Aunque en su primera escucha suena súper raro, The Decemberists han dado con su último disco el paso más lógico que se podía esperar en su carrera. Después del exceso operístico de su anterior álbum, «The Hazards of Love» (Capitol, 2009), y la tibia acogida que tuvo entre fans y crítica, no era de extrañar que con «The King is Dead» (Rough Trade / PopStock!, 2011) quisieran dar una vuelta de tuerca y volver a sus raíces para encontrarse un poco con la música más americana. El mismo Colin Meloy no había tenido problemas en reconocer que la gestación y desarrollo de la anterior entrega le había dejado exhausto (y parece ser que a más de un crítico también), así que después de pasearse por zonas portuarias y ponerse hasta el culo de ron («Picaresque«; Kill Rock Stars, 2005), de dar rienda suelta a su amor por la teatralidad («The Crane Wife«; Capitol, 2006), y de perderse por bosques encantados y cantar historias de hombres lobos y reinas que chochean («The Hazards of Love«), la troupe de Meloy opta por situarse al Este del Edén, descorchar la botella de bourbon, dejarlo reposar en el porche mientras achican nieve o ven crecer la cebada. «The King is Dead» es el regreso triunfal de The Decemberists al folk más genuino, de guitarra y tierra, un formato que le sienta la mar de bien a sus nuevas canciones, más cercanas, más sencillas (siempre en apariencia) y para el que se han querido acompañar de dos entidades muy destacables, Peter Buck, guitarrista de R.E.M., y la cantante Gillian Welch, cuyas aportaciones han afectado al resultado final mucho más de lo que a la misma banda le gustaría reconocer.
Dos son los factores fundamentales que favorecen la gestación de este disco y sin los que costaría mucho comprender el viraje country de un grupo que gusta más de los excesos del pop británico que de las harmónicas. Primero, el mencionado agotamiento que les produjo aquél «Hazards of Love«, un disco que a todo el mundo le pareció farrogoso y cargante pero que yo encuentro divertidísimo y súper reivindicable, con tanta floritura y tanto bicho fantástico. Y es que, con el tiempo, me parece muy coherente que, siendo Meloy como es un contador de historias (un nu trovador, si se quiere), quisiera experimentar con un formato tan goloso (aunque también tan looser a priori) como la ópera rock (y ahora de cabeza al AOR, ¿nos hacemos mayores, Colin?) Pero nadie duda de que ese no era el camino a seguir. «The Hazards of Love» será el disco mastodóntico de The Decemberists, la bestia parda de su carrera, el cénit de la obra de una rata de biblioteca que quería probar con un formato que estuviera a la altura de una historia que no podía ser contada de otra manera. Por el contrario, «The King is Dead» es puro recogimiento: es hogareño, intimista y directo. Se grabó en un granero y viene marcado por el hecho de que Meloy se mudara junto a su familia a Forest Park, una zona rural (ni siquiera merecedora de ser llamada “pueblo”) a muchos kilómetros de Portland. En una entrevista a The Guardian , el artista explica cómo el aislamiento de vivir en una cabaña sin más compañía que su mujer, la dibujante Carson Ellis, y su hijo, le había servido para querer experimentar con el lado más pequeño de la vida. Las cosas más sencillas y austeras. Y si uno mira «The King is Dead» de frente no puede evitar encontrar cierto espíritu amish (y no, no quiero imaginarme a Colin Meloy en calzones interiores de algodón blanco por-favor), en las cosas que explica, en su musicalidad tan ingenua y entusiasta. El campo, la vida rural, la genuinidad de lo sencillo y sus dificultades intrínsecas y el tiempo marcado por la cosecha y las estaciones son el hilo con el que se cosen las diez canciones que componen este álbum.
«The King is Dead» se puede considerar un breve y audaz repaso a toda la música de raíces americana, desde Gram Parsons a Wilco, con algún pasaje que recuerda incluso a The New Pornographers, más cercanos que nunca (en alguna canción, como «Down by the Water«, la voz de Neko Case podría haber encajado tan bien como la de Gillian Welch). Las guitarras y las harmónicas adquieren más importancia que nunca, y la banda compone canciones que ya son un hito en la carrera del grupo: la apertura exultante de «Don´t Carry It All«, el ritmo de una noche festiva en un Saloon del Far West de «Rox in the Box«, la misma «Down by the Water«, con indiscutible sabor a clásico… Pero también gana terrenos en las distancias más cortas. «January Hymn» y «June Hymn» hablan del invierno y la llegada de la primavera sin más pretensión que describir sensaciones nuevas y maravillas inéditas provocadas por algo tan sencillo como abrir la puerta de tu casa y no poder salir por la nieve, o sentir el calor de un rayo de sol en pleno mes de mayo. Pero claro, no perdamos de vista que hablamos de The Decemberists, no de Crowed House. Y aunque no evitan las polcas de taconazo en la tarima de madera, engalanan sus canciones con infinidad de cuerdas que parecen remitir a alguna raíz irlandesa y al folk celta. Son muchos años viajando a través del folk británico como para dejarlo atrás de un simple golpe de banjo.
No me arriesgo cuando afrimo que ya tenemos delante de nosotros uno de los mejores discos de este joven año: difícil lo tienen muchos para superar la jugada de The Decemberists. Su nueva faceta como Reyes del Folk les devuelve en un estado de gracia difícil de superar, consiguiendo apuntalar un género en sí mismo del que, de momento, ellos son los mejores, consiguiendo que las camisas de franela y las botas camperas combinen perfectamente con las gafas de pasta y Noam Chomsky. Larga vida al nerdneck.