Si hay algo que marcó a fuego el pasado siglo XX fue el sonoro quebranto del sueño americano en mil pedazos que nunca podrán recomponerse. No importa cuánto esfuerzo se malgaste en esta empresa. Digamos que todo empezó en «El Gran Gatsby» (o más bien digamos que fue la primera cúspide en una carrera ascendente que todavía no tiene visos de haber acabado), donde ese sueño americano se reveló, tal y como decía Goya, en un sueño de la razón que produce monstruos: seres deformes moralmente capaces de aniquilar su propio pasado en pos de la riqueza y la fama. Desde entonces, múltiples han sido los abordajes de autores diversos al barco en zozobra del american dream… Con un reciente punto y parte destacadísimo en una historia que, nadie lo duda, bebe enormemente del original de Fitzgerald: «Mad Men«, donde la impostura de Donald Draper se extiende hacia el crujir del sueño americano de su esposa, una Betty Draper aburridísima de la vida que cambia de existencia creyendo que el dinero no hace la felicidad para descubrir, finalmente, que lo que aniquila la felicidad a su alrededor no es su marido, sino más bien ciertas piezas de su alma que no funcionan bien en su interior. De Betty Draper a Lana del Rey… cuatro décadas y un kilo de bisuta, pero tan sólo dos pasos.
El paralelismo entre ambas figuras es bastante significativo. Sólo hace falta examinar el caso de Lizzy Grant: dio el bombazo con «Video Games«, un tema que encapsulaba la abulia existencia de una generación a la que se le escurre el tiempo entre la pantalla del iPhone y los mandos de la Xbox 360, entre tweets y likes, entre caladas lisérgicas y tragos de garrafón barato, entre tejanos del Bershka e imitaciones baratas de bolsos de marca compradas en los chinos. En aquel momento todos pensamos que Lana del Rey sería eso: una hija de la white trash suburbial yanki que pondría encima de la mesa el zeitgeist de una generación marcada por un existencialismo que son incapaces de definir porque lo más cerca que han tenido un diccionario es una app de tres al cuarto. Pero nos equivocábamos. Y deberíamos haber rectificado cuando, en las fotos de promo, a Lana le dio por vestir cadenacas doradas de bling bling transnochado y por pintarse los labios cada vez de un carmín más intenso; cuando le dio por ponerse cazadoras de flores de plástico que los más optimistas remitían al Versace más ochentoso pero que el común de los mortales sabíamos que tenía pinta de saldo en un almacén de extrarradio. Y es que, ahora que ya tenemos «Born to Die» (Polydor, 2012) entre nosotros, se impone una rectificación de rumbo en lo que respecta a nuestras apreciaciones sobre Lana del Rey.
El faro guía debería ser el tema más brillante del lote, «Off To The Races«, una revisión deliciosa de «Material Girl» donde las luces de Marilyn que anhelaba Madonna ha mutado en una delirante mezcla de las estéticas y aspiraciones propias de cualquier guarrilla arrabalera a la que le cae encima -literalmente- un pez gordo y cocainómano. «Glimmering darling / White bikini off with my red nail polish / Watch me in the swimming pool / Bright blue ripples, you sitting sipping on your black crystal, oh yeah (…) / Likes to watch me in the glass room, bathroom / Chateau Marmont / Slipping on my red dress, putting on my make up / Glass film, perfume, cognac, lilac, / Fume, says it feels like heaven to him«. Lana podría decirlo más alto, pero no más claro. Por mucho que los más despistados piensen que las aspiraciones de del Rey no son mayores que las de Paris Hilton, lo cierto es que esta canción en concreto proporciona suficientes pistas de, si no una visión irónica, al menos sí una visión más autoconsciente y juguetona que la de la carne habitual de tabloide amarillista. Y aquí, para los que prefieren pensar bien en vez de pensar mal a riesgo de no acertar, está la verdadera gracia del juego propuesto por Lana…
Porque, al fin y al cabo, todo exponente de cultura que venga firmado por un supuesto autor se ha de ver ponderado por el espacio que queda entre lo que promete y lo que finalmente ofrece. Ni «Video Games» ni «Blue Jeans» prometieron nada concreto: su propuesta fue lo suficientemente ambigua para que, ahora, miradas en perspectiva, se consideran precisamente como el estado previo del personaje (o no) encarnado por Lana del Rey. Allá todavía era una niña aburrida, otra Betty Draper en ciernes que todos creíamos totalmente hastiada de su existencia. Pero no, resulta que estaba esperando su momento: estaba esperando el pez gordo que pasara por delante, se fijara en sus labios (o en sus canciones) y se la llevara a triunfar por todo lo alto. Así ha sido: aquellas canciones le han traído hasta un «Born to Die» en el que, si siguiéramos con esta línea narrativa», el «papi» de Lana habría exclamado aquello de «que no le falte nada a la niña«: es este un disco sobreproducido hasta la saciedad. Pero sobreproducido con un gusto finísimo por la sabia mano de Emile Hayne (Eminem, Lil’ Wayne, Kid Cudi…). El productor elegido no ha sido gratuito: por mucho que aquellos primeros temas también nos hicieran pensar en una especie de Fionna Apple producida por Chirs Isaak, resulta que la niña siempre estuvo a cuatro patitas mirando hacia la Cuenca más hip-popera.
Así que al final habrá que rehacer la fórmula y pensar más bien en qué hubiera pasado si a Chris Isaak le hubieran metido caña desde marketing para que se pusiera las pilas con sonidos actuales para producir a una nueva promesa hip-popera y el country man decidiera mamar de cabo a rabo toda la producción de Kanye West con la idea en mente de realizar una síntesis de falso simplismo y altos brillos. Es más fácil que todo lo dicho: es innegable que «Born to Die» está repleto de temazos capaces de enganchar a los habitantes de las altas capas del esnobismo por igual que a los menos favorecidos en el reparto de este bien tan escaso que es la cultura. A los hits ya conocidos («Blue Jeans«, «Video Games» y la fardonísima «Born to Die«) hay que sumar la ya mencionada «Off To The Races» y otras que no bajan el nivel, como esa «Diet Mountain Dew» en la que Lana pone a punto su blanquísima versión del fraseo rapeado; una dulcemente épica «Dark Paradise» que no queda demasiado lejos de lo intentado por Hurts en su debut en lo que a electro pop synthero se refiere; esa elegantísima «Carmen» que podría resumirse en una conversación imaginaria entre Lana y Lady Gaga en el que la primera le espetara a la segunda «¿Ves como puede hacerse una canción recurriendo a otras lenguas sin parecer una mamarracha?«; «Million Dollar Man» o cómo del Rey oposita para la próxima banda sonora de James Bond bebiendo de una Shirley Bassie de ojos azules, la mejor fuente; o, cerrando el disco, una sublime «This is What Makes Us Girls» en la que un ritmo gordísimo hace pensar en lo que hubiera pasado si Cindy Lauper hubiera crecido escuchando a Wu-Tang Clan. Lo dicho: colección impecable e implacable de hits.
Si al llegar a la última canción no te has rendido ante «Born to Die«, piensa si es por lo que ofrece o más bien por lo que esperabas encontrar (e incluso si no te has dejado llevar demasiado por todas esas voces que están deseando cagarse en el hype). Al fin y al cabo, por ahora no tenemos las armas suficientes para saber si todo el tinglado montado por Lana del Rey le conducirá hacia un futuro a lo Lindsay Lohan o si, por el contrario, la chica acabará revelando que lo suyo no era el botox, sino la música. Y que, por mucho que cueste creerlo, la tipa es más irónica de lo que esperábamos. Canciones le sobran. Y actitud también. ¿Quién sabe si, en un futuro próximo, no consideraremos este primer disco de Lizzy Grant como si John Waters hubiera dirigido un remake de «Mad Men» centrado en Betty Draper, con la rigurosidad estética de «Pecker» pero con el gusto por el mamarrachismo estético de sus primeras muestras de terrorismo cinematográfico? Si así es, estamos ante la primera cúspide del quebranto del sueño americano en el siglo XIX.