«Jauja» de Lisandro Alonso podría ser un western épico o una clásica huida por amor… Pero no es nada de eso, y precisamente por ello te desarma.
[dropcap]D[/dropcap]espués de que en «Liverpool» la ciudad del título del film apareciera como una abstracción más que como un espacio concreto, no parece para nada casual que, a la hora de titular su nuevo proyecto, Lisandro Alonso haya optado directamente por un lugar mitológico cuya existencia nunca fue demostrada. Aun así, y sin ánimo de hacer spoilers, habrá que convenir que Jauja no aparece en «Jauja» de ninguna otra forma que no sea en espíritu: es esta la historia del capitán Dinesen (Viggo Mortensen) y de su hija Ingeborg (Viilbjørk Malling Agger), provinentes de Dinamarca pero embarcados en una misión colonial del padre en la Pampa argentina. La tensión se palpa en el ambiente entre los daneses y los argentinos autóctonos, pero también entre estos y los indígenas a los que denominan peyorativamente como «cabezas de coco». El punto de contacto entre los tres es la figura misteriosa de Zuluaga, antiguo capitán argentino cuya desaparición levantó múltiples leyendas a cada cual más descabellada. En este marco de tensión inter-cultural, Ingeborg decide huir con un soldado raso… Lo que impulsa a Dinesen a ir a su búsqueda a través de un paisaje argentino cada vez más árido.
La primera escena de la película es un único plano en el que Ingeborg y Dinesen están sentados en una playa de vivos colores azules y verdes y en el que la hija le comenta al padre su voluntad de tener un perro que la siga a todas partes. A partir de la huida de Ingeborg, es inevitable pensar en Dinesen como ese perro cuyo único empeño es ir detrás de su ama… O, por lo menos, hasta el momento en el que, ya sin caballo y a punto de perecer en medio del desierto argentino (resulta maravilloso cómo el paisaje del film, siempre prisionero en un encuadre 4:3, ha ido evolucionando desde la playa inicial, todo verdes y azules, a un paisaje cada vez más monocromático, más inhóspito, con menos vegetación y más rocas), el capitán se topa con un perro que le conduce hasta una cueva en al que habita una vieja. La conversación entre ambos pone las cartas sobre la mesa en forma de interrogantes abiertos: ¿ha sido Dinesen el perro de Ingeborg? ¿O es la vieja la misma Ingeborg que por fin tiene un perro, tal y como parece indicar el hecho de que la anciana hable de la hija del capitán en primera persona?
Es en este punto del film, tras hora y media de viaje, cuando todo el armazón de «Jauja» se colapsa dulcemente y se derrumba sobre sí misma. El espectador menos familiarizado con la filmografía de Lisandro Alonso puede haber habitado durante un tiempo en la ilusión de encontrarse ante un film clásico de época, ante un western en territorio argentino destinado a desembocar en un encuentro épico final entre Dinesen y Zuluaga que acabará con el rescate de Ingeborg y con la muerte del villano misterioso. Por el contrario, tras la conversación con la anciana, el capitán se aleja desierto adentro y, simple y llanamente, desaparece engullido por un pliegue del paisaje. Tal y como varios personajes han afirmado a lo largo del film, el desierto es una bestia que lo engulle todo… incluso el propio relato. Lo que podría haber sido una película clásica encauzada hacia un grand finale acaba disipándose en la nada más absoluta.
Y ese es, sin lugar a dudas, el golpe de gracia que Lisandro Alonso aplica a su film: sacarla del terreno de lo previsible y llevarla hacia el cine de la no-acción igual que ya hizo con los tránsitos de los protagonistas tanto de «Los Muertos» como de «Liverpool«. Tras la conversación con la anciana y la desaparición en el desierto de Dinesen, «Jauja» muta en una película completamente diferente: Ingeborg es una chica en la Dinamarca de hoy en día que despierta en una casa de campo y sale a pasear a su perro. Llegados a este punto, las coincidencias y solapamientos de indicios y señales en el interior de la película se hace apabullante: el perro de Ingeborg tiene una mancha / herida en el costado igual que el soldado amante de la muchacha, la chica atraviesa el paisaje actual de la misma forma en la que su «padre» lo hacía por la Pampa argentina, la disposición de los muebles de la cueva de la anciana es exactamente igual a la del interior de la tienda que compartían padre e hija… Y, sobre todo, el soldadito de juguete que encontraba el amante de Ingeborg y que va cambiando de manos a lo largo del metraje, vuelve a aparecer para que la chica lo lance al agua de un riachuelo justo antes de que la imagen se funda hacia la playa en la que se inicia toda la acción.
¿Circularidad del relato? Ni mucho menos. «Jauja» se estructura más bien en torno a la percepción de la aniquilación del tiempo y el espacio, dos parámetros que bien podrían haber sido engullidos por el desierto pero cuya digresión aparece aquí como base magistral a partir de la que Lisandro Alonso busca la tierra prometida de Jauja, ese lugar de abundancia y bienestar que aquí nos vemos obligados a convenir que es el relato en sí: el cuento y su poderosa dimensión mitológica. La Jauja del título bien podría ser esa historia de búsqueda y lucha contra la inclemencia del paisaje argentino, pero también podría ser la historia de huida por amor o la del rescate del ser amado. La Jauja del título del film de Alonso puede ser uno o mil relatos, pero lo que está seguro es que es el relato en sí mismo: ese relato que nos da ganas de soñar como bien podría haber soñado todo Ingeborg (puesto que lo primero que hace en el tiempo presente es precisamente despertar en su propia cama). «Jauja» es ese espacio que nunca encontraremos pero por el que estaríamos dispuestos a dejar que nos engullera el desierto.