Nuestra primera crónica del In-Edit 2016 se pone íntima y personal (y un poco bizcochona) y habla de recuperar la extraviada ilusión en la música.
Soy consciente de que, siendo esta la primera crónica del Beefeater In-Edit 2016 (que se está celebrando del 27 de octubre al 6 de noviembre en la ciudad de Barcelona), el texto que viene a continuación debería ser el típico «he visto todas estas pelis y deberíais verlas vosotros también en alguno de los (numerosos) pases que todavía quedan» o el también habitual «ya se empiezan a ver las elocuentes líneas programáticas que recorren la programación de arriba a abajo y que seguirán adquiriendo complejidad y profundidad en los próximos días«. Ambos casos son ciertos. Y, más que probablemente, ambos textos sean necesarios.
Pero, desoyendo lo que me dicta mi cabeza de periodista, voy a hacer caso a mi corazón de espectador y explicaros algo que me ha ocurrido en estas primeras jornadas de In-Edit 2016. La cuestión es que, por circunstancias de la vida, no pude asistir a la gala de apertura con «Omega«, así que mi festival arrancó tímidamente el viernes… Aquí viene la revelación a pecho descubierto: desde el principio, cada nuevo documental visto ha hecho que dentro de mi vaya creciendo más y más una emoción que, sin haberlo advertido en todo este tiempo, hacía mucho que no sentía. Esa emoción es, evidentemente, la ilusión por la música.
Pongamos que esta emoción alcanzó su punto álgido en el pase de «Blur: New World Towers» (peli que, por otra parte, reservo para mi próxima crónica… Ya explicaré entonces por qué). Fue entonces, viendo las actuaciones de Albarn y compañía en Londres y Hong Kong, cuando recordé que, por muy fan que fuera en mi juventud (que lo fui, y mucho), y por mucho que actuaran en el Primavera Sound, dejé pasar su actuación y me fui a otra parte. No recuerdo ni a dónde. Podría decir que el motivo fue básicamente que, al llegar al concierto, la única salida era verlo en un lateral a dos kilómetros de distancia. Pero estaría poniendo una excusa. Al fin y al cabo, esto no me pasaba hace diez años, cuando ir a conciertos era una experiencia que me daba la vida y cuando escuchar discos era algo que hacía con tranquilidad y en la intimidad, no de forma atropellada mientras curro.
Algo he perdido por el camino. Y sé que, llegados a este punto, puedo extrapolar lo dicho hacia un panorama general y hablar de que algo hemos perdido. Ahí está el carácter necesario de un festival como el In-Edit: puede que a algunos realizadores se les vaya la mano con el momento fan y se les vea el plumero a la hora de convertir su documental en un panegírico épico que hable del artista como un semi-dios y que idealice la forma en la que el público percibe su arte. Pero, oye, ¿no trata de eso la música? ¿No va de pura subjetividad que te lleva a perder la cabeza y a creerte que las canciones de alguien en concreto pueden cambiarte la vida? ¿No va de ir a un concierto a sentir la experiencia comunal junto a otros fans como tú? Sí, va de eso. Y agradezco haberme refrescado la memoria.
Mucho de eso hay, por ejemplo, en «A Song For You: The Austin City Limits Story«. El documental de Keith Maitland que aborda la colosal historia de «Austin City Limtis«, programa de la televisión pública estadounidense que lleva más de cuarenta años ofreciendo un formato en vías de extinción: la música en vivo y en directo. Más arriesgado todavía: cada programa es una actuación entera de un artista en concreto. Por «Austin City Limits» han pasado nombres como Willie Nelson, Ray Charles, Dolly Parton, Beck, Wilco, My Morning Jacket o Radiohead. Empezaron con las raíces yankis y, cuando le vieron las orejas al lobo, se cambiaron al indie, demostrando que un formato tan arriesgado como este puede sustentarse en un público fiel gracias a la increíble y sibarita curadoría de sus creadores.
Vamos: un locurón que provoca mucha envidia cuando te paras a pensar que sería inviable en nuestro país, territorio de mierda al que, cuando viene un artista musical de mediano renombre, se le manda a «El Hormiguero«. Sea como sea, «A Song For You: The Austin City Limits Story» engancha por lo que tiene de pasión contagiosa y contagiada desde el equipo detrás del programa hacia el espectador, pero también por la posibilidad de disfrutar de actuaciones míticas de algunos de los artistas más destacados de los últimos 40 años de música americana. Y todo ello con cero pretensiones. Igual que las del programa del que trata.
Mucho de esa ilusión por la música hay también en «The Man from Mo-Wax«, documental de Matthew Jones en torno a la contrahecha figura de James Lavelle: Dios en los 90, ángel caído a partir del cambio de siglo, el hombre detrás del sello Mo’Wax y del grupo Unkle es retratado en sus luces… pero también en sus sombras. Puede que en el cierre se fuerce demasiado el grand finale de redención, y puede también que durante todo el visionado te acompañe una insidiosa sensación de que Lavelle es un capullo que no merece los miramientos del realizador a la hora de recuperar su figura (y su herencia), pero lo cortés no quita lo valiente y hay que reconocer que la biografía de James es tan relevante como impactante.
Pero repito: «The Man from Mo-Wax» mantiene un equilibrio pluscuamperfecto entre luces y sombras. Eso es lo que salva finalmente al documental de Matthew Jones: que celebra la bonanza de los 90, cuando Lavelle era un Rey Midas que convertía en oro todo lo que tocaba y acaparaba portadas en la NME, pero también afronta con valentía la degradación de la carrera del ídolo de barro y sus desastrosas decisiones laborales. De esta forma, al final del camino, es inevitable sentir ilusión (e incluso pasión) por la figura de James Lavelle. Una pasión, por cierto, con la que es genial epatar por un momento porque yo, básicamente, hacía tiempo que no sentía hacia alguien en concreto. No sé vosotros.
Si de pasión hablamos, la palma en el In-Edit 2016 por ahora se la lleva «I Am Thor«. Cada año hay en el festival una de esas películas de las que se rumorea que «es más fuerte que «This is Spinal Tap» porque, por increíble que parezca, la historia que explica es real«. En esta ocasión, el director Ryan Wise aborda la carrera de Jon Mikl Thor con un ritmo frenético: su debut como estrella rutilante del glam metal setentero (con puntales como un secuestro perpetrado por su propia discográfica o los inicios como camarero desnudo) es ventilado a una velocidad que deja al espectador aturullado.
Y entonces llega la verdadera chicha de «I Am Thor«: el seguimiento día a día de este hombre que, tras un parón necesario debido al escaso (casi nulo) interés que despertaba su figura, decide volver. Decide que, al fin y al cabo, su pasión por la música puede más que el fracaso continuo. La vida de Thor es una concatenación de malas decisiones y (mucha) mala suerte… Aunque, de nuevo, ahí esta el grand finale triunfal y el cachondísimo último plano. Una redención final que, en este caso, se perdona por la pasión que transmite el propio protagonista. Hasta aquí he hablado de la ilusión por la música como espectador, pero si algo tiene «I Am Thor» es que sabe transmitir la ilusión por la música como creador aunque no sepas ni tocar la flauta (es decir: mi caso personal).