Janelle Monáe no es ni de esta época ni de este planeta. Ella misma lo lleva diciendo desde que aterrizara en la industria musical (y, por ende, en nuestras vidas) en 2007 con el EP «Metropolis Suite I (The Chase)«… Allí se presentaba como el Androide Cindi Mayweather, un robot de apariencia bicromática que estaba decidido a salvar al mundo de la opresión y liberar a todos aquellos que, como ella, se diferenciaban de la masa de una forma u otra. «I’m an alien from outer space«, nos decía en «Violet Stars Happy Hunting!«, «I’m a cybergirl without a face, a heart, or a mind. I’m a product of metal, I’m a product of the man. I’m a slave girl without a race, without a face. On the run cause they hate our ways and chase my kind«. Para transmitir su mensaje robomesiánico e intergaláctico, Janelle escogió el soul nuevaolero y el funk más electrificado, dos géneros que ya se sabe que siempre han funcionado perfectamente bien como cable conductor de mensajes e ideologías de minorías raciales. La historia de Cindi Mayweather continuó en «The Archandroid» (Bad Boy, 2010), un ambiciosísimo LP de factura impecable que se dividía en dos suites más (la continuación de «The Chase«) en las que Monáe perfeccionaba su discurso y lo ascendía a unas cotas de calidad y sentido del espectáculo a las que, por desgracia, ya no estamos acostumbrados en la Tierra. Por aquel entonces, la menuda androide de impenitente tupé ya contaba con un ejército de secuaces que le ayudaban a llevar a cabo su misión redentora y salvadora: se hacen llamar colectivo Wondaland Arts, y han ayudado a forjar la figura de una artista que, con 27 años y en poco más de un lustro, ha conseguido darle la vuelta al concepto de «soul de nuevo cuño» y al de «puesta en escena musical».
«The Electric Lady» (Bad Boy, 2013) es la continuación de aquel manifiesto que fue «The Archandroid«: es la tercera parte de una historia que mezcla ciencia ficción loca y conciencia social. Si en el anterior el mensaje se sustentaba en el apoyo a las minorías raciales, aquí el discurso se centra mucho más en cuestiones de género (la dulce balada funk-aor «Sally Ride» habla de la primera mujer americana que viajó al espacio; «Dorothy Dandridge´s Eyes» está dedicada a la primera mujer afroamericana que estuvo nominada al Oscar; y «Ghetto Woman» -uno de los mejores cortes del disco- está dedicada a su propia madre, con la que iba a limpiar casas para poder pagarse la Universidad y suena a Stevie Wonder puro). Pero también es un regreso triunfal que no busca quedarse en una declaración de intenciones como su predecesor: Janelle ya tiene a la crítica de su lado, ahora busca la fama y el éxito musical que la confirmen como la artista total que es (ella compone, interpreta, baila y mueve los hilos de ese micromundo que se ha montado a su alrededor). Por eso, aunque «The Electric Lady» repite estructura y bucea en los mismos referentes musicales (música vintage, psicodelia espacial, soul, funk, rock AOR no sonrojante, jazz y R&B clásico), el conjunto suena muchísimo más potente y mejor montado. Como si a la maquinaria no sólo le hubieran dado una buena capa de chapa y pintura en el exterior (pero siempre en blanco y negro y con la vista puesta en la estética pop de los 60, sino que también le hubieran cambiado el motor y añadido mejoras técnicas.
Janelle ha querido demostrar estas mejoras técnicas y la intención de dar un paso hacia adelante incluyendo algunas colaboraciones de lo más estelares: Prince asoma la naricilla, aporta riff de guitarra y da su bendición en «Give Em What They Love«, que suena tan sexy e hipnótica como cualquier canción (buena) del seductor de Minneápolis; junto a Erykah Badu presentaba el primer single, la poderosísima «Q.U.E.E.N.» con la que marcaba los límites sonoros por los que iba a discurrir el nuevo disco: menos funk del espacio exterior y más R&B para bailar con los pies en la tierra. Pero las grandes apariciones no acaban aquí… En «Electric Lady» canta junto a Solange, en la que podría ser el himno definitivo de todo el conjunto: es radiable, es bailable y es catchy hasta la molestia. Y, para compensar tanto ritmillo, junto a Miguel canta una bella balada de cama y sábanas de satén negro, la calentorra «Primetime«. Pero temazos como «Apocalyptic Dance» (un curioso grower que parecía que no iba a estar a la altura de los grandes hits bailables del disco pero que ha resultado que sí, y mucho), «It´s Code» (con esa melodía tan descaradamente Delfonics) y «Can´t Live Without Your Love» (la balada rompebragas siempre necesaria, esta vez con cierto subtexto lésbico que ayuda a difuminar aún más las tendencias de la cantante) demuestran que la Monáe no necesita apoyarse para sobresalir, y que cualquier participación es un plus, no un movimiento necesario.
Diecinueve canciones en total, dos suites separadas por dos interludios radiofónicos que repiten fórmula pero que no por ello deslucen el resultado. Y el resultado es un disco brillantemente pensado, producido y ejecutado. El perfeccionismo de Janelle Monáe es casi palpable en cada canción (en una entrevista a Pitchfork reconoce que cree que tiene transtorno obsesivo-compulsivo) y esto, obviamente, se traduce en un conjunto de canciones apabullante y ambicioso donde no existe la concepción del «menos es más«. «The Electric Lady» es complejo, recargado, denso, largo y requiere tanto del oyente como ha exigido de los que lo han llevado a cabo. Pero por eso la sensación de tener algo único en las manos -aunque a ratos compartida con la sensación de «esto ya lo he escuchado antes», todo sea dicho- es tan poderosa. Según Janelle, ella viene del espacio exterior. Y, viendo de lo mucho que es capaz artísticamente, es fácil pensar que no se le va tanto la olla como parece.