Ahora que Jean-Michel Jarre tiene nuevo disco y nos visitará en el próximo Sónar 2016, es hora de hacer un repaso a su imprescindible carrera.
La historia oficial dice que Jean-Michel Jarre nació en la austera y cruda Francia posterior a la Segunda Guerra Mundial, que es hijo del compositor Maurice Jarre y que debutó discográficamente en 1972 después de haber pasado por el Groupe de Recherches Musicales, colectivo creado por el considerado padre de la música concreta, Pierre Schaeffer, su principal maestro y fuente de inspiración. Pero, si esa realidad se difuminara para ser reconstruida en una galaxia paralela, Jarre habría sido un habitante de algún planeta imaginario capaz de viajar en el tiempo como el Doctor Who, cuyas aventuras discurrían entre pioneros sonidos electrónicos desde una década antes de que el francés se dispusiera a musicar propios sus saltos espacio-temporales. Pero, en su caso, no realizaría esas excursiones inter-dimensionales dentro de una cabina de policía de color azul e interior imposible, sino en su estudio de grabación, armado con su arsenal de teclados, sintetizadores, secuenciadores y otros instrumentos electrónicos que, pese a sus componentes todavía analógicos, parecían de ciencia ficción para el común de los mortales.
En el momento en que Jarre daba sus primeros pasos antes de universalizar el uso de los sintetizadores y potenciar su alcance comercial, Wendy Carlos partía de Johann Sebastian Bach para culminar posteriormente sus operaciones sonoras en los scores para films de Stanley Kubrick (“La Naranja Mecánica”, «El Resplandor”) y “TRON”. Poco después, el japonés Isao Tomita extendía sus bases conceptuales desde el lejano oriente para situarse como personaje central de toda una ola que marcaría el porvenir (en el sentido más amplio del término) de la música partiendo de otra referencia clásica, Claude Debussy.
Se establecían así los primeros ejemplos paradigmáticos del contacto entre la materia sonora orgánica y la sintética traducido en un género innovador que seguiría siendo objeto de investigación a través de la óptica robótica de Kraftwerk, la visión italo-disco de Giorgio Moroder y la interpretación neo-clasicista de Vangelis. Jean-Michel Jarre se ganaría su condición de miembro de ese selecto club de precursores de la música electrónica al aglutinar y multiplicar los signos que ya habían emitido sus predecesores y coetáneos en un corpus sonoro capaz de conquistar cualquier tipo de oído y de trascender barreras físicas y cronológicas.
Una vez consumados y publicados lo resultados de sus exploraciones iniciales, que insinuaban las posibilidades del nuevo estilo artificial, a Jarre se le abrió ante sí un horizonte infinito en el que emergió como un gigantesco sol cegador “Oxygène” (Disques Dreyfus / Polydor, 1976), chispa que encendió la revolución de los sintetizadores que anticiparía la llegada de los 80 musicales y su cambio de modelo tecnológico. Ese espíritu vanguardista, con el futuro como único destino de la travesía, era tan estimulante no sólo para el creador, sino también para su audiencia, que facilitó la expansión de las composiciones de Jarre (sobre todo las fundamentales “Oxygène, Pt. 2” y “Oxygène Pt. 4”), convertidas rápidamente en productos de alcance masivo que tomaron el mercado discográfico del último lustro de los 70.
La fascinación por la astronomía y la historia del universo generada por la divulgación televisiva de Carl Sagan (curiosamente, la música de su documental más popular, “Cosmos: Un Viaje Personal” -1980-, incluía piezas de Vangelis) contribuyó de modo decisivo a la propagación del nombre de Jean-Michel Jarre, que también se bajaba de las estrellas y ponía los pies en la Tierra para inspirarse en el creciente discurso ecologista de la época (como reflejaba la alegórica portada de “Oxygène”) y en la defensa de la persona frente a la máquina, temáticas que defendería a lo largo de su trayectoria.
En aquel momento, él mejor que nadie demostraba cómo se podía dominar los mecanismos necesarios para dotar de humanidad a una música electrónica que comenzaba a abrirse hacia nuevas direcciones expresivas: el ambient (con “Ambient 1: Music For Airports” -Polydor, 1978- de Brian Eno como su piedra filosofal; Jarre haría lo propio para supermercados con “Music For Supermarkets” -Disques Dreyfus, 1983-, editado en una sola copia), el new age, el tecnopop y el synthpop progresivo. “Équinoxe” (Disques Dreyfus, 1978) cerraría su etapa primigenia condensando parte de esas etiquetas que serían clave en su recorrido posterior, hasta erigir su figura artística en una especie de oráculo musical en el cambio de década.
Los tres largos movimientos que componen “Les Chants Magnétiques Pt. 1”, corte que abre “Les Chants Magnétiques” (Disques Dreyfus, 1981), anunciaban que el espíritu cibernético y futurista propio de los 80 ya se había hecho realidad. Con todo, su cercanía en fondo -pese a su envoltorio exclusivamente instrumental- y forma con la banda sonora de Vangelis para “Blade Runner” (1982), reforzaba su argumento sobre la dualidad entre el ser humano y la inteligencia artificial, abogando de nuevo por la defensa del primero y su hábitat (otra vez, la imagen de la tapa del LP era reveladora).
Frente a este punto partida teórico, el siguiente “Zoolook” (Disques Dreyfus, 1984) rebajaba la carga discursiva al presentar un aspecto (también gráficamente, de marcada tendencia ochentera) más superficial y ligero. De hecho, los dos singles extraídos de su repertorio, “Zoolook” y “Zoolookologie”, se alejaban de las gaseosas atmósferas y nebulosas galácticas para adquirir mayor concisión melódica y rítmica en sintonía con el tecnopop imperante en aquellos años. Sus coqueteos con el funk y otros sonidos negros como el rap hacían que Jarre renovara de manera sorprendente su libro de estilo gracias a la grabación digital -todavía en pañales- y el incipiente uso de samples. Por ello, visto en perspectiva, el álbum más inmediato y accesible de su carrera es un precedente del electro-funk visible en el French Touch y en parte de la obra de sus máximos portavoces, Daft Punk.
[/nextpage][nextpage title=»PARTE 2″ ]
Este arrebato de simplicidad compositiva sirvió para que Jarre, en contraste, preparase una nueva lanzadera hacia el espacio exterior –sin dejar de observar el planeta Tierra-, “Rendez-Vous” (Disques Dreyfus, 1986), el cual, por su planteamiento y estructura, se puede calificar como su trabajo más astral, caracterizado por su épica galáctica, sus sinfonías estelares y sus desarrollos en gravedad cero. Los casi once minutos de “Second Rendez-Vous” son una buena muestra de lo expuesto y un resumen del viaje a través del espacio que se produce en este disco.
El viaje por el tiempo, en cambio, se realizaría más adelante (después de probar con la world music, el jazz y el pop en “Revolutions” -Disques Dreyfus, 1988- y rendir tributo a Jaqcues Costeau en “Waiting For Costeau” -Disques Dreyfus, 1990-) en el que sería el mejor álbum de Jean-Michel Jarre durante los 90, uno de los más completos de su discografía y última gran obra antes de entrar en un paulatino declive: “Chronologie” (Disques Dreyfus, 1993), en el que el francés incrustó una serie de melodías magnéticas en un conjunto perfectamente hilvanado y salpicado de techno, dance, breakbeat e incluso hip hop que dio lustre a su capacidad inventiva. Para la posteridad de la música electrónica clásica quedará su himno “Chronologie Pt. 4”.
Desde entonces, pese a que intentó reverdecer laureles recuperando triunfos pasados mediante “Oxygène 7-13” (Disques Dreyfus, 1997) -secuela de su mítico tercer disco que se quedó en mero sucedáneo-, Jarre perdió su estatus de referencia conjugada en presente al no seguir la inercia de la nueva década y el nuevo siglo. Curiosamente, los 2000, ese futuro aún lejano que vislumbraba en sus composiciones añejas, no fueron suyos. De hecho, su legendario nombre, tomado como sinónimo de un estilo superado y hasta envejecido, se fue relegando a un plano secundario ante el empuje de la imparable evolución de la música electrónica de nueva hornada. En ese período, Jarre se dedicó a revisar su legado y a editar álbumes en formato ‘live’ para no ser devorado por el olvido a la vez que perdía su poder de influencia, sólo palpable en tiempos modernos en autores como su compatriota Anthony Gonzalez al frente de M83, adalid contemporáneo del maximalismo sonoro.
Lejos quedaban los gloriosos años en los que sus álbumes no sólo alcanzaban millonarias cifras de ventas, sino que también veían la luz envueltos en un halo casi sagrado de objetos diseñados para perdurar en la memoria. Y en los que sus conciertos se concebían como gigantescos shows multimedia con el cielo como único límite (fue el primer artista occidental que actuó en China) que batían récords de asistencia (en 1997 se reunieron ante él más de tres millones y medio de personas en Moscú).
Esa habilidad para hacer de sus directos auténticas experiencias inmersivas y sensoriales no la ha perdido. Sin embargo, hoy en día resultaría muy difícil, por no decir imposible, que Jean-Michel Jarre recuperase su fulgurante esencia primigenia en el estudio. Ya se sabe, los modelos estilísticos han variado radicalmente en la última década, fase en la que se ha apreciado que Jarre no ha avanzado de manera natural, con proyectos erráticos que impidieron su necesaria transformación acorde con la actualidad aun teniendo a sus espaldas un puñado de álbumes brillantes y habiendo sido clave primordial en la configuración de la música electrónica.
Quizá esa deriva ayude a explicar el proceso que dio forma a sus faraónicos dos últimos álbumes, englobados bajo la misma etiqueta conceptual y destapados el año pasado con “Electronica 1: The Time Machine” (Columbia, 2015), primer volumen que volvía a recurrir a uno de los artefactos alegóricos más definitorios de Jean-Michel Jarre: la máquina del tiempo, aquella que construyó rodeado de sus Fairlight, AKS, Farfisa, Mellotron, Casio, Roland, Moog, Korg, Yamaha y la joya de su corona sintética, el ARP 2600, y con la que llevó a los 70 y 80 el sonido del mañana.
Pero hay que reconocer que el resultado no ha sido demasiado satisfactorio si se analiza la estrategia aplicada en dicho álbum y en su reciente continuación, “Electronica 2: The Heart Of Noise” (Columbia, 2016), similar a la de Giorgio Moroder en “Déjà Vu” (RCA, 2015) al basarse en la retroalimentación con músicos de diverso pelaje, para explorar la positiva tensión entre lo analógico y lo digital, revisar la historia de la electrónica desde su perspectiva personal y, de paso, reubicarse en medio de las nuevas corrientes que triunfan entre las generaciones más jóvenes.
Ese balance negativo, ¿será por culpa de una nómina de invitados tan rutilante como desbordante e incoherente? Esta incluye unos colaboradores comprensibles (M83, Air, Vince Clarke, Fuck Buttons, Moby, Tangerine Dream, Laurie Anderson -quien ya había trabajado con el francés en “Zoolook”-, Gary Numan, Hans Zimmer o The Orb) y otros sorprendentes (Boys Noize, Little Boots, Jeff Mills, Pete Townshend, Armin Van Buuren, Pet Shop Boys, Primal Scream, Peaches o Siriusmo), pasando por la peculiar participación vocal de Edward Snowden. Teóricamente, y según Jarre, todos ellos se conectan de un modo u otro con su música, aunque en realidad esa relación se dispersa a lo largo del extenso repertorio.
¿O tendrá que ver con que el conjunto final se aproxima peligrosamente a sus experimentos fallidos de los últimos veinte años? Sí, a través de insulsos ejercicios de pop pretendidamente moderno, de chispazos electropop trasnochados, de sacudidas de trance patillero y de arrebatos de EDM simplón. Por momentos, la identidad de Jean-Michel Jarre se diluye por el efecto colaborativo y la multiplicidad estilística. Así que, en este punto, surge la tercera gran pregunta: ¿en qué situación queda su figura actualmente? Mejor será activar la palanca temporal hacia cuarenta años atrás… [Más información en la web de Jean-Michel Jarre] [/nextpage]