El tiempo pone a cada uno en su sitio. O eso dicen. Nick Cave ocupa el sitio que se merece desde tiempos inmemoriales, ya sea como músico complejo, artista total, contador de historias, catalizador de lo humano y lo divino, escritor en sus ratos libres e incluso guionista y hacedor de bandas sonoras en los últimos años. Él es, ante todo, un genio. Un señor al que hay que respetar… Y más desde que lleva bigote. Larga es su sombra, por tanto. Tan estilizada y oscura como su propia figura. Y pese a lo delgado de su forma, con ella tapa y esconde otras genialidades que orbitan a su alrededor: los Bad Seeds. Difícil es conseguir el foco de atención pululando alrededor de este señor. Blixa Bargeld lo consiguió. Y por eso se fue (por eso y porque dos gallos negros no caben en el mismo corral gótico). Mick Harvey lo quiso y lo consiguió a medias: no pudo lidiar con los lazos que Grinderman había creado entre Cave y los secuaces de su proyecto de rock electrificado y optó por el «adiós muy buenas«. La única figura que hoy en día se sale de los márgenes de la larga sombra de Nick Cave es Warren Ellis; y, no se sabe si por temor a perder otra semilla por los caminos del ego o por empatía pura, el ex de Kylie Minogue lleva desde hace un tiempo cediéndole al señor de la gran barba no sólo parte del protagonismo, sino el propio timón de sus canciones. Tanto, que en este «Push the Sky Away» (Bad Seeds Ltd, 2013) parece que uno y otro han decidido dar el paso y abrirse una cuenta conjunta para que Ellis obtenga el crédito que por fin merece. Que si el disco número quince de los Bad Seeds suena a Nick Cave todo lo deseable, también suena a Warren más que nunca. Y, a la vista del resultado, sólo se puede decir: praise the Lord!
Después del experimento regresivo que fue «Dig, Lazarus, Dig!!!» (Anti, 2008), con su vuelta al rock más descarnado y que funcionó como bisagra entre un disco de Grinderman y otro, Cave ha decidido atar corto a los que le acompañaban en el experimento y, en este disco, parece que haya una única norma: no sonar a Grinderman. Never more. Parece que el difunto está definitivamente muerto y bien enterrado. Y si esta opción no era posible, también se hacía difícil dar un paso atrás y emular la grandilocuencia total de la que hacía gala «Abattoir Blues / The Lyre of Orpheus» (Anti, 2004), aquél disco doble (el número trece de su carrera) con el que la banda ponía un punto y aparte después de años depurando un sonido puro construido a base de canciones dirigidas por el piano y marcadas por el rock y el blues más puros. Se hacía imperativa una salida tangencial. Y eso es lo que es «Push the Sky Away«: la única via posible. El nuevo disco de Nick Cave suena a todos sus discos desde los 90 y a ninguno a la vez, es un artefacto casi mágico suspendido en el tiempo de una carrera que tiene ya más de treinta años. Permanecen en él los motivos que recorren el ideario de la banda (prostitutas, calles solitarias, Dios, la vejez, la soledad, el desamparo, los seres mitológicos, el amor como castigo, la muerte…), pero la forma de adaptarlos musicalmente es distinta.
El primer single, «We No Who U R«, presenta a una banda de aires e intenciones minimalistas surcando sobre un tema que se sustenta en un repiqueteo constante que por momentos suena al tic-tac de un reloj bajo el agua y que abre un disco marcado por la nocturnidad emocional; «Wide Lovely Eyes» vuelve a esa querencia por la canción de iglesia gótica que siempre les ha gustado y «Water´s Edge» bien podría haber sido un descarte de las «Murder Ballads» (Mute, 1996), tan quieta y peligrosa es. Comparte con «We Real Cool» cierta rabia contenida que se exterioriza gracias a la guitarra acechante de Ellis y al piano al que – sorprendentemente- pocas veces recurre Cave en esta nueva entrega. El Cave confesional también hace acto de presencia en «Mermaids«, una preciosa elegía a la pérdida de los mitos en Occidente. La canción que da nombre al disco es la encargada también de ponerle fin, y resulta una discreta y efectiva forma de cerrar la puerta para que el oyente permanezca durante unos minutos con el ánimo de calma inquieta que deja el disco. «Jubilee Street» y «Higgs Bossom Blues» son el plato fuerte del conjunto: la primera parece la canción más «clásica», con la historia de esa prostituta sin oficio ni beneficio que al final parece dejarse morir en el violín de Warren Ellis; la segunda materializa mejor que ninguna la última obsesión de Nick Cave: pasar las noches enteras perdido en Internet buscando nuevos mitos y viejas leyendas e intentando asimilar las nuevas formas de comunicación virtual. No es de extrañar que, a un hombre para el que la religión ha sido el leit motiv de su carrera musical prácticamente toda la vida, le quite un poco el sueño que Dios esté en «una enorme cañería en Suiza».
En la portada del disco (en desconcertantes tonos sepias que se diluyen en blanco y negro), Cave le señala el exterior al que parece un ángel caído en porretas. La modelo no es otra que su jovencísima (y buenorra) mujer. La imagen va en relación con la canción que da título al álbum: Cave repite una y otra vez «If you got everything and you don’t want no more / You’ve got to just keep on pushing, keep on pushing / Push the sky away» en lo que parece una monserga para el que lo escucha. Cave sigue siendo ese reverendo gótico que pinta estampas que no queremos mirar pero que atraen nuestra atención con un sex appeal de lo más morboso; el director de una orquesta perfectamente engrasada en la que las partes funcionan como un todo y para la que, a la vista está, todavía no están escritas todas las partituras. Puede que Grinderman fuera la tapadera perfecta para la pitopausia de sus componentes, el entretenimiento de unos señores que necesitaban echar una cana al aire y pegar cuatro guitarrazos, pero los Bad Seeds han vuelto en plena forma, con total nocturnidad y premeditada alevosía a ocupar el lugar que siempre han tenido como una de las bandas más influyentes y auténticas del siglo XXI. Bienvenidos sean.