En épocas de ánimo decaído, leve depresión o visión distorsionada por el pesimismo, se suele recurrir a mil y un remedios para encontrar una solución con la que salir del agujero. Dejando de lado las vías que inciden directamente sobre los procesos químicos y físicos de nuestro cerebro, una de esas alternativas es plasmar sobre un papel las razones que llevaron a tal situación, los hechos que suceden en ella y los pasos que se deben dar para superarla. A veces, la visualización física de un problema ayuda a cambiar la forma en que se afronta… Eso fue lo que debió de pensar Josh Ritter estos últimos años al sentir cómo, paulatinamente, su creatividad compositiva y su ambición por seguir grabando desaparecían. Esa etapa sombría comenzó poco después de la publicación de su anterior álbum, “The Historical Conquests Of Josh Ritter” (Sony BMG / RCA, 2007), y se prolongó hasta que un día, por arte de magia, las musas bajaron del Olimpo de la inspiración para ofrecerle en bandeja la razón por la cual recuperar las fuerzas y la autoestima como músico: “The Curse”, una composición que acabó siendo mucho más que eso, ya que se convirtió en la chispa que necesitaba Ritter para pensar seriamente en trabajar en su sexto disco de estudio, este “So Runs The World Away” (Pytheas, 2010) que nos ocupa. Aunque la historia no se queda ahí: hablábamos de que escribir unas palabras sobre una superficie de blanco impoluto y verlas en toda su extensión puede funcionar como perfecta terapia emocional, y nuestro protagonista la ejecutó hasta límites insospechados. Lo que empezó como un esbozo de canción fue creciendo hasta transformarse en toda una novela, “Bright’s Passage”, que verá la luz el verano que viene. Definitivamente, el de Idaho ya tenía motivos suficientes para creer otra vez en sí mismo.
El proceso de gestación de “So Runs The World Away” fue muy diferente al de su predecesor, no sólo debido a las citadas propiedades curativas: si para elaborar “The Historical Conquests Of Josh Ritter”, este se había parapetado en una granja del siglo XVIII para buscar una lírica, una sonoridad y una producción que poco tenían que ver con sus anteriores referencias, para subir el siguiente peldaño decidió desprenderse de todo elemento superfluo (tanto a nivel artístico como personal) y, de paso, empezar un nuevo periodo de su vida profesional. Por ello, no es de extrañar que, además de “The Curse”, la otra piedra angular de este álbum sea la descriptiva “Change Of Time”, cuyo título habla por sí solo. Ese lavado interior provocó que, a nivel musical, se aferrara a sus raíces con mayor ahínco y las escuchase con especial atención: Bob Dylan, Johnny Cash, Nick Drake o Eliott Smith. Nombres legendarios que revolotean sobre toda su discografía y que repiten aquí como los puntos cardinales hacia los que se mueven los relatos del renovado Ritter, que tanto aborda sus asuntos más personales e introspectivos como los que hablan, genéricamente, de la vida misma; incluso da rienda suelta a su ágil pluma para dar forma a algún que otro argumento puramente literario. Todo ello enmarcado en cuadros de acústica delicada, electricidad fluctuante y sonidos que van de lo tradicional a lo más actual.
En este álbum, cada detalle, cada pasaje, tiene su importancia y su significado. La breve introducción, “Curtains”, no se limita a servir de mero arranque, puesto que su fulgor, entre melancólico y optimista, demuestra que su autor está decidido a abrir las cortinas de par en par para que la luz que debe iluminar su camino entre sin obstáculos. Así, la mencionada “Change Of Time” (comienza lenta y suavemente hasta alcanzar un clímax final en el que Ritter parece que canta ante un amanecer de positivismo perenne) adquiere, si cabe, mayor sentido. El mensaje se completa con las folkies “Long Shadows”, “Lark” y la wilconiana “Lantern”, en las que nuestro hombre parece asegurar que ya volvió a encontrar su lugar en el mundo. Junto a esos actos de reafirmación, el norteamericano demuestra su habilidad para construir y contar textos más propios de otros géneros: dan fe de ello, por un lado, la culpable de que este disco sea realidad, “The Curse” (preciosa y triste balada, con envoltorio de vals, mecida con ternura por un piano y adornada con una reconfortante trompeta), que desgrana la maldición vertida sobre una relación sentimental imposible; y por otro, la cándida y poética “Another New World” (un marinero confiesa su eterno amor por su barco) y “Folk Bloodbath” (relato lúgubre que gira en torno a dos personajes y su unión con la muerte). Cada una de las letras de “So Runs The World Away” refleja el complejo (y agradecido) afán de Josh Ritter por trasladar al oyente historias concretas, con un inicio, un nudo y un desenlace, lo que provoca que no se vislumbre en ellas el concepto de verso fácil o rima adhesiva: ya sea en momentos solemnes y profundos (“See How Man Was Made”, “Southern Pacifica”) o de cierta rabia y desahogo (“The Remnant”, “Rattling Locks”), las estrofas rezuman riqueza poética por sus cuatro costados.
Todos aquellos fantasmas que acechaban a Josh Ritter y amenazaban con destruirlo regresaron a su morada. “So Runs The World Away” funcionó como arma para vencerlos y, al mismo tiempo, recuperó para la causa a un cantautor que se sitúa entre los más grandes de su generación y, sin que resulte una temeridad decirlo, posiblemente entre los más destacados de las últimas tres décadas. El mundo de Josh Ritter se mueve con parsimonia en esa galaxia de los elegidos, y así seguirá moviéndose: no tendrá que volver a creer que se perderá en la oscuridad infinita. Eso pertenece, únicamente, a su pasado.