«Intemperie» (publicada en nuestro país por Seix Barral) se abre con un niño escondido en un agujero de arcilla. Está esperando que dejen de buscarle para huir lejos. Lejos de su familia, lejos de su pueblo, lejos de la gente que le persigue. Lejos de algo más profundo que late sutilmente bajo su piel pero que ya desde el principio intuimos en el interior de este crío del que nunca sabremos el nombre. Al caer la noche, el niño por fin abandona su escondrijo y, a medida que se aleja de sus orígenes, empezamos a comprender la paupérrima sensación en la que se encuentra él y, en general, la región en la que ha crecido y vivido toda su vida. No sólo se trata de una situación de sequía y calor extremo, sino que el empobrecimiento paulatino de la tierra y sus gentes ha ido derivando en un éxodo masivo a la búsqueda de suerte en otros lugares. A medida que el crío va recorriendo un paisaje árido y devastado, el panorama es casi post-apocalíptico… Y ahí está, sin lugar a dudas, la principal fuerza del libro de Jesús Carrasco.
Este encuadre de lo que hay después del fin del mundo, sin embargo, es tan sólo el marco en el que el escritor sitúa una historia de crecimiento hacia los valores de la edad adulta, algo así como la subversión definitiva de las cada vez más auto-complacientes historias de niño en la post-guerra española. Aquí no hay espacio para los buenos sentimientos: antes de que crezca este sentimiento, ya se ha visto rajado de arriba a abajo por los espinos del paisaje. Y, aun así, la relación que el niño establece con el cabrero, guía moral en una época en la que el apocalipsis ha barrido los valores básicos de la empatía humana, podría tildarse de tierna. Es esta una relación basada en el recelo mutuo y en la parquedad de gestos de cariño pero, a la vez, no hay duda alguna de que el cabrero es casi una figura mesiánica (un mesías en el desierto más absoluto) a la hora de enseñar al niño que, cuando todo se desmorona a tu alrededor, tienes que decidir si quieres vivir en paz contigo mismo y atenerte a unas normas morales básicas o dejarte llevar por los instintos y acabar convertido en poco más que un animal.
Es este carácter árido de la travesía interior y exterior del niño y el cabrero huyendo de El Mal (encarnado en un alguacil convencido de que su poder tiránico también alcanza a unas personas a las que utilizar sin atenerse a reglas de humanidad algunas) el que le ha valido a «Intemperie» múltiples comparaciones con Miguel Delibes y Cormac McCarthy. El ascendente de «El Camino» es evidente, de la misma forma que tampoco puede negar nadie que McCarthy aparece aquí en todas sus formas: de sus primeras obras toma prestada una descriptividad narrativa exhaustiva con especial afición a lo rural y desértico, mientras que de sus últimos manuscritos (sobre todo de la ya icónica «La Carretera«) toma el abordaje del Apocalipsis como algo puramente aterrador. Y repito que esta es la principal fuerza de «Intemperie«: Jesús Carrasco consigue retratar un Apocalipsis que, aunque parte de lugares comunes puramente castizos, pronto acaba volando hacia una deliciosa tierra de nadie. El libro podría o no transcurrir en España. Podría o no retratar la post-guerra. Y, sobre todo, podría o no hablar del pasado, del futuro o de un presente poderosamente metaforizado. Y aunque el estilo de Carrasco juegue a la vez a su favor y en su contra (a su favor porque revela a un autor con una voz propia muy reconocible, pero en su contra porque su tendencia al arcaismo léxico puede hacer que la ilusión de atemporalidad se desvanezca fácilmente), lo que nadie puede negar es que «Intemperie» es una de esas novelas que te obligan a pensar que por fin tenemos entre nosotros la primera distopia profética (¿futurista?) española capaz de mirar directamente a los ojos a los tres grandes clásicos anglosajoenes a este respecto: Orwell, Bradbury y Huxley.