de todo este tinglado?
Pues se le ocurrió a la misma cabecita loca a la que se le ocurrió que Jamie y Brienne tuvieran una noche loca o que Tyrion se convirtiera en la mejor persona del reino, esa persona íntegra que nunca fue pero que los fans siempre habían querido que fuera. Porque en esto consiste realmente la gran traición final de «Juego de Tronos«: en pensar más en los fans que en su propia esencia. En convertir todas las tramas en una celebración del triunfo (de los Stark) extirpando por completo el alma de la serie, que siempre fue una exploración de las entrañas de la ruindad humana.
En el capítulo final de «Juego de Tronos» no hay espacio para las dobleces morales ni para las sombras de la duda. Todo va a ir bien. Todos son buenos. Ha triunfado la luz (por mucho que aquí y ahora me declare fan de la locura final de Daenerys, que era totalmente coherente en su personaje pero que no podría haber sido peor resuelta en una trama a mil por hora que incluso extirpa de toda trascendencia épica la muerte de la Madre de los Dragones)… No hay ni un gesto de ningún personaje que deje la puerta abierta a las conspiraciones, a esa ruindad que seguirá existiendo en Poniente reine quien reine y que había sido el alimento de las mejores líneas argumentales de la serie.
Pero da igual, porque llegados a este punto, es como cuando una relación de pareja se rompe, y te duele, te duele un tiempo… Pero acabas reconociendo que no pasa nada, porque es que la persona de la que te enamoraste ya no existe. Esta persona no es aquella persona. Ha cambiado por completo. Y tu amabas a aquella otra persona, así que seguir midiendo a la persona que tienes delante con el baremo de algo que ya no es resulta del todo injusto. Así es la vida: la gente cambia, y tenemos que aceptarlo. Tenemos que admitir que todos, incluso «Juego de Tronos«, tienen derecho a cambiar y reinventarse. Aunque nos parta el corazón. Juzgar a esta serie en redes sociales es como insultar a tu ex en público: algo que hace mucha gente. Pero es que, mira, tú eres mejor que todo eso, ¿no? Así que a mí, cuando veo que alguien critica a la serie en redes, me dan ganas de decir: cariño, ya está, ya pasó, déjalo. Let it go. [Más información en la web de «Juego de Tronos»]